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Lecciones reales

Hace algunas semanas el Rey de España inauguró en Barcelona una réplica exacta de un pabellón diseñado hace tres generaciones por un arquitecto alemán que nació en el siglo XIX y lleva 17 años muerto. Este acontecimiento anodino en la agenda real contrasta de manera curiosa con el devastador ataque lanzado recientemente por el príncipe de Gales contra la arquitectura modernista y, en particular, contra una torre de oficinas del mismo arquitecto alemán difunto (en este caso, el pastiche de un proyecto de hace 30 años, que se construirá en la ciudad de Londres).Puede parecer irónico el hecho de que las mismas personas que se consideran la flor y nata del gusto progresivo y vanguardista hayan de convertirse en los principales defensores de una empresa tan retrógrada y claramente anacrónica.

A pesar del enérgico apoyo de figuras prominentes -desde sir John Summerson hasta James Stirling- el proyecto fue cancelacio por el seeretario del Medio Ambiente después de un largo y acaloracio debate público. Sin duda, el pronunciamiento del príncipe de Gales tuvo una influencia decisiva, en buena parte, porque expresaba la creencia de un amplio sector de la opinión pública de que una serie de elegantes edificios, calles y zonas victorianas son piezas urbanísticas y arquitectónicas infinitamente preferibles a lo que algunos expertos llarrian -paradójicamente.- "una obra maestra de nuestro tiempo" (un error de apreciación que, por cierto, es tan grande como considerar que un edificio estilo regencia es una obra maestra victoriana).

Esta decisión británica marca. un giro simbólico en la vieja lucha entre tradicionalistas (con servacioni stas) y modernistas (progresivos). Sobre todo, muestra que los 50 años de tiránico reinado del modernismo pueden estar llegando a su fin.

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El establishment modernista denuncia, el resultado de este de bate en Londrescomo "escandaloso, cínico, tímido y reaccionario". ImpIican que la decisión no se tomó basándose en la razón y el julcio sensato, sino en toda clase de temores: temor a la no vedad, a la opinión pública, al lobby conservacionista y temor a oponerse al pronunciamiento del futuro monarca. Interpretan lo sucedido como otra manifestación más de la falta de voluntad del Reino Unido para afrontar el futuro. De hecho, prefieren olvidar que el público acoge entusiásticamente las innovaciones siempre y cuando pueda ver en ellas alguna ventaja.

Quinlan Terry alega que el término "no deteriorados" no se aplica sólo a paisajes sin edificios, sino solamente a paisajes sin edificios modernistas. En esta matización está implícita -correctamente, a mi entender- la convicción de que los edificios tradicionales potencian los paisajes y las ciudades, en lugar de deteriorarlos.

Las ciudades -y los paisajes- son, efectivamente, la realización tangible de los valores espirituales y materiales de una civilización.

En los paises industriales avanzados, podemos afirmar -de una manera bastante general- que la planificación urbana y la arquitectura modernistas son actualmente sinónimos de desastre ecológico y cultural: de hecho, han sido nefastas para el mantenimiento de las viviendas, de las ciudades e incluso del campo.

Si el propósito supremo de la arquitectura es construir y mantener un mundo bello y humano -un hogar que las gentes ámen, cuiden y puedan añorar, un lugar del que estén orgullosas de proceder y del que se sientan parte-, el modernismo difícilimente podrá ser acusado de exceso de celo arquitectónico o siquiera patriótico.

Actualmente, la idea misma de belleza no deteriorada o el concepto de hogar sólo sobreviven en aquellos lugares en los que el modernismo no ha establecido su imperio.

Hasta el momento, los arquitectos se niegan aentender la profunda significación del deseo del público de tener algo que decir en las decisiones de planeamiento del. medio ambiente. En mi opinión, este deseó público representa esencialmente un voto de censura a los principios, las realizaciones y, por ende, la legitimidad de la arquitectura modernista.

Lamentablemente, nuestro mundo ya está muy seriamente herido por estructuras abstractas, desmesuradas, torpes y -debo decirlo- modernas, que nunca lograrán ganar nuestro afecto.

Cincuenta años de arquitectura modernista y 2.000 años de arquitectura tradicional se hallan ahora ante nuestros ojos para ser comparados y juzgados. Hace tan Sólo medio siglo, los movimientos modernos proclamaron arrogantemente que tenían a su alcance la solución final a todos los problemas del medio ambiente y del arte: en su propio triunfo mundial, casi han logrado demostrar que, sin los paisajes, edificios, ciudades y valores tradicionales, nuestro planeta podría ser una pesadilla global.

Sevilla, por ejemplo, ya no sería Sevilla si sus casas, palacios y monumentos tradicionales fuesen sustituidos por otros de estilo modernista. Si, por el contrario, todos sus edificios y bloques modernos fueran reemplazados por otros de estilo tradicional, la ciudad no perclería ninguna de sus cualidades y, simplemente, ganaría en belleza.

