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Maldición

El guión suele ser de distinto género, varían los actores secundarios, los efectos especiales son inéditos y para disimular cambian astutamente el título de la película, pero al final de la intriga, cuando en la pantalla surge el rótulo de The End, el asesino siempre es el mismo y el desenlace idéntico. Ocurra lo que ocurra en este país, la narración acaba fatalmente en esa secuencia mil veces vista en la que exigen la cabeza de Calviño. Es una maldición bíblica. Mejor dicho, es como en esas tribus primitivas instaladas en el ciclo del eterno retorno, cuyos relatos sagrados se muerden la cola como una pesadilla. Empiezan por el ritual Erase una vez y nunca logran terminar porque las postrimerías de la historia remiten invariablemente al primer enunciado, y vuelta a empezar.Resurge la utopía de sus cenizas posmodernas, el país se divide por tres, los ideólogos que no hace mucho teorizaban de los medios de producción hablan ahora de los medios de destrucción con semejante entusiasmo revolucionario, comparan marzo del 86 con mayo del 68, irrumpen nuevos cristos por las plazas y mercados, los tibios despiertan, los hermanos se separan y los cojos danzan en manifestación. Se arma un cirio de mucho cuidado y cuando los síntomas anuncian que: puede ocurrir algo nuevo los enardecidos concluyen que aquí es imposible asaltar el Palacio de Invierno si antes no expulsan a Calviño de la Bastilla. O al revés. Con esta pantalla no es posible la batalla, repiten indignados los unos y los otros mientras enrollan las pancartas y dan portazo al consenso.

Al final de la utopía, por lo visto, todo se reduce a unos minutos de televisión, a la célebre encerrona de una entrevista. intolerable, a esos masajes gubernamentales plagiados de la publicidad de los masajes faciales, a chupar o no chupar cámara. En otros tiempos se trataba de cambiar el mundo, pero ahora de cambiar a Calviño. Mientras los personajes de Woody Allen salen de la pantalla, nuestros políticos dicen que sólo pueden trabajar y transformar lo real si entran en la pantalla. Han convertido la revolución en un asunto de programación.

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