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Los azares del narcisismo

Helena Béjar

En los tiempos que vivimos el individualismo exhibe una faz triste. Las gentes se han instalado en la convicción de que esta crisis de fin de siglo no tiene una solución colectiva, de que la acción política ha pasado a la historia. Y se han aprestado a cultivar su existencia privada para descubrir, al cabo, que la vida cotidiana consiste en un mero ejercicio de supervivencia. En estas circunstancias tan precarias, donde ni el espacio público ni el espacio privado se perfilan como horizontes significativos, el equilibrio emocional exige un yo mínimo que representa, en mi opinión, una cierta perversión de la ética liberal.El liberalismo clásico partía de una concepción sacralizada del individuo. Éste era un ser simultáneamente racional y pasional, dedicado principalmente a la construcción y defensa de una intimidad (que algunos han dado en llamar privacidad, adaptando el término inglés privacy) que se constituye en el reducto sagrado de la moral y de la propia condición humana. La esfera privada era el ámbito de la virtud; en ella se conformaba una vida entendida como obra de arte. Pero, a pesar de definir lo privado como núcleo de la individualidad, los liberales reconocían un sentimiento social que impelía al hombre a inmiscuirse en los asuntos colectivos. Así, en el retiro de su privacidad o inmerso en la complejidad de la sociedad civil, el individuo liberal era un ser activo.

En nuestros días este ideal humano parece haberse agotado. La vida, lejos de concebirse como el ejercicio de la virtud de un ser que se forma en la esfera privada pero que sólo se realiza plenamente en la pública (como propugnaba la filosofía política kantiana), se ha convertido en la práctica de la sobrevivencia. El individualismo contemporáneo tiene una nueva moral: el narcisismo.

Tal como se entiende ahora, el narcisismo no es equivalente al egoísmo -que supone la activación de la voluntad para conseguir los propios fines-, sino que se dibuja como una actitud pasiva y desesperanzada tendente al cese de toda tensión (muy en la línea de la felicidad negativa señalada por Freud en El malestar de la cultura). El narcisismo tampoco es identificable con el hedonismo, sino más bien con un vago malestar, con una ansiedad continua, estados propios de un sujeto incapaz de enfocar su deseo de manera permanente. El narcisismo, algo así como un imperioso deseo de vivir en un estado libre de deseos, se presenta como la paradójica moral de nuestro tiempo. Frente a un sujeto orientado por una voluntad autónoma y una identidad fuerte, el hombre actual posee un yo mínimo, una individualidad escasa, justo en el límite de la supervivencia.

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El hombre narcisista experimenta su vida privada como una sucesión de crisis personales que van minando progresivamente su seguridad. Así, llegado un cierto punto -que suele coincidir con el umbral de la madurez- se arrojará a los brazos d e la industria terapéutica, que, con su gama de tecnologías del yo -el psicoanálisis a la cabeza- le brinda la única solución para el colapso personal. La salvación ya no está en los otros; por el contrario, las relaciones personales se han convertido en la arena del enfrentamiento entre personalidades desdibujadas y temerosas. Una actitud defensiva ha desplazado todo rastro de idealismo. El primer paso para sobrevivir es aprender a limitar las expectativas: frente al compromiso, el desapego emocional; frente al apasionamiento, el distanciamiento. Así, la actual valoración de la autosuficiencia -y aun de la soledad, como opción vital- sería una muestra de la moral supervivenci alista en el ámbito de lo privado.

Pero la vida pública exige también un yo mínimo. El mundo social se percibe como una maraña de elementos incontrolables ante los cuales sólo cabe la inhibición. La revolución tecnológica, el poder de las corporaciones y la máquina de guerra internacional son algunos de los elementos que han contribuido a paralizar la voluntad moral de los ciudadanos. No existe tensión entre la esfera privada y la pública. El individuo moderno no hace ya de su privacidad el ámbito de construcción de su racionalidad, el espacio de preparación de una comunidad compuesta por individuos dialogantes; por su parte, la esfera pública se ha ido convirtiendo en un lugar de paso, en el ámbito del ejercicio de una ciudadanía cuyo alcance real es

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cada vez más reducido. Como ya dijera Tocqueville al estudiar la formación de la mentalidad democrática americana, los hombres van de una esfera a otra arrastrando su desinterés y su impotencia; únicamente la pasión por lo material es capaz de sacarles -y sólo momentáneamente- de su letargo.

En la actualidad la inactividad se esconde tras el miedo. Entre las fuerzas que nos acosan, el enemigo principal es el desastre nuclear. Christopher Lasch analiza en su último libro, The minimal self (que alienta, en buena medida, estas reflexiones), cómo el supervivencialismo forma parte de la ideología oficial norteamericana. No se trata ya de evitar la guerra nuclear, sino de sobrevivir a ella. Irónicamente, esta visión apocalíptica se tiñe de cierto optimismo: sólo a partir de las cenizas podremos tener un orden nuevo. Así, la mentalidad de la supervivencia conduce a la aceptación pasiva de la realidad, cuando no a la huida de ella.

El distanciamiento, el désengagement y la victimización definen al hombre contemporáneo tanto en los lances privados como en la arena pública. ¿Qué hacer para ampliar los límites de este yo caracterizado por su estrechez de miras y su miedo? Habría que trascender la trivialización de la que han sido objeto tanto los ideales morales que sostienen la res pública como la privacidad, que de núcleo del individualismo liberal se ha mudado en estandarte de una difusa posmodernidad. Así, parece conveniente recuperar el sentido de la responsabilidad, de la disciplina, de la solidaridad, del sacrificio, valores todos ellos que orientan la acción humana más allá de las fronteras del yo. A juicio de Lasch, la aceptación de ciertas constricciones morales es un paso necesario para reavivar el interés por las empresas colectivas y para superar los males de una cultura narcisista. Por mi parte, creo que se trataría de reconstruir la esfera privada con el fin, de que fuera algo más que un espacio de retiro, un lugar de huida de un sujeto que no ansía sino sobrevivir. Frente a la ola de individualismo blando que nos aqueja, quizá fuera necesaria la revisión de los ideales liberales clásicos. En este sentido la privacidad habría de constituirse en el ámbito de la racionalidad, y no en el de una emocionalidad desenfocada, propia de un yo disuelto en multitud de estados anímicos que precisan de la intervención terapéutica. La privacidad no sería, pues, el refugio de una experiencia -afectiva o comunitaria- conflictiva, el cobijo de una mentalidad defensiva y replegada. Sería, más bien, el lugar de formación de un agente moral definido por su voluntad y su responsabilidad, esto es, el ámbito de la libertad. Por último, la privacidad ideal sería la esfera de una individualidad que se prepara para actuar en la arena pública en virtud de un vago sentimiento que le informa de que sólo llegará a ser humana si se une a sus semejantes en sociedad.

De este modo, la recuperación de ciertos valores sociales, así como la reconstrucción de la privacidad a partir del individualismo clásico nos llevarían, quizá, a desear que nuestras vidas fueran algo más que el ejercicio de una azarosa supervivencia. Es cierto que estos atribulados tiempos no invitan ni al entusiasmo por lo colectivo ni a la virtud privada, pero la cultura narcisista que estamos padeciendo se asienta en una trampa sobre la que conviene reflexionar: el imperativo de vivir bajo mínimos. El individualismo contemporáneo promulga un sujeto que reduce más y más los márgenes de la realidad que controla. A Narciso no le queda apenas agua donde mirarse.

Helena Béjar es socióloga

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