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Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA
Tribuna
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El fútbol y la condición humana

El conjunto de partidos de la primera Copa del Mundo de fútbol, disputada en 1930 en Uruguay, fue presenciado por 600.000 espectadores. Los 52 partidos de la XIII edición de dicho torneo, clausurada el pasado domingo en México, han contado con una audiencia estimada de más de 12.000 millones de espectadores. De ellos, apenas 2 ó 3 millones en directo. La empresa organizadora, Televisa, vendió los derechos de transmisión por televisión a cadenas de 142 países. La final del día 29 entre Argentina y la República Federal de Alemania (RFA) fue simultáneamente presenciada, por dos mil millones de personas. Un 18% del total de la audiencia del Mundial corresponde a países asiáticos y africanos, en los que el fútbol era casi desconocido hace apenas unas décadas. La televisión, medio particularmente indicado para la transmisión. de espectáculos deportivos, ha convertido, así pues, al fútbol en un deporte universal, por una parte, y en el mayor espectáculo del mundo, por otra.La televisión ha contribuído a uniformizar tanto los estilos de juego, las estrategias y tácticas desplegadas, como el ritual que acompaña a los encuentros. Ello ha acaecido fundamentalmente a partir de los años sesenta, es decir, coincidiendo con el auge de las competiciones continentales, como la copa de Europa en el viejo continente o la Copa Libertadores en el nuevo. La transmisión por televisión dé los encuentros de dichas competiciones, a lo largo de toda la temporada, y de las fases finales de los campeonatos entre selecciones nacionales -continentales o mundiales- cada cuatro años, ha sido decisiva en la aparición de un singular fenómeno de difusionismo cultural cuyos efectos han sido visibles tanto en las gradas como en el terreno de juego.

Lo verdaderamente significativo del momento no es, como a veces se sigue afirmando por inercia, que los equipos locales o nacionales conserven, más allá de estrategias y tácticas, una cierta idiosincrasia característica -estilo inglés, escuela brasileña, modo italiano-, sino la acelerada disolución, pese al rebrote de tipismo y autoctonía producido ultimamente en las sociedades industrializadas, de esa impronta en aras de la uniformización general. Mae Luhan tenía razón.

NACIONALISMO COMPARTIDO

El uso de bufandas coloreadas en invierno y de viseras cromáticas en verano, la cadencia melódica de las canciones y gritos de guerra de los seguidores, la cinética que domina el despliegue de pancartas y banderolas, se imponen hoy como ritos comunes frente a las resistencias de lo autóctono y tradicional. Por supuesto que el nacionalismo sigue siendo el sentimiento más íntimamente asociado al fútbol, pero la verdadera novedad es que esa abrumadora búsqueda de identidad no impide hoy compartir el afecto a lo definido como propio con la simpatía por determinadas manifestaciones de lo caracterizado como otro. Hoy ser simultáneamente hincha del Málaga y del Barcelona, seguidor de la Real y adicto a la quinta del Buitre, partidario de España e incondicional de Brasil, son actitudes que apenas producen escándalo.

Hace tres o cuatro años TVE ofreció imágenes de un espectacular gol de Rummenigge en un encuentro internacional. Habiéndose producido un libre indirecto en la frontal del área rival, los alemanes urdieron una estratagema en tres toques: un jugador empujó suavemente el balón en paralelo a la línea de meta, otro lo paró en seco, pisándolo, y Rummenigge remató a gol. La jugada no tardó ni tres meses en ser asimilada hasta por los equipos de barrio.

Antes no era así. A Panizo, un inteligente interior izquierda que jugó en el Athletic y en la selección en los años 40 y 50, el público de San Mamés le reprochaba ciertas jugadas que, se decía, paraban al equipo: darse la vuelta con el balón en los pies antes de enviar el pase, tocar en corto en el centro del campo, retrasar el balón cuando el rival presionaba. Los reproches cesaron a partir del día en que el San Lorenzo de Almagro, considerado por entonces uno de los mejores conjuntos del mundo, jugó un amistoso en Bilbao. Los aficionados locales se asombraron al ver que los argentinos apoyaban su extraordinario juego en la utilización de ardides destinados a mantener la posesión del esférico muy similares a los desplegados por Panizo.

EL PAPEL DE LOS GUARDAMETAS

La televisión ha modificado sustancialmente la composición y actitudes del con junto de seguidores del fútbol. En primer lugar, ha incorporado al coso a las mujeres. Ello se ha traducido en una revalorización del papel de los guardametas. Cuando el equipo propio avanza hacia la meta contraria, los hombres se suman a la ofensiva con exclamaciones mono o bisilábicas, produciendo un rumor sordo en cadencia ascendente. Si la jugada desemboca en gol, la palabra que lo expresa, largamente retenida a la altura del diafragma, es expulsada violentamente, en una explosión que se prolonga brumosamente, como el eco del trueno, hasta hacer inaudible la l final. Si la jugada se despeña en un disparo desairado o la intercepción del balón por el portero del otro equipo, la tensión acumulada se resuelve, en forma de cono invertido, mediante el expletivo ¡ay! que, contrariamente al caso anterior, se cierra con una acentuación exagerada de la última letra, amenazando incluso con romper el diptongo (en el límite, la exclamación tiende a convertirse en un ahí, destinada a indicar al delantero por dónde debía haber lanzado el balón para conseguir gol).

