_
_
_
_
Tribuna:REFLEXIÓN SOBRE EL MÁS POPULAR DE LOS ALCALDES
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El pueblo de don Enrique

El autor de este artículo explica, desde su punto de vista, cuáles han sido los motivos por los que el pueblo de Madrid considera a Enrique Tierno Galván como el más popular de los alcaldes desde hace siglos. Para ello recuerda la honda y emotiva manifestación ciudadana en el día de su entierro y apunta como una de las claves de esta popularidad, compartida por los jóvenes y los menos jóvenes, el que el viejo profesor nunca olvidara aquella frase de Lenin: "No deben nunca descuidarse las pequeñas cosas, porque es a partir de ellas como se construyen las grandes".

Sorprendente: el alcalde de Madrid, Enrique Tierno Galván, un intelectual de toda la vida, parece haber sido el más popular de los alcaldes desde hace siglos.Un hombre que no pretendió hacer lo que no sabía, hizo más por el pueblo que todos los gestores anteriores pagados de eficacia administrativa. Se supo ayudar de los que sabían algo que él desconocía, y nunca se salió del único papel que podía cumplir con acierto.

Su capilla ardiente fue un ejemplo de sencilla y contenida popularidad. Ese pueblo, que alguien llamó en el siglo pasado "pueblo municipal y espeso", amaneció, convertido por el recuerdo del viejo profesor, en el castizo "honrado pueblo de Madrid". Y aún diría más: el de España. O mejor todavía: el de las Españas, porque Españas hay muchas. Y ahí -entre lágrimas de algunos y serenidades de otros, como la de Encarnita, su compañera de toda la vida- resonó la voz silenciosa y callada de todos estos países entrañables. Esas colas que daban vueltas y más vueltas por las calles Mayor y del Arenal esperando horas sin inmutarse para contemplar a aquel que encarnó lo que otro español parecido, nuestro Séneca, aconsejó a los conciudadanos de su tiempo: "Al menos que se pueda decir siempre de ti que eres un hombre".

Porque el viejo profesor fue eso, un hombre. Aparentemente frágil y realmente imperfecto -como todo hombre-. Por eso, las críticas veladas que algunos en la Prensa han vertido, más o menos solapadamente, tras su muerte no pueden mellar su figura. Porque él -instalado definitivamente en la finitud, como repetía frecuentemente- tenía que ser así: un hombre que, como tal, se sabe limitado y no pretende aparentar lo contrario. Y ese fue uno de sus principales atractivos populares: vivía sencillamente y pensaba elevadamente. Lo contrario de lo que hacen muchos altamente situados en el mundo del Este y del Oeste, que viven elevadamente -demasiado elevadamente para el gusto de la masa- y piensan de modo exageradamente vulgar, creyendo que con esto último atraen más al pueblo. No, el que se acercaba a él se daba cuenta de que sabía expresar con franqueza en su vida, y no sólo con palabras, "yo soy yo y tú eres tú".

El hombre de la calle

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Era el que se aproximaba sin engaños ni tapujos al hombre de la calle, porque resultaba semejante a él en su vida, pero distinto en su pensamiento. Porque lo que necesita la gente, lo que siente, lo que desea, es ser ayudada a liberarse de sus ataduras, no abajándose el otro a lo poco que uno es, sino proporcionando el ejemplo elevador de la cultura. No de una cultura esotérica hecha por esnobs ni tampoco demasiado vulgarizadora, sino de una cultura admirable que proporcione nuevos y más altos valores para la vida a los hombres que vamos andando por la calle.Los paganos -el pueblo de la tierra, según su etimología- no gozan sólo con lo material, sino de algo que cuesta acceder a ello: del intelecto y de lo ético; en una palabra, de lo del alma. Y él, con su agnosticismo religioso y con su semiescepticismo intelectual, sabía dar en el clavo de esa tolerancia del espíritu con la que todos se sentían acogidos, pero, al mismo tiempo, elevados. No había en esa comunicación humana entre el profesor y el ciudadano engaños mistificadores para simular lo que no se es.

