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Sombreros anchos, mentes estrechas

En el sabroso capítulo de El pulgar del panda (H. Blume, 1984) cuyo título sirve de encabezamiento a este artículo, Stephen J. Gould describe la ridícula polémica que entretuvo a la Sociedad Antropológica de París, entre enero y junio de 1861, en torno al sombrero de Georges Cubier. Cuenta Gould que este gran naturalista francés, muerto en 1832, fundador de la anatomía comparada y la paleontología, era, según sus biógrafos, hombre de escasa estatura y obesidad creciente, pero dotado de una enorme cabeza que maravillaba a sus coetáneos. Más asombro produjo entre los doctos colegas que disecaron su cadáver en busca del sustrato material del genio el encontrarse con un cerebro que pesaba exactamente 1.830 gramos, bastante más que cualquier otro pesado con anterioridad.Treinta años más tarde, Paul Broca quiso utilizar el cerebro de Cubier como argumento de peso en su polémica con Gratiolet acerca de las relaciones entre inteligencia y tamaño de cerebro. Pero a falta de la masa cefálica del sabio o de su caja craneana, que sus necrófilos colegas no habían tenido la precaución de preservar, el debate tuvo que centrarse sobre la única prueba objetiva disponible: el sombrero de Cubier. Y así, durante días, las más preclaras mentes de Francia dedicaron su ingenio a discutir los posibles significados de un pedazo de fieltro sobado.

Ahora que sabemos la escasa relación existente entre inteligencia y tamaño de cerebro, la empresa seudocientífica de los craneómetras del siglo pasado -los Galton, Broca, Morton o Galla- parece como un episodio más de la intromisión de la ideología en la ciencia. Un grave problema epistemológico, especialmente en temas que tienen que ver con la interpretación del fenómeno humano desde una perspectiva exclusiva o preferentemente naturalista.

Mucho antes que la moderna formulación sociobiológica de la determinación genética de la conducta social humana, los medidores de cabezas habían establecido una escala racista, sexista y meritocrática que puede resumirse, en palabras de Broca, de la siguiente manera: el cerebro es más grande en el hombre que en la mujer, más en los hombres eminentes que en los talentos mediocres, más en las razas superiores que en las inferiores...

Otros, como Lombroso -fundador de la antropología criminal, allá por 1875-, descubren unos estigmas biológicos en los criminales, signos de atavismo que retrotraen los rasgos físicos hacia los propios de las bestias, como expresión de una presunta criminalidad innata.

Quedaba sólo por definir los estigmas biológicos de la locura para cerrar esta visión determinista y falsamente materialista (materialista vulgar, en cualquier caso) de la naturaleza humana. Y es aquí donde encuentran su lugar los intentos de clasificación tipológica en psicología y psiquiatría, con Kretschmer a la cabeza. Las ideas de este profesor de Psiquiatría de Tubinga, que tuvieron gran predicamento en la Alemania de los años treinta y cuarenta, se resumen en la existencia de una relación definida entre la morfología corporal, la personalidad y la forma clínica de locura, que se establece por vía neurohormonal.

Así, la constitución pícnica, caracterizada por un predominio de las formas redondeadas, se asociaría indefectiblemente a un temperamento ciclotímico -abierto, espontáneo y con grandes oscilaciones de humor-, que sería el sustrato para el desarrollo de las temibles psicosis maniaco-depresivas. Por el contrario, una constitución asténica -propia de individuos larguiruchos, con perfil de pájaro se correspondería con un temperamento esquizotímico, de escasa irradiación afectiva, pero dotado de sensibilidad y finura espiritual, que predispone a la esquizofrenia. Entre ambos polos, la constitución atlética, con un predominio de huesos y músculo, daría un carácter perseverante y espeso con proyección patológica hacia la epilepsia o la histeria.

Estamos ante una construcción cerrada y sólida que por sus virtudes predictivas debe hacer las delicias de las pitonisas, además de reducir el trabajo del psiquiatra a un simple juego de combinatoria de rasgos, al alcance del lector medio de Mecánica Popular. Sin embargo, el sistema no resiste un escrutinio crítico, ante todo porque viola los principios de clasificación científica, puesto que los rasgos minuciosamente establecidos para cada personalidad se superponen malamente. Además no tiene en cuenta la variación de los rasgos corporales y la diferente incidencia de los trastornos mentales con la edad.

Pero la crítica a la tipología krestchmeriana no es el objetivo de este artículo. La larga disquisición que antecede ha sido sugerida por las noticias que llegan de Palma de Mallorca (EL PAÍS, 27 de enero de 1986) acerca del informe forense sobre los despojos óseos de Raimon Llull. Las conclusiones de tal exhumación descartan la muerte por lapidación del beato en la medida en que no se aprecian huellas de fracturas óseas, con lo que se viene a desmontar la leyenda del sacrificio que seguramente pesó en la causa de su beatificación. El informe también especifica la hermosura del cráneo luliano, sin extenderse aparentemente en más consideraciones acerca de posibles relaciones con su genio creador: más de 400 escritos sobre todo lo divino y humano, según el registro más fiable, recogido por Lluís Racionero en su hermosa biografía novelada, Raimon o el sény fantastic.

Estos y otros datos antropométricos relativos a la talla y estado metabólico o nutricional de Llull puede que justifiquen la exhumación de sus restos, pero desde luego no autoriza a sus autores a pontificar sobre unas tendencias maniaco-depresivas del sabio. La exuberante figura de Llull, de quien se ha dicho que concentró como ningún otro español las cualidades de amante, soldado, hereje y santo, no pueden deducirse a partir de un supuesto biotipo basado en el estudio de su osamenta. Aquí, como hace más de un siglo en la Academia de Antropología de París, se pone de manifiesto la existencia de mentes estrechas bajo amplios sombreros.

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