En ambos casos, las mujeres que presencian el partido permanecerán expectantes pero silentes. Sin embargo, cuando es el equipo rival quien avanza peligroamente, es el coro femenino el que se agita, percibiéndose en ellas cierta aceleración respiratoria, agudas exclamaciones entrecortadas, proyectos de chillidos. El disparo certero del delantero enemigo producirá escándalo, revuelo, incontinencia verbal que contrasta con el hipnótico silencio de los hombres, incrédulos ante lo irremediable. Si el portero propio logra detener la pelota, será la fiesta de las mujeres: "¡Muy bien, Zubi!", se oirá en la sala de estar como prólogo a una corta, pero intensa, ovación, seguida a veces por los niños de la casa. En el estadio, estando las mujeres en abrumadora minoría, el fenómeno es aún más notorio.

El resultado ha venido a reforzar no ya sólo la tendencia general al repliegue estratégico -que es fenómeno muy anterior a la incorporación de las mujeres- sino la preeminencia de la alarma sobre cualquier otra emoción relacionada con las vicisitudes del juego. Naturalmente, ello ha otorgado un prestigio nuevo al papel del cancerbero. Evitar que a nuestro equipo le marquen un gol es, para el segmento femenino de la audiencia -o, en su caso, asistencia-, mucho más trascendental que la consecucion de tantos por nuestros jugadores. De ahí que, en este Mundial, si Butragueño ha sido el héroe indiscutible de los seguidores varones, Zubizarreta lo haya sido para las mujeres. Esta pequeña contradicción familiar, al fin y al cabo menor puesto que se trataba de dos miembros del mismo equipo, ha adquirido tintes dramáticos en los lanzamientos de penaltis. Con independencia del color de las camisetas, ellas estaban siempre del lado del guardameta.

La devoción de los varones por Butragueño, último representante de la estirpe de delanteros-niños cuyo anterior símbolo fue Paolo Rossi, está relacionado con sentimientos paterno-filiales. Los padres aman a sus hijos, pero éstos no devuelven el cariño recibido a su progenitor, sino a sus propios hijos. Al tenerlos, renacen en el interior de los hombres recuerdos infantiles, mezclados con cierta melancólica mala conciencia. Recuerdan oscuramente que su adolescencia ya lejana, cuando decidieron liquidar simbólicamente al rival-modelo paterno, un único hilo de comunicación quedó sin romper: la adhesión a unos colores, un hinmo, un equipo de fútbol. Sólo en ese terreno la tradición se transmite sin solución de continuidad, de padre a hijo y no de abuelo a nieto (como ocurre en política) o de tío a sobrino (conocimientos técnicos, oficio).

Butragueño es el niño que fuimos. En el colegio nadie quería ponerse de portero, sólo los muy zopencos aceptaban figurar como defensas, y los centrocampistas no habían sido inventados. Todos queríamos ser delanteros, y, ahora comprendemos que nuestro modelo, entonces aún por descubrir, era precisamente Butragueño: el pequeño David que derrota a los gigantescos defensas de Ingreso B. Hay, pues, algo de narcisismo retrospectivo, de complacencia proustiana, de regreso a casa en esta debilidad que sentimos por el delantero centro de la selección.

La tendencia al paulatino repliegue de líneas que ha presidido la evolución estratégica del fútbol desde mediados del siglo pasado, ahora a punto de culminar, se repite en la evolución personal de la mayoría de los practicantes de este deporte. Si situamos a un niño de cuatro años en un campo en el que juegan chicos algo mayores, observaremos que, cualquiera que sea su posición en el terreno, cada vez que contacta con la pelota trata utópicamente de impulsarla hacia la portería rival, de marcar un gol directamente. Hacia los 6 ó 7 años el impulso dominante será el del regate. Una vez en posesión de la pelota intentará avanzar con ella entre los pies, sorteando los contrarios, hacia la meta contraria. Sólo la maduración personal, unida al hábito de la convivencia, hará que el niño descubra, cerca ya de la decena, la posibilidad del avance segmentado, mediante pases entre compañeros.

A lo largo de estas fases sucesivas, la mentalidad predominante sigue siendo la del delantero. Entre los que se dedican profesionalmente al fútbol, es rarísimo el -caso de algún jugador -con excepción de los porteros- que no haya jugado en posiciones adelantadas hasta al menos los 15 ó 16 años. Los defensas laterales fueron extremos, los centrales jugaron de arietes, los centrocampistas, como mínimo, de media-puntas.

