"Te he sido fiel a mi manera, Cynara"
La muerte tan seguida de Simone de Beauvoir y Jean Genet suscita, entre otras posibles consideraciones retrospectivas, la de su acercamiento, distinto pero intenso, al cine. Los suyos son nombres de triste actualidad, sobre todo en Francia, donde las librerías exhiben estos días, como mejor ofrenda funeraria, una envidiable montaña de publicaciones de ambos y sobre ambos. Pero la lista, aún incompleta, de intelectuales franceses relacionados estrechamente en una u otra instancia con el cine: impresiona: André Gide, promotor y coautor de un filme-denuncia, Viaje al Congo; Sartre, no sólo espectador apasionado, sino guionista de mayor o menor fortuna con varios directores; André Malraux, escritor sobre el cine y realizador de L'espoir, quizá la mejor película hecha sobre la guerra civil española; Blaise Cendrars y Benjamin Fondane, con sus "novelas cinematográficas" y "cine-poemas", respectivamente; André Breton, celebrante del cine como "único misterio absolutamente moderno", y en torno a él, omnímodo papa del movimiento superrealista, la floración magnífica de obras cinematográficas realizadas o imaginadas sobre el papel por gente como Artaud, Duchamp, Desnos, Soupault (éste excelente crítico, además). Ya en la época actual es preciso nombrar los importantes trabajos teóricos de Edgar Morin, Bathes y Deleuze, por no citar, claro, a aquellos que como Jacques Prévert, Cocteau, Marcel Pagnol, Marguerite Duras o Alain Robbe-Grillet han simultaneado en su carrera literaria la continua realización de películas.¿En qué cultura nacional contemporánea encontramos tantos nombres de escritores, pintores y filósofos del primer rango al mismo tiempo autores de guiones, ensayos cinematográficos o filmes? Es una evidencia acusatoria más que arrojar a los que últimamente proclaman el eclipse definitivo de la gran tradición francesa, y lo hacen desde países como el nuestro, donde, entre otras miserias, aún es de buen tono en los salones literarios alardear de incultura cinematográfica.
En el tiempo heroico de su expansión aún muda, que coincidió con el fulgor vanguardista de los años veinte, el cine fue idolatrado por los más jóvenes y los más atrevidos en lo que entonces aún tenía de juego ilusionista, mágico sin sentido de luz y sombra en movimiento capaz de hipnotizar la la gran masa. No hace falta decir lo mucho que en la misma España ese invento gustó a los del 27 y al grupo orteguiano; ambas fuerzas llenaron las páginas de la Gaceta Literaria y la Revista de Occidente con sus artículos jubilares y sus evocaciones poéticas de vampiresas y galanes. Una más de las consecuencias traumáticas de la guerra civil fue disipar ese entusiasmo vanguardista hacia el hecho cinematográfico, plasmado en las obras de Lorca, Jarnés, Ayala, Vela, Dalí o Alberti, entre otros.
Con la excepción de Azorín, recalcitrante converso al cine una tarde de 1950 y desde entonces, durante cinco años, agudo comentarista cinematográfico (y, por supuesto, de los que como Neville, Mihura o López Rubio reanudaron después del 39 sus contactos prácticos con la industria cinematográfica, iniciados en el episodio español de Hollywood), en su gran mayoría los intelectuales españoles de posguerra desdeñaron el cine o lo relegaron al primitivo marco de la lona circense, y esa tendencia no varía cuando se empiezan a producir las primeras rupturas literarias por parte de la generación poética del cincuenta y el grupo de novelistas del realismo crítico aglutinados por Carlos Barral en su editorial. Sólo en los años sesenta se puede citar como rareza honrosa el nombre de Jesús Fernández Santos, novelista y ci
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neasta de calidad antes de dedicarse, como recordarán los lectores de este periódico, a la crítica cinematográfica, y en otro registro a Juan Marsé y Juan García Hortelano en su furtivo papel de guionistas del cine, aunque no sé si estos escritores, espectadores renuentes de las pantallas blancas, estarían contentos hoy de airear aquellos largometrajes un tanto circunstanciales y turísticos en que colaboraron.
Evocábamos en estas páginas, a raíz de su muerte, la corta pero deslumbrante actividad fílmica de Jean Genet, realizador de una oculta joya del cine francés Un chant d´amour. Para algunos, ese filme no pasaría de ser la suprema anomalía de un outsider. No fue anómala, sin embargo, ni caprichosa, la constante presencia del cine en la vida de Simone de Beauvoir. Leyendo su monumental autobiografia, que inició Memorias de una joven formal y cerró Final de cuentas (probablemente la obra de conjunto sobre la que habrá de reposar su reputación literaria más duradera), no deja de sorprender la paridad que tanto en ella como en el coprotagonista indudable de esas páginas y esa vida, Jean Paul Sartre, tiene el cine respecto a la literatura. No se trata en su caso del divertimiento vespertino del escritor fatigado tras el esfuerzo en unas disciplinas superiores. Beauvoir y Sartre tuvieron una afición auténtica, en épocas maniática, al cine, Y una comprensión cabal de su lenguaje específico; en ese sentido es muy instructivo el pasaje en que Beauvoir nos cuenta cómo Sartre le llamó la atención sobre el potencial artístico como narración pura, a la manera de "una sonata clásica", de los westerns y policiacos de Hollywood, o las páginas reveladoras que la escritora dedica en el capítulo tercero de Final de cuentas a analizar el cine como arte que ofrece la plenitud de la percepción y se articula como analogon de una realidad ausente. Páginas en las que, además, junto a la mención culta a Buñuel, Visconti o Jancso, se manejan con el mismo entusiasmo y conocimiento los nombres de James Bond y Sofía Loren.
Tiene por ello un valor no sólo sentimental recordar cómo una réplica que la pareja escuchó en un cine de barrio londinense viendo la película de King Vidor Su único pecado se convertía en el lema de sus vidas. "Te he sido fiel a mi manera, Cynara", le decían en ese melodrama de infidelidades conyugales a la protagonista Kay Francis, una de las actrices favoritas de los dos escritores franceses.
Un infiel ejercicio de fidelidad fundó el equilibrio sentimental de Beauvoir y Sartre, recelosos ambos (y por igual, en contra de lo que insinúa alguna lectora interesada de la novelista fallecida) de la fidelidad integral, "sentida de ordinario por los que se la imponen como una mutilación", al decir de Simorie, quien reconoce que la decisión de cultivar amores contingentes" en los márgenes del amor inmanente tiene sus riesgos; "puede ser que uno de los integrantes de la pareja prefiera sus nuevos vínculos a los antiguos, y que el otro se estime entonces injustamente traicionado; en lugar de dos personas libres se enfrentan una víctima y un verdugo". Pero aun así, sigue la novelista, "son muchas las parejas que concluyen más o menos el mismo pacto que Sartre y yo: mantener a través de las separaciones "cierta fidelidad". Te he sido fiel a mi manera, Cynara.
Con esta frase, repetida irónicamente a lo largo de más de 40 años de heterodoxa fidelidad mutua, Sartre y Beauvoir, los amantes del cine, filmaron el happy end más bello de la literatura contemporánea.
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