Hay muy pocas cosas que salvar del modernismo.

El, modernismo es casi la negación de todas las ideas y valores que han hecho importante y necesaria la arquitectura... Es una arquitectura sin tejados, sin paredes, sin columnas, sin arcos, sin ventanas, sin plazas ni calles, sin individualidad ni decoración, sin artesanía, sin grandeza, sin monumentalidad; ¡sin historia ni tradición! Resulta casi lógico que el próximo paso sea negar todas estas negaciones.

Para los españoles, es bastante difícil de entender el amplio resentimiento que existe en el Reino Unido contra los arquitectos y los planificadores urbanos. Pese a que la arquitectura de Benidorm o la de la zona de Azca de Madrid es, probablemente, tan poco placentera y tan fea como la de Thamesmead o la de London- Barbican, la adopción del urbanismo moderno ha sido una excepción en España, donde las ampliaciones de las ciudades llevadas a término en la posguerra se realizaron generalmente de acuerdo con los modelos de Ensanche del siglo XIX. Los resultados son poco atractivos, pero no son ni mucho menos tar. inhumanos y alienantes como las zonas de viviendas de construcción pública o los planes de renovación urbana radicales que hani devastado los centros históricos de la mayoría de las ciudades inglesas.

A todos cuantos estén implicados en el diseño y renovación de las ciudades españolas y que consideren demasiacio alarmistas mis opiniones les recomiendo que emprendan -individualmente y sin las comodidades o la protección de una invitación oficial- un recorrido por las nuevas ciudades inglesas y que pregunten sobre el terreno a los habitantes de los polígonos de viviendas; les recomiendo que caminen durante unos cuantos días por los páramos en que se han convertido los centros de Birmingham, Liverpool, Glasgow o Manchester. Puedo asegurarles que comprenderán rápidamente las objeciones del príncipe Carlos contra la avidez y la arrogante necedad de todo el experimento modernista.

En todas las democracias avanzadas existe -irónicamente- una mayor empatía popular hacia el arte aristocrático que hacia el arte popular. El abismo que separa el pensamiento burocrático y las tendencias vanguardistas del gusto popular es, hoy por hoy, infranqueable. Quienes acusan al príncipe de Gales de demagogia olvidan deliberadamente que en las culturas tradicionales no hay contradicción entre alta cultura o arte y arte popular; las diferencias son meramente de calidad y refinamiento, no de tipo y contenido. De ahí la, simpatía y alivio con que mucha gente ha acogido la intervencilón del príncipe en urbanismo y arquitectura. Después de años de experimentos catastróficos, creo que es necesario y urgente el retorno a los principios perennes de la arquitectura y el urbanismo e -igualmente importante- el regreso de la estética y las técnicas específicas que dieron origen a los espléndidos y únicos lugares históricos de España.

Estoy convencido de que esto corresponde a los deseos de un amplio sector de opinión demo,crática. Para permitir la pluralidad de convicciones y disciplinas, las elites profesionales tienen que abandonar sus tradicionales prejuicios modernistas y su intolerancia y han de permitir que se les conceda a la arquitectura y a las escuelas tradicionales la adecuada protección, respeto y promoción.

La competencía democrática debe aún abrirse camino en el mundo de las bellas artes y la arquitectura.

En mi opinión, los mayores logros de la arquitectura española del siglo XX no son los difundidos excesos de un Gaudí o los gulags del GATEPAC y sus seguidores, sino más bien el vasto programa de cimentaciones, conservaciones, restauraciones y reconstrucciones tradicionales emprendido después de la guerra civil. Este admirable esfuerzo cultural trascendió todas las motivaciones políticas más inmediatas y restituyó al conjunto de la nación española una parte esencial de su perdurable identidad urbana, social y arquitectónica, contribuyendo a curar sus terribles heridas.

Más recientemente, la reconstrucción del centro histórico de Fuenterrabía, por Manuel Manzano Monís; la manzana de San Ángel en Jerez de la Frontera, por Rafael Manzano-Martos; el Ayuntamiento de Segura, por José Ignacio Linazasoro, pero también los valientes trabajos de restauración emprendidos por el Ayuntamiento de Madrid y muchas otras obras son rayos de esperanza en medio de una actividad constructora confusa y caótica.

Y, para volver al lugar del que partí, me atrevo a expresar la esperanza de que el Pueblo Español de Barcelona sea pronto considerado como más relevante para el futuro de la arquitectura española que el pabellón alemán que usurpa de modo tan insolente un espacio próximo.

Leon Krier es arquitecto, nació en Luxemburgo hace 40 años y vive en Londres. En 1978 publicó el libro La reconstrucción de la ciudad europea.

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