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Un momento crítico para la democracia

El gran problema de todos los ensayos democráticos habidos en España ha sido la no aceptación sincera del principio de la soberanía popular, asegura el autor de este artículo, en el que realiza varias reflexiones a propósito del referéndum sobre la permanencia de España en la OTAN.

Los españoles hemos sido siempre gente de partido antes que demócratas. No es que eso sea exclusivo de nuestro país, pero aquí el vicio está exacerbado. Basta una somera Ojeada a nuestra historia desde las Cortes de Cádiz para comprobarlo. El interés del Estado se confunde en todas partes con el gusto propio. Por eso no está de más empezar esta valoración con unas consideraciones sobre la democracia.El bien y el mal políticos no son valores absolutos e indeclinables. Hablando en términos generales, en la democracia lo bueno y lo malo se mide en relación con la voluntad del pueblo soberano. Esto, tan difícil de digerir por los espíritus totalitarios, lo expuso Aristóteles con claridad que no ha sido nunca rebatida. Decía él que el peor sistema de gobierno es la democracia, y el mejor, la aristocracia (gobierno de los mejores), pero "como no ha existido, existe ni puede existir una sociedad capaz de seleccionar y elevar al poder a los mejores", el verdadero dilema que se nos presenta es entre la mediocridad de la mayoría (que incomodaba a Ortega) y la mediocridad (cuando no tunantería) de unos pocos. Por eso, según Aristóteles, en la práctica se invierten los valores y 1a democracia resulta el mejor sistema político". En Aristóteles se inspiró una de las más célebres frases de Churchill ("El peor sistema, excluyendo todos los demás").

Pues bien, el gran problema de todos los ensayos democráticos habidos en España ha sido la no aceptación sincera del principio de la soberanía popular. Ya Cánovas sembró el germen de descomposición de nuestra moderna democracia al instaurar una especie de remedo del sistema inglés, desde el menosprecio (e incluso desprecio) de la voluntad del pueblo. Se trataba de parecer y no ser. Así ocurrió hasta Primo de Rivera, y así siguió ocurriendo en la segunda República, cuyos prohombres se mostraron incapaces de practicar la convivencia democrática.

He hecho a veces una distinción entre demócratas sinceros y verdaderos. Una de las más importantes diferencias entre la sinceridad y la veracidad democráticas está en la clara percepción de que quien ostenta la soberanía es el pueblo (no el Parlamento u otras instituciones). He aquí algo que parecen entender muy bien hombres tan criticados como el presidente Reagan. Con todos sus defectos (presuntos y reales), él no tiene inconveniente en cambiar de actitud cuando la que adoptó inicialmente tropieza con los deseos del pueblo americano. Esto es algo que aún no hemos aprendido a hacer en España, que para algunos sigue siendo el país del trágala. Si la confusión de conceptos;, principios y obligaciones morales que se ha manifestado con motivo de la campaña sirve de acicate para esclarecer la idea de democracia, y hacer comprender a muchos que no es una dictadura de elegidos por el pueblo, sino un sistema en el que se escoge a los que se supone capaces, de seguir conectados con el pueblo y servirle, disminuirán algunos de los importantes peligros que laten bajo una aparente tranquilidad. Porque la democracia española no está históricamente consolidada, como los seguidores de apariencias gustan de creer cada vez que se produce una calma circunstancial. ¿Qué facción política ha matizado suficientemente su postura desde la consideración del hecho trascendental de que la opinión pública estaba visiblemente dividida y de que el trágala innecesario es la antesala de la irreconciliabilidad ibérica? ¿No fue, quizá inadvertidamente, la forma de ingreso en la NATO un trágala digno del siglo XIX? Las enfermedades atávicas de una nación no desaparecen por arte de magia. Necesitan una cura más o menos larga.

Creo que el referéndum, por haber puesto en evidencia que subsisten ciertos males crónicos de nuestra nación, puede actuar como trauma medicamentoso que ayude a centrar a la clase política en su verdadero lugar, lo que significa dar un paso esencial en la consolidación de una democracia aún no curtida. Y si lo que interesa de la historia son los grandes cambios de la sociedad y sus causas antes que las tensiones secuela de esos cambios, la posible contribución indirecta del referéndum a la consolidación de la democracia española puede ser mucho más importante que lo que se ha votado (la continuación en una alianza). Por eso no quiero centrar mis primeros comentarios en la casuística que divide, sino en lo trascendente que une. En principio, del referéndum y sus resultados se deben dar por satisfechos todos los españoles, ganadores y perdedores. Es que pretender que la división disminuya, aunque sólo sea porque la mayoría de los humanos tiende a asimilar lo irremediable, pero tampoco sería de desear que un exceso de unanimidad dejara a España sin espíritu crítico. Las naciones con visión monolítica de los problemas no son tan admirables como algunos creen. ¿Cómo puede ser admirable una nación sin conciencia? También se pueden mostrar contentos los políticos occidentales que manifestaban preocupación, sin comprender el principal problema de nuestro pueblo.

