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De Francfort a Hollywood

Hasta hace muy poco tiempo, la teoría crítica era el exacto negativo de la mitología dominante: una decía que en el fondo de todo lo sublime está lo bajo; la otra, que detrás de lo más bajo late siempre la belleza y el amor. A la cosmética de la industria cultural se opoonía la desmitificación de la teoría crítica que desde Marx y Freud había aprendido de los intereses, de los complejos y frustraciones que latían en el fondo de los sentimientos y las ideas (aparentemente) más excelsos.Hollywood nos mostraba cómo, por encima, de los turbios manejos del mundo de la política o los negocios estaba -y triunfaba- siempre el "¡qué bello es vivir!" de algún James Stewart ingenue, y sentimental. La Escuela de Francfort, corría a advertimos que todo no era sino una psicología en blanco y negro diseñada para propiciar el conformismo y el carácter oral para mantener la ponderada mezcla de agresividad y dependencia que el sistema capitalista necesita, para crear la ilusión de que el sujeto puede romper siempre la armadura del egoísmo o de la presión social que lo atenazan.

Adorno fue el primer gran inquisidor de estos espejismos que confirmaban y hacían soportable la indigencia colectiva, de esas quimeras al celuloide con las que se camuflaba y confirmaba la jungla de asfalto. Se trataba, siempre según Adorno, de dispositivos expresamente diseñados por la gran fábrica de sueños para dosificar la experiencia individual y mistificar la realidad social. El filósofo crítico estaba llamado a hacer añicos este escenario alucinatorio para mostrarnos los oscuros intereses e intenciones a que respondían.

Hoy, Adorno es uno de los más recientes descubrimientos de Hollywood. Lo que él denunciaba se encarga ahora Hollywood de mostrarlo y comercializarlo. "Hágase la luz", había dicho Adorno, y Hollywood se apresura ahora a encender los focos para deslumbrar con aquello mismo que Adorno quería iluminar, para explotar lo que él pretendía desenmascaramos.

Desde Dallas, Falcon Crest, Dinastía y Mujeres de Hollywood, la denuncia se transforma así en un nuevo mecanismo de seducción. Las cuatro ciudades se disputan ahora la capitalidad del mal, el monopolio del cinismo, el liderazgo en los sucios manejos sobre los que se levanta el mundo glamuroso de los negocios, la política o el cine.

Ahora no le bastan ya a Hollywood los ambientes sórdidos de Nueva York, la Mafia y los bajos fondos de una serie negra que se limitaba a mostrarnos lo negro de lo ya oscuro. El nuevo mercado, educado al parecer por Marx y Freud, exige ahora el descubrimiento de lo negro en lo rosado, de la realidad siniestra en la apariencia exquisita. Como había dicho Wittgenstein de la filosofía, "ahora no se trata ya de separar lo duro de lo blando, sino de encontrar lo duro en lo blando". De ahí que también los telefilmes nos muestren ahora lo malo en lo bueno, o alternativamente, como en Rambo o Manhattan Sur, lo bueno en lo malo.

No sé si es cierto que, como decía Dom Aminado, los alemanes sean capaces de transformar en proyectil la misma piedra filosofal. Pero sí está claro, por lo menos, que los americanos han sabido recuperar para su arte la mismísima teoría que denunciaba sus perversos mecanismos de manipulación ideológica. ¿Pero vamos a creer realmente que es de esta teoría que aprendió Hollywood la existencia de un estupendo mercado para toda clase de desvelamientos y desmitificaciones? En realidad, el gusto por descubrir el lado oculto y oscuro de lo más respetable -el rey, el ministro, el Papa- forma parte de un imaginario popular del que se alimenta esta teoría: a él debe también la mayor parte de su éxito. ¿No era la propia Escuela de Francfort, la que había insistido en que las ideas sólo triunfan cuando tienen una mitología que las sostiene, una pasión de la que se nutren y un interés al que sirven?

Mucho antes de que el psicoanálisis o el marxismo dieran un estatuto teórico al fisgoneo, encontramos en las fiestas y proverbios populares esta misma pasión por "airear los trapos", por "poner las situaciones al desnudo", por mostrar que "todo eso, en el fondo del fondo, no es más que..." El noeud de vipères en el corazón del Tálamo o del Monasterio, lo sórdido como verdad de lo excelso, lo obsceno detrás de lo escénico: he ahí la mitología ancestral con la que empalma directamente nuestra filosofía crítica. Y he aquí también el único modo de acabar de cumplir el proceso por ella emprendido: entendiéndola en el contexto de la mitología crítica de que surge. Así es como somos fieles a ella: aplicándole su propia medicina, digo su propia metodología.

Pues convenía sin duda empezar por desmitologizar el galán de cine, pero el trabajo no podía terminar sin hacerlo a su vez con el galán de la desmitificación que tomaba así su puesto. Ese galán, corno se sabe, era y sigue siendo el intelectual crítico: aquel que se piensa otro, que se cree saber lo que a los otros sólo les pasa, y que desde su supuesta inmunidad va sentenciando sobre las plagas de alienación o manipulación que a los demás afligen.

Desmitificar a este intelectual no quiere decir, sin embargo, dejar de hacerle caso. Al contrario. Se trata de atender mejor y más críticamente a su propio discurso crítico. Atenderlo hasta entenderlo. No tomarlo ya corno algo que supera, trasciende y explica la mitología de su tribu, sino como un ingrediente de la misma: como uno más de los ecos en los que la Verdad nos apela, como otro de los reflejos desde los que nos hace uno de sus innumerables y equívocos guiños.

El propio intelectual no habrá cumplido su curso hasta que, en su "batalla por la lucidez", no empiece apercibirse a sí mismo componiendo o formando) sistema con el objeto de su :análisis crítico: como una muestra de lo que analiza, como un síntoma de lo que describe. Sólo entonces no se sorprenderá cuando vea que la industria o la política aprovechan lo que él denunciaba. A estas alturas ya sabrá que él mismo es tan mítico como la opinión pública, tan partido como los partidos, tan de cine como las películas. Y al saberlo acabará de cumplir su última y definitiva obligación. Al fin y al cabo, su propio papel de evitar los tópicos y denunciar los prejuicios le exige ante todo, no ser dupa de sí mismo: no trarse el pego ni tragarse su propio anzuelo.

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