El adiós
Cada día es más común que un matrimonio se separe sin una causa digna de ser contada en más de tres minutos. Lo que antes era una noticia que merecía la pena escuchar y promovía conversaciones de notorio interés psiconalítico y moral se ha convertido en un suceso blando y sin ruido. La pareja ha decidido separarse. Simplemente, en un fecha imprecisa, reconocieron que se aburrían. Y fue un descubrimiento esencial. A partir de entonces el otro dejó de parecer un individuo doméstico y bien conocido para convertirse en un bulto que disminuía el espacio de la respiración y del silencio. Ni siquiera valía la pena una indagación sobre esta metamorfosis. Más bien, al contrario, lo desconcertante no era que aquel tipo hubiera perdido interés, sino la suposición de que alguna vez lo tuviera.Ciertamente, el aburrimiento no es un estado neutro. Conlleva el aburrimiento un aporte de lucidez que pone a las cosas en sus deplorables términos. Por tanto, deja de tener maldita la gracia que él se palmotee la cara cada mañana con el aftershave o que se vuelva a estropear el sintonizador del vídeo. Inmediatamente se cae en la cuenta de que una vida así no merece ser compartida. Lo raro es que no se hubiera descubierto antes; pero, con todo, prueba de que la conclusión es correcta es que se haya obtenido sin haber mediado la violencia. Esta afortunada constatación, más las formas y palabras civilizadas con que se procura abordar el asunto, fortalecen la conciencia de que se obra acertadamente. Así, cuando se cumple la separación, en la tristeza va incluida una recia dosis de autoestima. Sin más, con la ruptura se pasa de la repetición a la excepción, de la rutina al acontecimiento. Euforiza. Prácticamente un día después podrían volver a vivir juntos como si inauguraran algo. Pero no lo harán. Cada uno vale realmente más separado que arrimado, ahorrado que consumido, con otra relación que con la misma. Las personas -sus cuerpos, ante todo- son también productos de consumo. Se apagan y desgastan con el uso mutuo. Y no hay nada que se acerque más a una existencia descolorida y final que una cotidianidad sin erotismo.
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