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Una encíclica que sabe a hierro

La última encíclica de Juan Pablo Il es una novedad en la historia de los textos papales sobre el Espíritu Santo que se han sucedido desde León XIIII. Fue una monja de Lucca (Italia), Elena Guerra, quien pidió al papa León XIII un documento sobre el Espíritu Santo. Considerado el principio de la vida mística, maestro interior de las almas, a medida que la dimensión mística de la Iglesia va siendo tenida en cuenta por la teología, abandonando una concepción simplemente social y autoritaria, el papel del Espíritu aumenta.El texto de Pío XII (1943), la Mystici corporis, que define a la Iglesia como cuerpo místico de Cristo, retorna a categorías no aristotélicas para expresar la unidad divino-humana que existe entre el Cristo y los creyentes y, potencialmente, entre Cristo y los hombres. El Espíritu Santo se expresa como alma de la Iglesia: es la metáfora que se corresponde con la del cuerpo, pero que aclara la dimensión interior del espíritu. Esta metáfora hace posible la comprensión de una acción del espíritu del Criso total (cabeza y miembros), más allá de sus límites visibles, las Iglesias.

La acción del Espíritu Santo entre los que están lejos, entre quienes no practican, los hostiles, se admite ahora fácilmente, precisamente porque, como alma, puede trascender los límites del cuerpo. También las metáforas tienen su utilidad. El Concilio cambia el lenguaje. En el lenguaje conciliar, Iglesia indica el misterio de la salvación en Dios: ésta toma ya el color del rostro de la Jerusalén celeste. La Iglesia, en el concilio Vaticano II, se interpreta a un mismo tiempo en su dimensión eterna y en la temporal. Para expresar específicamente lo temporal, el concilio redescubre una expresión veterotestamentaria: pueblo de Dios. Y el pueblo de Dios comprende, en círculos que van disminuyendo, a todos los católicos romanos, hasta los ateos...

Años luz separan a esta encíclica de Juan Pablo II de las de León, Pío y Pablo. Las primeras nos parecen -he de confesarlo como italiano- una dulce historia latina: una historia de noviciados, de seminarios... la teología la hacen los profesores de teología, que saben recoger, asimismo, el testimonio de los espirituales.

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Esta encíclica del Papa llegado del frío sabe a hierro. Nadie nunca antes había construido la teología del Espíritu Santo a partir del veto, en el que los evangelios sinópticos hablan de "pecado contra el Espíritu Santo" como de un pecado que no puede perdonarse. No conozco -sin duda por defecto mío- ningún tratado de teología del Espíritu Santo que se haya desarrollado a partir de este versículo de sentido dudoso para construir una teoría de la función del Espíritu. Y esto es precisamente lo que hace el Papa. Su pregunta fundamental sobre el Espíritu es: "¿Por qué la blasfemia contra el Espíritu Santo es imperdonable?"

El razonamiento que sigue a esto está claro: el hombre vive en una radical condición de pecado que su conciencia y la historia le manifiestan. El hombre debe reconocer que es pecador: y sólo puede hacerlo aceptando el don de la salvación que proviene de la cruz de Cristo. Una experiencia que se supone definible en términos universales unívocos y homólogos (el estado de pecado) se resuelve mediante la aceptación de un acontecimiento particular (la pasión salvífica de Cristo). No hay duda de que esta experiencia tiene su complejidad y que no puede ser considerada como evidencia inmediata para los hombres de este tiempo y de esta cultura.

Sea como fuere, la no evidencia de esta proposición (la universalidad del estado de pecado y la salvación en Cristo) es considerada por el Papa no como tal, sino como una simple construcción de una elección de la conciencia: la conciencia que rechaza la conversión. Así es como interviene el papel del Espíritu. Ésta atestigua la necesidad de la conversión a cada hombre, pero no es escuchado. El rechazo del Espíritu Santo y de la conversión se convierte así en el marcalíneas, del antirreino de Dios. Tras haber sido considerado como quien se saltaba las líneas de las Iglesias, es considerado ahora por el Papa como aquel que las señala eternamente: "La blasfemia contra el Espíritu Santo consiste en el rechazo radical de aceptar el perdón de los pecados, del cual aquél es el dispensador último. Sí Jesús dice que la blasfemia contra el Espíritu Santo no puede ser perdonada en esta vida ni en la futura es porque este no perdón está conectado, como a su causa, a la no-penitencia, es decir, al radical rechazo de arrepentirse". Así, el Espíritu se define por las palabras que el Papa llama de "no perdón".

