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Los dueños de la verdad

Tan dados como somos los españoles al maniqueísmo, hemos acabado por contraponer pragmatismo y lírica sin que se entienda un ser que participe al tiempo de lo uno y de lo otro. Así las cosas, siempre le tocará perder al poeta, recluido en la soledad que alimenta la sabiduría, al decir de Sterne, del que se hace con frecuencia caricatura despectiva. Pero tal contraposición es tan hija de la ignorancia como la caricatura de la que hablo. Los que van de pragmáticos con estandarte -y quiero ser librado de toda sospecha de rechazo del pragmatismo- no leen poesía. Y se les nota. Si ocurriera al contrario la entenderían como un modo de conocimiento -y de penetración en la realidad, por tanto- y no como una manera de eludir lo inmediato-real. Acaso este sentido de la poesía -vista de modo muy amplio y no sólo como expresión- convenga también a los que portan el estandarte lírico en las apuestas sociales. El pragmatismo excluyente, a lo que se ve, no parece patrimonio exclusivo del poder, sino también de quienes aspiran a él y en función de tales aspiraciones congregan las utopías.La poesía ha cumplido otrora por estos lares misiones diversas: entre ellas la denuncia de los dogmatismos. Un buen poeta canario, Pedro Lezcano, quizá recordando a Machado, pero expresándose de otro modo, llegó a decir algo así como que "hay gentes que van diciendo / ser dueñas de la verdad; / la verdad no tiene dueño". Ocurre después que estas sentencias parecen pasar al cajón de los anacronismos cuando, como se dice por aquí, la democracia va poniendo las cosas en su sitio. Pero la buena poesía política -y hay poca que sea lo uno y lo otro- mantiene su vigor a causa de su intensidad: atiende, pues, más que a la coyuntura que la inspira a la invariable condición humana. No suelen ser buenos los versos que pasan de moda, quizá porque son versos utilitarios, pero son peores cuando siendo malos resucitan en los labios ajados para recordarnos "tal como éramos". Sobre todo si el recuerdo de otro tiempo no nos es grato y su eventual recuperación anuncia la presencia de nuestros fantasmas intolerantes. La democracia, tan esencialmente antidogmática, relega y margina toda dialéctica autocrática, pero los residuos de la autocracia -apenas aletargados en muchos- nos retornan a la moviola, a la hemeroteca, a la fonoteca donde vive la canción dormida.

Lo cierto es que -y a cuenta de eso viene este preámbulo- vuelve a haber en esta tierra de buena vecindad demasiados propietarios de la verdad. Cuando esto ocurre, se crispa el ánimo, se torna difícil la convivencia y se violenta la humana relación. El relato de estas obviedades no tendría el mayor interés si no nos encontráramos a las puertas de una consulta popular en la que hemos de decidir si nuestro país ha de permanecer o no en la Alianza Atlántica. Y aun así, quizá tampoco sea necesario el recordatorio. Mas la advertencia es hija de la inquietud de quienes anteponemos la preocupación por la convivencia dernocrática la que pueda despertarnos el resultado de la consulta, que sea cual fuere, a mi modo de ver, no conviene dramatizar. Quizá porque de la previa dramatización, en uno y en otro sentido y hasta en un tercero, parece provenir un estado de inquietud o de lo que ha llamado Julio Caro Baroja histerismo político, que sólo se traduce en desequilibrios emocionales harto peligrosos. No quisiera yo exagerar en este punto y, por tanto, incurrir en otra perspectiva dramática. Pero cabe apreciar una turbación en el ambiente originada por la inclinación de unos y de otros a desmesurar el valor de una importante decisión histórica -esto es cierto-, perfilándola como una colocación de nuestro destino al borde del abismo. La visión apocalíptica de nuestra responsabilidad no creo que ayude a las conciencias en su proceso de reflexión, y sí origina en quienes están más desprovistos de un conocimiento real del problerría de nuestra integración o no en la OTAN nuevos elementos de confusión que son perjudiciales para todos.

Este estado de cosas, tuvo su inicio, como es natural, en los círculos políticos o en los sectores más politizados de la sociedad, entre los que se cuenta la clase periodística. ¿Quién nos dice que nuestro pecado de ombliguismo no nos llevara a ver hirviente la caldera cuando sólo se estaban preparando los ingredientes del guiso?

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Vino después el debate político. Algo se aclaró para algunos, aunque otros se empeñaran en contar a lectores y oyentes que nada quedó claro. Pero por encima y por debajo del asunto de la alianza, los electores pudieron ver a sus políticos al borde de la coincidencia pero sin coincidir; volando, perdidas, las palomas de todos los consensos, cargadas las escopetas y a ver qué pasa.

Ahora la responsabilidad está en la calle -se cumple así la promesa electoral de los socialistas y una constante reivindicación social- y eso en democracia se llama normalidad. En consecuencia, hay dos posiciones que defender y parece legítimo que se haga con todo apasionamiento en los foros políticos y que se traduzca el mensaje de cada cual, con toda claridad, a la ciudadanía. Es igualmente legítimo que compartamos nuestras distintas posiciones ante este importante asunto en corrillos, tertulias y tenderetes de feria, si procede. Pero no pongamos en juego por el camino de la discrepancia política lo que para el mundo ha constituido una lección de los españoles: nuestra capacidad de convivencia. Con los apocalípticos nos han llegado en la misma carroza mesías y profetas. Vienen acompañados de una legión de ángeles exterminadores o de patriotas de nuevo cuño. Los carruajes proceden lo mismo del territorio del sí que del no, y a veces se cruzan con los carros de fuego de la abstención. Pero se los encuentra uno en las cenas de amigos, en las tertulias de café y hasta en los cenáculos familiares; lo mismo arrollan a padres que a hijos o meten en disputa a primos hermanos. Se ha organizado aquí el hit parade de la responsabilidad y todo es ajuste de cuentas entre lo que pensabas, lo que piensas, lo que has pensado siempre o lo que has dejado de pensar. En esto del voto aparecen Judas (la traición) y María Goretti (la pureza) y Pablo de Tarso (la conversión), y se entremezcla en ocasiones un espíritu santo que a veces no llega y otras se pasa.

Esto no es un plebiscito -y la gente seria lo sabe-, pero a veces en la discusión se olvidan de la OTAN, se advierte a los estrategas de dentro de casa con la espada desenvainada y hay ciudadanos que se meten en un carro plebiscitario al que nadie los ha llamado. A todas éstas, gentes hay a quienes no parece importarles lo que el pueblo decida, sino lo que haya de decidir Felipe González al día siguiente del referéndum. En fin, una consulta de estas características no tiene por qué ser en una democracia una ceremonia de la confusión, y la OTAN no tiene por qué hacernos perder un solo amigo.

A los cinco años del sainete de la intolerancia que los españoles tuvimos que vivir, da mucho miedo pensar que retornen los dueños de verdades y se nos metan en casa de rondón. Los españoles estamos por la paz, pero entre las distintas paces que hemos de salvaguardar se configura, acaso como la más importante, la paz interior, la de la reconciliación entre todos nosotros. Aquí en España, ex cepto los tesoreros del miedo y los reivindicadores de la muerte -terroristas y necrófilos-, todos somos amigos de la paz.

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