Elogio de la confusión
Buena nos la ha hecho la derecha, la cavernícola y la civilizada, la centralista y la autonomista, la clerical y la laica. Ésta no se la voy a perdonar jamás. Si, como era su obligación, hubiese cerrado filas en torno a la posición gubernamental sobre la OTAN, uno hubiese podido permanecer fiel a sus vísceras y a sus prejuicios y votar con toda tranquilidad contra la permanencia de España en el tinglado. Pero no, ni por esas. Una vez más, las derechas hispanas, miopes y alicortas, anteponen a sus intereses históricos la lucha inmediata, coyuntural, contra sus adversarios políticos. Y rápida e inexorablemente, el referéndum sobre la OTAN se transforma en un referéndum sobre el Gobierno socialista.Así las cosas, uno se siente obligado a echarle sal de frutas a la dulce y gratificante acidez antiotánica y a ejercitar el condenado vicio de pensar.
Anestesiadas las vísceras, me he entregado a una profunda reflexión. No ha sido estéril. Permítaseme la inmodestia de afirmar que he alcanzado tres convincentes conclusiones, claras y distintas, cuya importancia no escapará al avisado y avispado lector:
Primera conclusión. El obvio que hay que votar contra la permanencia de España en la OTAN. No porque la OTAN signifique guerra y la no pertenencia signifique paz. Esto es simplemente una grosera mentira. La mayoría de los pocos países que llevan varias décadas sin entrar en guerra pertenece a la OTAN o a algún bloque similar y, al revés, el mundo está trufado de guerras entre países que no pertenecen a ella. No menos falsa y burda es la afirmación de que España es un país tradicionalmente neutralista y de que ello nos ha evitado y puede seguir evitándonos vernos mezclados en las grandes conflagraciones internacionales. Ni hemos sido ni somos neutralistas -divisiones azules y bases norteamericanas cantan- y sólo nos hemos librado parcialmente de las carnicerías planetarias porque estábamos demasiado ocupados con nuestros propios descuartizamientos internos.
Hay que votar contra la permanencia de España en la OTAN porque este aparato y sus homólogos, favorece un planteamiento y una conducción militaristas de los asuntos de este mundo, porque supone la existencia y el refuerzo de importantísimos órganos de decisión que escapan por completo al control de la ciudadanía y, por tanto, atenta contra la autoorganización democrática de la sociedad, porque estimula y legitima un despilfarro delictivo de recursos en un mundo plagado todavía de hambre y de miseria...
Segunda conclusión. Hay que abstenerse, es indudable. La disyuntiva que nos plantea el referéndum es ficticia o, por lo menos, irrelevante. Nos da a elegir entre mantener el grado de integración actual más una progresiva reducción de la presencia militar norteamericana o salirnos de la OTAN manteniendo inalterada esta presencia norteamericana. Dicho en otras palabras, la disyuntiva se reduce a optar entre la integración en la Política militar del bloque occidental a través de Estados Unidos exclusivamente o a través de la estructura multilateral de la OTAN. Francamente, que elijan ellos.
Tercera conclusión. Hay razones más que sobradas para votar a favor de la permanencia. Mientras no cuaje en alguna parte -aquí, por ejemplo- un nuevo modelo de organización social que supere la larga y saludable agonía del capitalismo, los países que presentan mejores condiciones y posibilidades -políticas, económicas, culturales- para experimentar posibles formas alternativas son precisamente los que están en la OTAN. Mientras no aparece entre nosotros algún camino hoy por hoy ignoto -y vistos y oídos sus argumentos no es de esperar que los abanderados del voto negativo ni los de la abstención vayan a ser los pioneros de este descubrimiento-, parece lógico y razonable compartir las estructuras y las políticas de defensa de aquellos países con los que, hipocresías aparte, compartimos los principales intereses, problemas, valores y formas de vida.
Creo haber demostrado plena y satisfactoriamente que el próximo día 12 hay que votar, simultáneamente, a favor de la propuesta gubernamental, en contra de la misma y, por supuesto, abstenerse.
Un amigo experto me informa, sin embargo, que la normativa vigente no permite, ejercer esta razonable y razonada triple opción, lo cual me deja de nuevo sumido en la confusión.
Pero, cuidado, no crean que hablo de confusión en sentido peyorativo.
La confusión es el alma de la democracia, su realidad más profunda y su exponente más elevado. Sólo hay claridad, transparencia y unanimidad ahí donde hay despotismo político, moral e intelectual.
Las verdades y los valores absolutos, únicos, indiscutibles e indiscutidos no surgen de la razón, sino del poder. Cuanto más jerarquizado, concentrado y despótico es el poder, más absolutos, únicos e indiscutibles son los valores y las verdades.
En un régimen pasablemente democrático, la ausencia de poderes absolutos y la libertad política y mental de los ciudadanos genera necesariamente una proliferación de valores y verdades pasablemente razonables.
La democracia es, entre otras cosas, la liberación de los ciudadanos de la tutela de las verdades únicas y absolutas; es decir, de los poderes únicos y absolutos. Lo cual no significa que la democracia sea el reino de la sinrazón, sino un ámbito de libre confrontación de razones, verdades, valores e intereses. Y no siempre en esa confrontación gana la razón más razonable, ni la verdad más verdadera, ni el valor más elevado, ni el interés más noble, entre otras cosas porque la democracia supone la libre aceptación y circulación de diversos códigos desde los que juzgar las razones, las verdades, los valores, los intereses.
Además, lo normal es que en política, y también en política democrática, los intereses venzan sobre las verdades. Confieso que no veo nada malo en ello. Al revés, toda política que se inspira ciegamente en una verdad absoluta, desinteresada, es sumamente peligrosa.
Por la verdad, por una a otra verdad única y absoluta, nos hemos estado matando casi hasta el exterminio los europeos desde hace cinco siglos: por la verdad de Dios, de la patria, de la revolución, de la raza...
No es fácil vivir sin verdades absolutas, sin valores inequívocos. Es tan cómodo no estar emancipado..., decía el viejo Kant. La democracia es la renuncia a las certezas absolutas, o por lo menos a su imposición obligada. ¡Es tan incómoda la democracia! Nos obliga a responsabilizarnos de nuestros pensamientos, de nuestras decisiones de nuestros actos. ¡Y cuánta confusión cuando cualquiera se atreve a razonar por su cuenta!
Iluso de mí, tengo la esperanza de que este denostado referéndum sea algo así como el rito, de iniciación a nuestra mayoría de edad democrática. Tengo la esperanza de que, sea cual sea el resultado, el país no quede traumatizado y dividido, sino cohesionado por una experiencia vital común en la que cada uno ha tenido oportunidad de influir en la decisión final. Desde luego es bastante esperar, vista la irresponsabilidad y cerrilidad de nuestra cara derecha y visto y oído el tono dogmático e inquisitorial de la izquierda atávica y de sus extraños compañeros de viaje.
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