Es evidente que un cambio semejante del papel del Espíritu Santo indica un giro que afecta a toda la figura de la doctrina. Efectivamente, en la perspectiva de Juan Pablo II la autoconciencia teológica del creyente se ve como algo necesariamente dominado por una determinada experiencia del pecado: y esta autoconciencia se ve como un horizonte que se ofrece auténticamente a cada experiencia humana como tal. Lo que es válido para el cristiano de Juan Pa

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blo II vale para el hombre en sí. El desconocimiento del propio estado de pecado y el rechazo de la salvación en Cristo hace que el hombre decaiga del estado de hombre. El Espíritu Santo es testigo del pecado de aquel a quien se dirige, cuando es rechazado: y ese pecado, precisamente porque va dirigido contra la conversión, es un pecado eterno, y arrebata al hombre su humanidad y su parte de divino.

Así pues, la lucha que se desarrolla en la historia es la lucha de dos ciudades. Una de ellas, la Iglesia, basada en el reconocimiento de la necesidad de conversión; la otra, la que rechaza la necesidad de conversión. Ambas ciudades son, al mismo tiempo, opciones históricas y eternas. Los temas son agustinianos, pero san Agustín afirmaba que las dos ciudades, la de Dios y la de los hombres, están mezcladas hasta el fin de los tiempos. Los signos las dividen (san Agustín veía en los signos del poder civil los emblemas de la ciudad mala), pero los corazones no se correspondían siempre con los signos. Se podía servir al Estado por amor y a la Iglesia por ambición, Juan Pablo II, en cambio, ve ambas ciudades como históricamente realizadas, una enfrentada a la otra. Han llegado los últimos tiempos. Ambas ciudades ya no son en parte visibles y en parte ocultas. Así, la ciudad del mal es definible. Y el Papa la define: "La resistencia que san Pablo subraya y define en la dimensión interior y objetiva como tensión, lucha y rebelión que se produce en el corazón humano, halla en la época moderna su dimensión exterior, concretándose, como sistema filosófico, como ideología, como programa de acción y de formación de comportamiento humanos. Encuentra en el materialismo su máxima expresión. El sistema que ha dado el máximo desarrollo y llevado a sus últimas consecuencias operativas esta forma de pensamiento, de ideología y de praxis es el materialismo dialéctico e histórico, que siguen reconociéndose todavía como esencia del marxismo".

Hay, pues, una novedad en la historia, que da un sentido distinto a las palabras de Pablo, un acontecimiento que entonces no se había verificado todavía, y que ahora se ha cumplido. El sistema del Este no es sólo una ideología desviadora, es un acontecimiento escatológico, es la revelación histórica del adversario. Aquí el pensamiento de Juan Pablo II se encuentra con el fundamentalísmo de los nuevos evangelicals estadounidenses, que, como Falwell, describen la historia presente como la batalla de Armagedón.

La condena efectuada por el Papa actual va mucho más allá que la de Pío XI contra el "comunismo ateo", al que se definía "intrínsecamente perverso". Lo que se atacaba era el aspecto religioso o moral del comunismo. Ahora, en cambio, éste asume una figura total, a la altura del milenio, y no es casualidad que el término del Apocalipsis milenio aparece muchas veces como cifra secreta en este discurso papal, preñado de esperanzas y tensiones que no constatamos en el sentido simple de las palabras de su anuncio. De todos modos, las consecuencias de esta toma de postura han de ser valoradas todavía a todos los niveles.

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