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Entre las ciudades del sí y las ciudades del no

Jesús Ferrero

Me habían hablado alguna vez de la muerte, de la muerte de los bisabuelos -pues mis abuelos aún vivían en esa época-, de la muerte de un perro, de la muerte en la guerra -que ya quedaba tan lejos-, de la muerte en abstracto. Yo tenía cinco años y seguía sin saber lo que era aquello, pero una tarde de 1957 sentí lo que era la muerte, y lo sentí para siempre. A partir de entonces, la muerte, o su amenaza, se convirtió en una especie de rutina: "Estaba en lo cotidiano", como diría Borges, "en la batalla. Hago memoria y recuerdo un día tórrido y sucio, como eran los días de verano en esa cuenca verdinegra por la que pasa un río de aguas pútridas, el valle del Urola. Hace mucho calor y las calles están desiertas. De pronto, las sirenas empiezan a sonar y la gente sale disparada de las Casas. Yo también salgo con mi tía y tras ella corro hasta una avenida negra que da a la fábrica. En seguida nos dicen que se ha derrumbado un pabellón y que hay muertos. Cuando llegamos al lugar del siniestro vernos córno extraen de entre los escombros cinco cuerpos jóvenes. Cinco muchachas sureñas, tan jóvenes como ellos, gimen desesperadamente: al parecer, son las viudas. Recuerdo los ojos verdes, sevillanos, de una de ellas; recuerdo el calor, el polvo, los escombros y los cinco muertos, y recuerdo que desde ese día tomé conciencia de que había gente que desaparecía prematuramente y de que "la muerte era intérprete de otra melodía", como decía Gottfried Benn en un agrio poema. Benn decía eso y Machado pensaba que la muerte de un amigo era algo perfectamente serio. Los muertos a los que me refiero difícilmente podían ser amigos del niño de cinco años que contemplaba atónito los cadáveres, pero él recuerda aquello como algo perfectamente serio, sucio y fétido. Así era entonces la muerte: gente casi adolescente que nada más llegar al valle del Urola se iba de repente, en plena y triste luna de miel. El grado de injusticia era tal que fueron apareciendo obreros -uno de ellos mi padre, en cuya biblioteca encontré a los 13 años La náusea- especializados en asuntos laborales. En esa época, que más tarde llamé "la de la náusea", venían a menudo a casa chavales de 18 años que se habían quedado sin una pierna y a los que pretendían darles 100.000 pesetas y mandarlos a su pueblo. ¿A qué abogado podían ir si todos eran unos ladrones, como decían ellos? Y a falta de abogados, eran ellos los que se defendían unos a otros. Y cuando empezaron a organizarse y a mantener huelgas de más de dos semanas aparecieron autobuses y más autobuses llenos de funcionarios vestidos de gris, y la muerte, o su amenaza, asumió entónces la forma de sus uniformes. En ocasiones llegaban tantos que tenían que cobijarlos en las escuelas, y en un abrir y cerrar de ojos sacaban afuera los pupitres y ponían en su lugar literas: parecían los tercios de Flandes. Y mientras las huelgas se sucedían, la muerte siguió impregnando el valle.Estando como estaban las cosas en las fronteras, no era de extrañar que en esa época Cataluña y el País Vasco fueran los lugares que más jóvenes exportaron a Europa. En París, en Londres, en Ginebra eran legión. ¿Huían? No exactamente; en realidad era una especie de sed de saber y sentir más cosas de las que sabían y sentían aquí, y era también asumir -unas veces queriendo, otras sin querer- la ideología juvenil de la época: el nomadismo, que por ser de territorios fronterizos se dejaban impregnar por ella antes que los otros.

Nos criamos en la frontera, siempre en mundos bilingües, de lenguas muchas veces excluyentes y enemigas, y después fue ya muy difícil renunciar a la frontera y difícil vivir en lugares en los que se hablase una sola lengua y en los que hubiese, en definitiva, un único e irrevocable poder (pues el poder está en la lengua, como dijo Gorgias y repitió Barthes). ¿Habíamos comprendido que el roce de unas lenguas con otras, además de producir chispas, nos da una dimensión más real, más contradictoria y más global de la vida? Posiblemente, porque ¿quién ignora ya que el español, en tanto que lengua universal, es una creación de todas las colectividades peninsulares y que de todas ellas se nutre, se nutrió y se nutrirá? Y es que una cosa es el castellano, lengua local y herrumbrosa como un viejo arado, y en la que escribieron, para su desgracia, muchos escritores de posguerra, y otra muy diferente el español, hasta el punto que es ya otra lengua, mastodóntica en grado sumo, que se alimenta de todas las de la Península y de las de ultramar, y en la que han escrito y escriben muchos autores latinoamericanos.

La gente de las fronteras ha aportado tanto a ese español de la aldea global como la del centro, pero además de eso la gente de las fronteras ha sabido conservar otras lenguas, más genuinamente suyas y tan ricas como la oficial. Matar esas lenguas sería perder más de la mitad de lo que somos y seremos, sería castramos todavía más.

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He hablado de varias cosas y de una: de la frontera, de la muerte en la frontera y de ese enrarecido smog fronterizo; y, sin embargo, uno vuelve a la frontera siempre, de la misma manera que uno vuelve al centro: "De las ciudades del sí a las ciudades del no", como diría Evtuchenko, "con los nervios tensos como cables" en más de una ocasión. No es una elección este oscilar permanente. Es algo más: la sospecha de que lo real está siempre diseminado, la sospecha de que la verdad es su propia y necesaria diseminación y de que bueno es apreciar las noches estrelladas del centro y el mar no menos estrellado de las fronteras, la lluvia del Cantábrico y del Mediterráneo y esas lenguas que a sus orillas luchan, y ese spleen, y ese ideal.

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