Marxismo no dogmático

Se inspiraba en el marxismo (no el dogmático, sino el de quien sabe sacar, como la abeja, miel de todo lo que le rodea), y por eso no olvidaba aquella frase de Lenin: "No deben descuidarse nunca las pequeñas cosas, porque es a partir de ellas como se construyen las grandes". Así, un río (¿río?) abandonado y sin atractivo, incluso sucio y raquítico, supo airearlo y poner en él hasta unos patos que alegrasen la vista de los madrileños, acostumbrados al mal olor y vulgaridad de ese engendro que era nuestro Manzanares.Preparaba verbenas y asistía a ellas; recorría las calles nocturnas de fin de año en un jeep de la Policía Municipal para sentirse más cerca del alegre bullicio de aquella noche, en la que amanecía un año nuevo siempre expectante de sorpresas menudas, las únicas que conoce el pueblo real, el de la calle, el del hombre corriente.

Irónicamente culto

Nunca cayó en la fraseología embrutecedora, sino en la palabra fina, irónicamente culta, remedando en sus bandos nuestro clásico hablar culterano.Y el pueblo, el de la calle, reaccionó ante todo ello. Porque lo que está anhelando en medio de la barahúnda del ruido embrutecedor, del frío cemento, de la envolvente contaminación que nos ahoga, del malhumor que nos invade desde la mañana, del desánimo que acude como tentación, es una palabra que le haga superar tanta vulgaridad y le dé la sensación de que podemos ser de otra manera y aspirar a otras cosas, que no serían difíciles de alcanzar si alguien supiera romper con el atenazante círculo de hierro de nuestra civilización técnica, tan llena de rasgos de inhumanidad.

Yo le veía todos los años en Juvenalia rodeado de chicos y chicas; muchedumbre juvenil que olvidaba a todos los intelectuales, financieros y líderes de altura allí presentes para acercarse a este alcalde que parecía repartir bendiciones como los antiguos santos, pero hoy impartidas por mano de un laico.

La tristeza de un pueblo

Y después la comitiva silenciosa del entierro; no dramáticamente triste, aunque sí suavemente, calladamente entristecida. No se oía una voz entre los cientos de miles de personas que seguian el féretro, tirado de negros caballos y fúnebre carroza, demasiado fúnebres los caballos y la carroza, por semejar a los que aparecen espectacularmente en las películas de Bergman y encogen el corazón de quien contempla su imagen.Buen ejemplo el de este pueblo. Cuando parecía vencido por el desánimo y el pasotismo -de jóvenes y mayores-, allí estaba mezclado, sin división de generaciones, presentando el homenaje al que sin eufemismos y sin temores sabía hablarle de tú a tú, recordando a su maestro: "Debemos hablar directamente, sin temor a lo que se publica -o se predica- en las ciudades del mundo".

Era un hombre de izquierdas, y le respetaban los de derechas. Fue un agnóstico, y atraía hasta a las beatas católicas con su paternal postura de respeto hacia toda creencia y aprecio manifestado hacia el que tenía fe. Se inspiraba en los revolucionarios del pasado, pero su marxismo, templado por un sano escepticismo intelectual, hacía que nunca cayese en la fácil tentación de la política demagógica de sustituir el análisis por los gritos. Era de los que medía la tela siete veces antes de cortar, pero luego la cortaba al final.

Fue de los que tuvo por regla de conducta, hasta pocos días antes de morir, la de su maestro social: "Debemos siempre seguir adelante con nuestro trabajo cotidiano, y estar siempre preparados para todo". Como hizo él, preparándose al pase final, sabiendo que iba a morir, siguiendo día a día impertérrito, aunque consciente, sin desmayo ni depresión, porque se sabía limitado, y sin caer en la tentación del que se cree omnipotente por estar altamente situado.

Esas pequeñas cosas, tan importantes, que él hizo es lo que el pueblo quería: no el espectáculo colosal ni la acción de oropel, que es lo que nos proporcionan engañosamente muchas veces los dirigentes del mundo actual -vengan de donde vengan-; porque este pueblo sencillo sabe, con su intuición popular, que "una gran sociedad -esa sociedad teratológica realizada por la actual civilización, como una Babel de confusión- es siempre una sociedad que engaña, porque proporciona a los hombres comunes -a la gran mayoría- nada más que mezquindad", como observaba otro perspicaz intelectual -éste, católico-: Gilbert Keith Chesterton.

Enrique Miret Magdalena es teólogo.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_