La ontogenia resume a la filogenia. Esa evolución personal del jugador no es sino la síntesis de la historia del fútbol. El antropólogo británico Desmond Morris, autor de un fascinante estudio sobre este deporte, ha descrito con gran precisión las distintas disposiciones de los jugadores sobre el campo practicadas a lo largo de los últimos 130 años. En la primera infancia del fútbol, hacia 1850, los once jugadores se distribuían conforme a la fórmula 1-1-0-9, es decir, un guardameta, un defensa (que actuaba como auxiliar del primero), ningún medio y nueve delanteros. Estos últimos actuaban de manera individual, tratando de alcanzar la meta rival serpenteando entre los contrarios. Los compañeros del que llevaba la pelota le seguían en su avance hasta que un contrario le arrebataba la pelota. Entonces trataban de recuperarla para iniciar a su vez su propia serie de regates.

PASAR LA PELOTA

Más de 20 años hubieron de pasar antes de que a los componentes de un club escocés, el Queen's Park, se les ocurriese la revolucionaria idea de que la eficacia del avance sería mayor si, cada vez que se veía agobiado por los contrarios, el delantero en acción pasaba la pelota a un compañero. Ello dio origen a una distribución más racional de los jugadores sobre el campo. Fruto del perfeccionamiento del sistema ideado fue la generalización, a partir de la década de los ochenta en el pasado siglo, de la fórmula 1-2-3-5, formación en pirámide que perduró en Gran Bretaña hasta finales de los años treinta de nuestro siglo, y hasta los años cuarenta en el resto del continente.

La modificación, al final de la temporada 1924-25, de la regla del fuera de juego -hasta entonces era preciso, para que la jugada fuera legal, que entre el jugador que recibe la pelota en posición atacante y la línea de meta contraria hubiera al menos tres jugadores del equipo rival- fue determinante en la decisión de retrasar a la línea zaguera al medio centro. La nueva fórmula, que perduró con ligeras variantes hasta el Mundial de 1958, celebrado en Suecia, era la. siguiente: 1-3-2-5.

En fin, los brasileños impusieron el 1-4 2-4, dominante en la década de los sesenta, y a partir del Mundial de 1970, celebrado en México, se generalizó el 1-4-3-3. Los italianos forzaron la mano con el 1-5-3-2 (o bien 1-4-4-2), y México 86 ha completado el el ciclo con la consagración del 1-5-4-1 (o su variante, el 1-4-5-1). Selecciones como la de la URSS (que con únicamente Belanov en punta obtuvo un excelente promedio de goles: 12 en 4 encuentros) o la de Argentina, que se proclamaría campeona, han sido porta estandartes de tan extrema fórmula, que será ahora religiosamente imitada por doquier.

Se ha llegado, así pues, a la conclusión del proceso, inviertiéndose la fórmula inicial: frente al solitario defensa de hace 130 años, el delantero único actual. Muchas personas opinan que esta extremosa tendencia al juego defensivo acabará con la emoción del fútbol, cuya unidad de medida es precisamente el gol, es decir la ofensiva. Es posible que así sea, pero no es del todo inevitable. Por una parte, la competencia. de deportes más modernos, como el baloncesto, puede forzar la resistencia conservadora de los federativos, de siempre renuentes a modificar el reglamento (en los últimos sesenta años sólo se han introducido dos novedades: las tarjetas de amonestación y la posibilidad de sustituir a un par de jugadores por equipo). Entre las modificaciones que han sido evocadas destaca la de extender el área de penalty hasta las bandas, y la de suprimir, o al menos dulcificar en un sentido favorable a los atacantes, la regla de juego.

Pero incluso si nada cambiase en el reglamento, no por ello el fútbol estaría irremediablemente condenado. La generalización de la estrategia destinada a provocar deliberadamente el fuera de juego, por una parte, y la tendencia a que la mayoría de los jugadores, se concentren en la franja central del terreno, puede provocar -y de ello ha habido ya atisbos en este Mundial, incluída la final- una revolucionaria, transformación: los defensas, sin nadie a, quien marcar, heredarán de los delanteros, la condición de aves de vuelo libre y se convertirán en los más genuinos atacantes, realizando así, finalmente, su primitiva vocación.

Ello no es sin embargo, por el momento, inminente. Antes tendrá que producirse la fusión. entre medio y centrocampistas en una línea ecléctica, lo que puede ocurrir de aquí al Mundial de Italia. Del ahora finalizado quedará para el recuerdo, ante todo, Maradona. El gran hallazgo de Bilardo ha consistido en comprender que la figura redondeada y cachazuda de Diego, su aspecto general de rústico voluntarioso pero cavilador, requería el complemento de un delantero longilíneo, dolicocéfalo, con tendencia a filosofar y a que se le caigan las calzas. La presencia de Valdano ha despertado en Maradona todo su ingenio natural, del mismo modo que la de Alonso Quijano despabilaba las entendederas de Sancho Panza.

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