La mejor contribución que España puede hacer a la defensa de Occidente frente al más importante peligro que le amenaza (que no es el militar, sino el político ideológico, principalmente por autodestrucción) no estaba en juego en la votación, porque esa contribución no es la aceptación más o menos mayoritaria de una alianza, sino la consolidación de su democracia. ¿O es que Occidente, en cuanto defendible contraposición de lo que haya en el este de Europa, se defiende mejor de la verdadera amenaza posponiendo la democracia a la defensa militar? Cuando la Alianza (o al menos su socio principal) apoyó incondicionalmente al régimen de los coroneles griegos, oponiéndose a la restauración democrática, al menos se equivocaba.

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Digno de ser defendido

Lo primero, antes de hablar de defensa, es la seguridad de que lo que se defiende es digno de ser defendido. Después, hablando de defensa, conviene recordar algo que los políticos olvidan con frecuencia. A la hora de la verdad, no son las alianzas, sino los sentimientos de las naciones, lo que cuenta. Como es sabido, elpueblo español, que se opuso rabiosamente a Napoleón, desoyendo a sus dirigentes políticos y militares (y enfrentándose con ellos), no mucho después se dejó invadir sin resistencia por un ejército (los cien mil hijos de San Luis), pequeño, malo e indisciplinado. Hay una gran falta de realismo trascendente en las valoraciones que se hacen de lo que se jugaba en el referéndum. Y para los que (con menosprecio de los pueblos) digan que ésta no es la época de Napoleón, convendrá recordar que en Vietnam un pueblo débil se enfrentó con éxito al más poderoso del inundo.

Naturalmente, el futuro no está escrito, pero si empezamos a comprender que el principal deber de la política es prestar atención a (y respetar) la voluntad del pueblo español (en este caso, ni unánime ni, irreversible), se pueden derivar grandes beneficios para España. También, de rebote, para Occidente y para la humanidad. Esa voluntad, con la que tanto se ha jugado al equívoco, constituye el más constructivo de los retos que se presentan al gobernante. Es muy fácil gobernar, sintiéndose genio y dominador del Estado, cuando se prescinde de ese reto. Es muy cómodo tirar la toalla para no enfrentarse con él. En el fondo, la política exterior que algunos proponen (o la forma en que la proponen) es la más cómoda, y lo cómodo suele ser engañoso.

Nuestro problema no es, como ha dicho y se decía en el anterior régimen, estar presentes en todos los foros internacionales (aunque sea de comparsas), sino dirigir nuestro propio destino, dentro de los límites de nuestras fuerzas y posibilidades. Eso obliga a decir, por ejemplo, a nuestros buenos amigos alemanes que la amistad y comunidad de intereses de cierto tipo no hacen (ni aun dentro de la misma organización defensiva) que los deseos y necesidades del pueblo español coincidan con los suyos, como tampoco coinciden con los franceses. En cuanto a nuestros amigos norteamericanos, hay que empeñarse en mostrarles que, contra lo que parecen opinar algunas influyentes personalidades de allí (Kirkpatrik, Kissinger), los amigos, como los demócratas, lo son más cuando son verdaderos que cuando son sinceros. Porque la sinceridad puede estar movida por el interés (a veces mezquino) y cambiar de rumbo con él y la verdad no cambia. Nuestra amistad con Norteamérica se fortalece cuando tratamos de parecernos a los americanos en lo que merecen ser imitados: en la libertad que garantiza su Constitución y se niega en los países del Este. Hay que hacer ver a todos los miembros de la Comunidad Europea que: nuestra solidaridad no la identificamos con los porcentajes de asentamiento o rechazo de un pacto que cada pactante (Francia, República Federal de Alemania, Noruega, Reino Unido) ver con ojos distintos, sino con el grado de veracidad que ofrece nuestra democracia. Si la experiencia del referéndum la llevamos más allá de la casuística inmediata, si somos capaces de aprovecharla, nuestra política exterior puede aumentar en importancia y adquirir esa personalidad propia que unos piden y otros ofrecen, quizá sin comprender del todo que lo que piden y ofrecen se llama soberanía. Esto es, en mi opinión, lo que España tiene derecho a esperar de sus dirigentes.

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