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Ética y neutralidad

La preponderancia entre nosotros del discurso ético-filosófico de la política no tiene quizá otra explicación que la miseria del propio discurso elaborado por los políticos. Incluso cuando se muestran hábiles en el manejo de las situaciones nuestros primeros políticos brillan por la carencia de eso que Azaña definió como un pensamiento central que organice el ejercicio del poder. De ahí que al vaciarse de su anterior discurso ideológico transmitan una sensación de pragmatismo a veces errático y en ocasiones determinado por fuerzas incontrolables a las que someten sus más íntimas convicciones. Penuria de ideas y torpeza de expresión -por seguir con Azaña- es lo que caracteriza el lenguaje de los dirigentes políticos españoles.De ambas cosas andan sobrados filósofos y moralistas. Así que han decidido ocupar un terreno tan gentilmente cedido por quienes creen que la palabra no es ya -sólo la imagen- una fuerza política. La estrategia de los profesores de ética ha consistido en hablar como si la realidad del poder careciese de materialidad, como si se tratase de una representación, y en sustituir luego el análisis de lo concreto histórico-material por una invocación a los valores morales. Erigidos en poseedores de la razón y maestros de la ética, están en condiciones de dominar la historia y administrar consejos para su mejor conducción.

Ninguna ocasión mejor que ésta de la OTAN, servida en bandeja por el partido en el poder. Nadie de entre los más ilustres profesores ha dejado de amonestar, como era previsible, al Gobierno. Éste, echándole en cara sus evidentes fracasos en terrenos que nada tienen que ver con política exterior o argumentando su no con el despropósito de que dentro de 20 años no habrá OTAN ni Pacto de Varsovia; aquél, evocando la no beligerancia de Franco y recordando que la ética está del lado de la neutralidad.

A no ser que se tenga enfrente a los nazis o a un poder de similar catadura -lo que a veces ocurre-, nadie en su sano juicio puede estar contra la paz y la neutralidad. Lo inquietante, sin embargo, es que tales valores se defiendan sobre unos supuestos históricamente falsos y unas afirmaciones falaces. De los primeros, el más llamativo es el que asegura la tradición neutral del Estado español. De las segundas, merece quizá destacarse la que identifica abstractamente neutralidad con ética y alianza con política, como si valores éticos y políticos habitasen espacios contradictorios.

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Que España haya sido en su historia reciente un Estado neutral es sencillamente falso. Hasta 1898 la política exterior española estuvo repleta de costosas averituras que concluyeron -de nuevo Azaña- "en puros desastres o en dispendios estériles de vidas y haciendas". A partir del 98, hundida en una miseria interior que la empujó a un espanto de guerra civil con abundante intervención extranjera, los españoles confundieron "la neutralidad a todo trance con la menor cantidad de política exterior que podía hacerse". De modoque hasta 1936 sería preciso hablar no ya de neutralidad, sino de desastre e impotencia exterior, clue no es exactamente lo mismo.

Evocar, para el período siguiente, la política exterior de Franco como ejemplo del que podría obtener el actual Gobierno una lección de ética constituye una irritante torpeza. Desde el mismo día en que comenzó la, rebelión militar Franco solicitó la intervención directa, en suelo español de fuerzas alemanas e italianas, mientras a la República se le obligaba a pagar bien alto el precio de la neuralidad británica y del pacifisrno francés. Naturalmente, es para sonreír

que se proclame el valor ético de la no beligerancia ante el nazismo, pero lo grave es que al afirmarse tal valor se ignora que el estatuto de no beligerante fue la única fórmula que encontró Franco para salir de la neutralidad sin enojar a los británicos. La historia posterior hasta nuestros días es bien conocida, aunque se salta sobre ella como si no existiese, como si no hubiera producido efectos duraderos: España entró, por la estrecha puerta del pacto bilateral, en el sistema militar del Atlántico norte.

Y ahí es donde estamos. Pedir que se abandone ese sistema no cuesta nada: basta decir OTAN no, bases fuera. Cualquiera puede decirlo. Pero es simplemente inaceptable pretender que ésa sea la opción ética frente a su contraria, que sería así la opción política. La neutralidad es también una opción política que vale lo que valgan sus efectos políticos y no su abstracta fidelidad a unos valores éticos. A los belgas les valió su neutralidad lo mismo que a los franceses su pacifismo: un lustro de dominación nazi, que se habría eternizado si una potencia atlántica no hubiera roto por segunda vez su tradición neutral y entrado en guerra contra Alemania. ¿Quiénes, si se puede saber, fueron entonces más éticos, los neutrales o los beligerantes?

Negar a la neutralidad un presunto valor ético superior no significa atribuírselo sin más a cualquiera de las otras opciones posibles. Pretende tan sólo llevar al terreno que le es propio la discusión sobre decisiones políticas. Y aunque produzca sonrojo decirlo, ese terreno es el de los valores políticos y no el de una ética abstracta. Lo que ocurre es que no puede surgir una verdadera discusión política si no se analizan en público los determinantes materiales, históricos, de una decisión y los escenarios de sus posibles efectos. Ejercicio por demás inexcusable en una democracia, el Gobierno recoge ahora, con esta eclosión de demagogia filosófica, los efectos de su renuncia a la palabra política y de su sustitución por el vacío de pensamiento. Es buena ocasión, clama otro filósofo, de hacérselo pagar.

Pero lo que la socidad y el Estado español se juegan en esta desgraciada historia del referéndum es excesivo para pasar, con este motivo, la cuenta que cada cual tiene pendiente con el Gobierno. Los Estados europeos, tal como hoy existen, son inconcebibles sin la obligada renuncia a los mitos de la indepediencia y soberanía nacional, al aislamiento, al fanatismo y la exaltación nacionalista. Francia y Alemania, el Reino Unido e Italia, ayer en guerra, son hoy lo que son porque han integrado sus economías y sus mercados, porque han establecido las bases de una incipiente unidad política, porque han multiplicado sus intercambios culturales. También, y no en último lugar, porque han edificado un sistema colectivo de defensa. Quizá los profesores de ética podrían preguntarse si acaso la vigencia de valores políticos tales como el fin de las guerras europeas, la seguridad de fronteras, las libertades públicas, la solidez de los sistemas de representación popular, no guardan alguna relación con ese proceso de creciente y múltiple integración. Una cosa al menos es cierta: antes de que ese proceso comenzara Europa vivió en estado de guerra permanente, que ninguna neutralidad fue capaz de evitar. ¿Dónde radican, pues, los valores políticos más firmes, en la neutralidad o en el impulso a ese proceso de múltiple y colectiva integración?

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