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Tribuna
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Hacer el amor posmoderno

En la general confusión creada en torno a los términos moderno y posmoderno, personalmente mantengo una posición muy clara. La posmodernidad se incuba en Nietzsche como respuesta a la modernidad burguesa y capitalista; por tanto, tiene ya un siglo de existencia. Otra cosa es la puesta en escena que la posmodernidad ha realizado en nuestras calles y en los pubs, y que, se mire como se mire, no es; sino un reflejo tardío y melancólico de la audaz crítica posmodernista.En esta ocasión no quiero discutir los contenidos de la posmodernidad, ni la datación, ni mucho menos las razones de su fracaso final. Quiero detenerme en un tema concreto que aún no ha sido tocado por la polémica: la manera posmoderna de vivenciar el amor y sus diferencias con lo propiamente moderno.

En el idealismo moderno -positivo o romántico; burgués, en fin-, el varón procura encarnar la actividad, es él quien propone y quien verdaderamente ejecuta el acto, según los dictados de su imaginación (forma embrionaria de la razón). Era el varón el protagonista efectivo; en lenguaje nietzscheano, un apolíneo, el máximo representante olímpico, un colega de los dioses.

En este convertir el hacer el amor en una exhibición olímpica, la parte femenina se convierte en el elemento complementario y dionisiaco, es decir, pasa a ser la portadora de lo mistérico y de lo embriagador. La mayoría de las historias de amor del siglo XIX caben dentro de este paradigma, es decir, de lo que podía llamarse la victoria de Apolo.

Pero a medida que avanza el siglo XIX se extiende la onda revolucionaria antiburguesa, que se detecta en Nietzsche de manera manifiesta y que socialmente podemol ver reflejada tanto en los grandes comb en los pequeños cambios, desde el gran capitalismo a la vida cotidiana. La cultura se sexualiza, y, en su conjunto, ésta no es sino una metáfora de la conducta sexual. (No hay que asustarse, demasiado de esta afirmación, ya que continúa siendo cierta, aunque en sus más oficiales manifestaciones se disfrace de eros vergonzante).

Hay que precisar que el acto del amor no sólo necesita de la bifurcación en dos seres diferentes, sino del injerto de una metáfora metafísica. No todo es juego entre dos anatomías; consciente o inconscientemente, hay también un combate símbólico que subyace al acto físico del amor: los amantes no se abrazan en el vacío, lo hacen entre el cielo y la tierra (o el infierno) y, sobre todo, reposando necesariamente en las sabanillas de una tradición teológica. Lo que sucede es que el combate simbólico es muy complejo, y los campos pueden cambiar, como han cambiado de lo moderno a lo posmoderno. Precisando lo que acabo de decir: en lo posmoderno, los sexos se cambiaron; lo masculino tomó cualidades antaño femeninas, y viceversa, lo que permite comprender que no haya una metafísica permanente del sexo, como al machista le gustaría que hubiera.

Y si yamos más allá del hundimiento del posmodernismo que estamos viviendo, aparecen curiosos fenómenos. Desde un feminismo de la igualación llega a proponerse el acto de amor entre dos seres igualmente apolíneos o igualmente dionisiacos, lo que convierte la complementación en una superfetación inestable. Pero desde el otro feminismo, el de la diferencia, se sostiene el intercambio ocasional, y sin reglas (prejuicios) en cuanto a roles y símbolos. Esto crea incentivos, sorpresas, pero también, eventualmente, angustias.

Lo que es evidente es que el protagonismo dionisiaco posmoderno se ha hundido, y con él una detestable forma de machismo. Pero también hay que reconocer que la pareja tendrá que pagar un alto precio por la liberación: será mucho menos resistente a la neurosis. Y en eso estamos. Ni el macho apolíneo ni el macho dionisiaco tienen ya la palabra, pero mientras el deseo pugne por ser inmortal, alguien tendrá que hablar. No será fácil, y en lo sucesivo, hacer el amor supondrá embarcarse en una metafísica peligrosa, aunque quizá el riesgo merezca la pena.

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