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Tribuna:PRIMEROS PASOS DE LA EUROPA DE LOS "DOCE"
Tribuna
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Construir la nueva Europa

"Determinados a establecer los fundamentos de una unión cada vez más estrecha entre los pueblos europeos; decididos a asegurar mediante una acción común el progreso económico y social eliminando las barreras que dividen a Europa; asignando como objetivo esencial la mejora constante de las condiciones de vida y de empleo de sus pueblos; resueltos a afirmar las salvaguardias de la paz y la libertad... y llamando a los otros pueblos de Europa que comparten estos ideales a asociarse... hemos decidido crear una Comunidad Económica Europea". Tal es el preámbulo del Tratado de Roma.Paz, unión, eliminación de barreras, mejora de las condiciones de vida eran las exigencias evidentes de unos pueblos exhaustos al finalizar la II Guerra Mundial, de la misma forma que el florecimiento de la filosofía existencialista fue el corolario lógico de la contienda que, con el soporte ideológico de una supuesta filosofía trascendental, había segado la vida y la existencia concreta de millones de jóvenes europeos. Se confirma, pues, la sentencia de Schuman de que "la necesidad hace a Europa".

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Así fue con el Tratado CECA, para sustraer la gestión de los dos sectores estratégicos (carbón y acero) a la iniciativa individual de los antiguos contendientes.

Así fue con los tratados CEE y Euratom, como respuesta a la crisis del canal de Suez.

Y así está siendo ahora con el contencioso euro-norteamericano o euro-japonés en el que Europa está pagando cara la falta de una dimensión europea, lo que Etienne Davignon ha llamado el coste de la No-Europa.

Paradójicamente, cuando las cosas fueron bien para los países europeos, como en la época dorada de los años sesenta, Europa avanzó muy poco, e incluso en 1965 se produjo una crisis en la Comunidad, cuando, en respuesta a las propuestas de la Comisión al Consejo (31 de marzo de 1965) respecto a la financiación de la política agrícola común, los poderes del Parlamento y los recursos propios de la CEE, Francia practicó durante siete meses la "política de la silla vacía" hasta que se desembocó en el compromiso de Luxemburgo de 1966 (voto por unanimidad), calificado por algunos como auténtico atentado con éxito contra la empresa comunitaria impuesto por De Gaulle, firme defensor de la indivisibilidad de la soberanía nacional.

La incompatibilidad entre el atlantismo de la RFA y la independencia europea (Francia) no sólo retrasó la entrada del Reino Unido, considerada como el caballo de Troya de Estados Unidos (hasta que Pompidou se convenció de que el Reino Unido compartía su hostilidad a la tesis federalista de Alemania), sino que puso en evidencia cómo los miembros del directorio -eje París-Bonn- no estaban dispuestos al mínimo sacrificio de independencia para pasar de la "integración negativa" -unión aduanera- a la "integración positiva" -políticas comunes.

El freno al ideal comunitario fue el terreno abonado donde florecieron las profecías del declive europeo (*). Sin embargo, la necesidad volvió a llamar a las puertas de Europa a partir de la crisis de 1973 -a la que faltó una respuesta de dimensión europea.

Los múltiples informes de Tindemans, R. Jenkins, etcétera, a pesar de la calidad indiscutible de sus promotores, no logran arrancar un salto hacia adelante que reclamaba Tindemans y Europa continúa su política de petit pas, con permanentes tentaciones de una "Europa a dos velocidades" o su versión francesa de una "Europa a geometría variable", eufermismos comunitarios para enmascarar la No-Europa de Davignon.

A pesar de todo, vista desde 1985 la Europa de la posguerra, es evidente que la CEE ha cumplido una etapa fundamental y ha cubierto con distinción los objetivos estratégicos del Tratado de Roma.

El reto japonés

Las inercias y dificultades del camino han sido un tributo obligado a una historia milenaria ante la que no cabe más actitud que la humildad de hacer lo que es posible en cada momento histórico. Proyectos como el plan Werner, por ejemplo, se diseñaron en gran medida a impulsos del ardor comunitario y con un calendario al margen de la historia profunda de los pueblos europeos.

Agotada ya la etapa de consolidación -todo el mundo es ya consciente de las limitaciones de la política de "prestigio nacional"- y de ampliación, comienza una nueva etapa de profundización interna de la que está surgiendo la llamada Europa de la segunda generación, en cuyo diseño final España participará como miembro de pleno derecho.

Una Europa de la segunda generación capaz de afrontar con éxito el reto planteado por el dinamismo japonés, la renovación norteamericana y la emergencia de nuevos países industrializados en la orilla oriental del Pacífico.

Una Europa de la segunda generación cuyos referenciales básicos serán:

- La reforma de las instituciones, incluidos los mecanismos de decisión, para dotarlas de la agilidad y flexibilidad necesarias.

- La creación real de un auténtico mercado interior de dimensión europea, que es el arma principal que Europa puede ofrecer a su industria.

- La respuesta, también a escala europea, a la mutación tecnológica en curso, coordinando los esfuerzos europeos en I+D cuantitativamente ya superiores a los de Estados Unidos y Japón.

Ésta es la Europa que España se va a encontrar a partir del 1 de enero de 1986: una Europa más ilusionada y más convencida que hace sólo unos años.

El impacto de la adhesión sobre la sociedad y la economía españolas está -en gran medida- en nuestras manos. La clave estará en el período transitorio, y se resume en una sola palabra: competitividad. Ahora bien, la búsqueda de la competitividad requiere el abandono de todo planteamiento ingenuo y exige fundamentalmente:

- Agilidad y flexibilidad legal.

- Homologación europea de nuestros sistemas de relaciones industriales.

- Modernización de los mercados financieros y de capitales.

Estas reformas había que hacerlas tanto si entrábamos en el Mercado Común como si no hubiésemos entrado, puesto que la espectacular mejora en los sistemas de información, telecomunicaciones y técnicas de transporte (entre otros factores) está acelerando la interdependencia entre los países y dejando en evidencia las posiciones autárquicas, asilo de ineficiencias. La ineficiencia es un lujo que en ningún caso podemos permitirnos.

Como dice Daniel Bell, las naciones modernas son demasiado grandes para resolver sus problemas pequeños, y demasiado pequeñas para resolver los grandes. La integración en la CEE proporcionará a España la dimensión adecuada para resolver mejor sus grandes problemas. Estarnos convencidos de que, a medio y largo plazo, lo que será bueno para Europa lo será también para España.

A corto plazo, el choque de la tercera ola europea producirá tensiones fuertes, pero la comunidad será consciente, porque así lo exige el Tratado de Roma, de que la construcción de Europa no puede hacerse a expensas del nivel de vida de sus ciudadanos. Y los españoles lo seremos a partir del 1 de enero de 1986.

(*) LEurope c'est fini (J. Fralon), L'Europe sabotée (Yanne de l'Ecotais), Pavane pour une Europe défunte (J. M. Benoit), Playdoyer pour une Europe decadente (R. Aron), Venlevement d'Europe (CERES) (ver L'Europe en mutation, de Michel Godet y D. Ruysseu).

Abel Matutes Juan es comisario de la CEE.

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