Legitimidad representativa y elecciones
Una exigencia inexcusable de la democracia representativa -calificativo que en el mundo actual no supone una opción, sino una necesidad que llamaríamos ontológica- es la indiscutibilidad de la legitimación de quienes hayan sido elegidos representantes durante todo el tiempo previsto para su mandato. Suele ser frecuente entre: nosotros que apenas iniciada la tarea de los órganos o cargos públicos representativos se aduzca una supuesta pérdida de confianza popular en quienes fue depositada al elegírseles. Esto suele ocurrir en todos los grados o estratificaciones sociales y políticas en los que rige la dirección, gestión y funcionamiento a través de la vía democrático representativa, ya se trate de tina sociedad privada, un colegio profesional, un sindicato o un claustro universitario. Pero la deficiencia es más acusada y tiene más trascendencia política cuando se refiere al Parlamento, y concretamente al Congreso, eje del régimen parlamentario.El papel de la oposición política, su función natural y positiva, es el de fiscalizar, criticar o censurar la labor de los vencedores en la contienda electoral que ejercen el control de responsabilidad. del Gobierno. Es desde luego legítimo que gracias a las posibilidades de alternativa de Gobierno en que se inspira la democracia ese papel se utilice como permanente afirmación de identidad, con vistas a sustituir en su día los que en una circunstancia concreta estén gobernando y gozan de mayoría parlamentaria.
Pero suele acontecer que al socaire de la posibilidad de alternativa se pretenda forzar los plazos constitucionalmente previstos, aprovechando cualquier ocasión de crítica a la labor gubernamental o legislativa, para instrumentar un presunto cambio de la opinión pública. Es perfectamente lícito y está salvaguardado por la Constitución y las leyes el que se produzcan campañas a través en los medios informativos y se celebren actos, reuniones y manifestaciones a veces incluso exitosas. En un país democrático esas expresiones de discrepancia deben ser respetadas y tenidas en cuenta. Pero también en todo país democrático debe prevalecer el criterio de que la valoración y cuantificación más verificable y decisiva por conocer el estado real de la opinión pública son las elecciones.
A la vista del número de elecciones que podían preverse -contando las autonómicas- se planteó en los pasillos del Senado constituyente con vistas a una o varias posibles enmiendas al proyecto de Constitución para sincronizar el mayor numero de elecciones posibles. No faltó. quien consideró preferible que todas se celebraran el mismo día -las generales, las autonómicas, las municipales y las sindicales-, y acentuando la carga de humor que de por sí entrañaba semejante sugerencia, añadía que también las de las juntas directivas del Real Madrid y del Barcelona FC. Claro está que la cosa no pasó de cotileo de lobbing, dicho sea en el sentido menor peyorativo de la expresión.
Es cierto que la multiplicidad de elecciones en plazos,cortos no deja de ofrecer sus inconvenientes, pero aparte de que las coincidencias a veces resulten casuales, el que durante un mandato legislativo del Parlamento naciónal la ciudadanía se ejercite en otras consultas electorales de diversa especie tiene un innegable valor en el orden a que nos estamos refiriendo: el de detectar con el único instrumento real y definitivamente democrático de la elección las oscilaciones que pueden ir operándose en la opinión pública a, lo largo del mandato legislativo general o estatal.
Pero esta verificación a través del sufragio ha de ser cuidadoSamente interpretada para considerarla como variable, pues cada operación electoral tiene su específica naturaleza, y no es ni acertado ni correcto trasvasar sin más el sentido del voto de cualquiera de las elecciones no generales a éstas. Yo diría que: las elecciones políticas propiamente dichas, las elecciones in nuce, son precisamente las generales. Los problemas locales o regionales, y aun mucho más los sindicales, están planteados y pueden ser resueltos en otros términos y desde otras perspectivas.
Es evidente que no se trata de mundos desiguales ni de votantes distintos, y también lo es que la operación electoral en términos nacionales tiene un valor, si no determinante, sí máximamente condicionador respecto a las otras; pero la diferncia, o al menos el matiz, existe. Aduciríamos múltiples ejemplos de países distintos al nuestro en Europa, y también podríamos hacerlo de nuestra propia experiencia.
Precisamente estamos en vísperas de poder iluminar la cuestión al coincidir las convocadas elecciones generales con las de la comunidad de mayor número de provincias y de más cuantioso cuerpo electoral. Dos hechos relativizan la cuestión: uno, que el predominio de una de las tendencias en lucha allí parece evidente; otro, que el nacionalismo andaluz como tal no es demasiado fuerte. No obstante pueden producirse datos significativos sociológicos y políticos. Habrá que ir afilando lápices o recargando bolígrafos.
Decíamos que es dudosamente democrático poner en tela de juicio la legitimidad de un mandato electoral mientras se esté ejerciendo.
Se me pueden replicar dos cosas: una a nivel genérico y doctrinal, y otra apuntando ir a la más directa y concreta coyuntura española. ¿Puede sin más impugnarse por antidemocrática toda reducción de un mandato representativo? Cuanto aquí digo ¿no supone un juicio contrario al acuerdo adoptado por el Gobierno actual español de disolver las Cortes y convocar elecciones generales?
Con respecto a lo primero está claro que la disolución generalmente está prevista en muchos casos como medio de zanjar conflictos constitucionales, resolver situaciones especialmente críticas -de imposible catalogación aquí- e incluso como fase de procesos constitucionalmente previstos. Tales son los casos de una desavenencia grave y continua entre Gobierno y Parlamento (más frecuentes cuando las mayorías no son homogéneas, ni,
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Viene de la pagina 13 en consecuencia, existe Gobierno monocolor); de una. marcada discrepancia entre un presidente y un Parlamento advenida generalmente cuando no están sincronizadas las elecciones de uno y otro (el caso francés actual puede desembocar en disolución); o de una modalidad de procedimiento en la reforma constitucional.
Pero estos supuestos son cosa distinta a lo que me estoy refiriendo, y no creo preciso exponer razones que resultan evidentes para cualquier lector mínimamente atento.
En lo que respecta a la segunda posible réplica podría aducir por lo pronto que la disolución por el Gobierno de un Parlamento no significa lógicamente la impugnación de la legitimidad democrática de la mayoría que lo sostiene, sino más bien todo lo contrario, pues no hay motivos para sospechar en estos casos que los Gobiernos abriguen propensiones a la autofagia. Sobre el particular podría decir mucho, aduciendo doctrinas y prácticas de Derecho Político comparado. Pero es que además la disolución que acaba de decretarse, más que interrupción drástica de la vida parlamentaria puede interpretarse como simple reajuste de fechas.
En una legislatura de cuatro años, adelantar algo más de tres meses las elecciones no convierte a éstas en anticipadas, salvo con una interpretación demasiado formal. El hecho de que en ese plazo se encuentre el verano, cuya natural atonía a nadie beneficia, hace aún más reducido el tiempo histórico-político o real que el meramente cuantitativo o cronológico.
No entro adrede en considerar las razones de estrategia política que han podido aconsejar el reajuste de fecha. Leo y oigo decir que existen motivaciones basadas en una serie de conveniencias para el Gobierno. No deben de ser muchas, porque pocas cosas nuevas e importantes es de prever que ocurran durante el estío; en todo caso no acertaría a comprender que se hubieran disuelto ambas Cámaras porque así el actual Gobierno se sentiría perjudicado. No lo comprendería ni en este Gobierno ni en ningún otro que no sea en verdad rigurosamente masoquista.
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