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Los 'novísimos' y el tren de medianoche

Manuel Vázquez Montalbán se quejaba hace poco, en las páginas de este diario, del duro precio que los novísimos habían tenido que pagar por el hecho de haber sido incluidos por Castellet en su famosa antología. Manolo Vázquez se siente abrumado por la cantidad de agravios recibidos de los casi 10.000 jóvenes poetas de la época (además de sus parientes, amantes y amigos) que quedaron fuera. Nunca había visto al excelente escritor, al que admiro como literato y como persona coherente, en actitud tan jeremiaca. No sé muy bien si lo que le duele es ser novísimo o si es que realmente con los años esta condición resulta una cruz demasiado pesada.Se lamenta Vázquez Montalbán de que, por estar inmerso en la vieja estirpe novísima, no se le ha entendido como poeta. Le apena que se califique la propuesta de Castellet de "operación comercial", cuando ciertamente se trataba de una "operación cultural". Protesta porque se le cita indocumentadamente. Como ese reproche se refiere a "un, por otra parte, excelente escritor", que soy yo (gracias), me gustaría aliviarle un poco la desazón con unas parcas aclaraciones.

Efectivamente, en un artículo mío en EL PAÍS sobre los novísimos trataba yo de ofrecer un balance del grupo a 15 años vista. Un balance que fue realizado por varios de los protagonistas (Gimferrer, Carnero, Molina Foix, Sarrión), al que yo añadía una simple apostilla, que no era un réquiem, sino la constatación de que de aquel equipo poético algunos nombres se caían por su propio peso, carentes de obra tanto entonces como después. Citaba concretamente los casos de Ana María Moix y de Vicente Molina. De Vázquez Montalbán decía escuetamente que "es más estimado por sus novelas y artículos". ¿No es ello cierto, a pesar de que haya publicado desde aquella fecha otros tres libros de poemas?

Lo que yo quería decir es que Castellet concedió nueve acreditaciones, extendió nueve cartas de naturaleza, firmó nueve certificados de existencia: institucionalizó a nueve poetas, algunos convictos, otros sólo presuntos. Insisto en que aquello fue un hermoso acto de osadía. Porque ¿cuántos de esos nueve poetas sacralizados serían hoy reconocidos, habrían pasado a las antologías subsiguientes, si no llega a ser por la gracia de Castellet? Ésta es la cuestión. Seguramente Vázquez Montalbán se hubiera salvado de la quema, lo que no puede decirse de algunos de los otros. Así pues, Manolo, ánimo, no es tan duro el precio que habéis pagado por aquella tenue entronización.

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Una historia ferroviaria

El hecho es que la antología sentó cátedra, creó una imagen de marca, y eso en un país como éste, en que una crítica sin imaginación precisa de falsillas continuas, tiene un efecto multiplicador insospechado. Lo de Castellet se convertía, como por arte de magia, en punto de referencia obligado. Antologías, libros de texto, tesis y críticos habrían de transitar forzosamente por esa vía abierta. Siempre ocurre igual.

Lo que más me interesa en estos momentos es rememorar la historia hiperbolizada de los 9.991

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Los 'novísimos' y el tren de medianoche

Viene de la página 11jóvenes poetas agraviados que no entraron en la famosa antología, quedando así huérfanos de grupo, generación o movimiento poético. Es decir, arrojados a las tinieblas, a la calle o a la cloaca.

Estas cosas funcionan de manera azarosa y ferroviaria. De cuando en cuando pasa un tren sin avisar, atraviesa estaciones, cruza paisajes, ciudades, postes de telégrafo, años. A su paso encuentra muchedumbres diletantes, turbas inquietas, desasistidas, a la deriva: son los 10.000 jóvenes poetas iniciales, que ven pasar el tren acelerado y sienten el vértigo de la ocasión propicia. De repente, en un paraje cualquiera, sin que nadie sepa muy bien por qué, aparece un jefe de estación bienintencionado y con peso en la compañía. Le rodean unos pocos amigos, conocidos, tipos que deambulaban por allí, coincidencias. El influyente jefe de estación hace parar el tren e invita a subir a nueve de los mendicantes. Es el tren apropiado, el vagón justo, el momento preciso. Los nueve electos se espatarran en los asientos, sonríen, han tenido suerte, son buenos chicos dignos de protección. Saben que han subido al tren favorable y que ya no tendrán que preocuparse más. El jefe de estación cierra la puerta, pega una etiqueta en el vagón y la máquina arranca con su precioso cargamento. Ha nacido un nuevo grupo poético: los nueve, a trabajar; lo demás corre por cuenta de la compañía.

El tren seguirá su trayectoria flechada. En ocasiones, los nueve miran por las ventanillas y constatan el tránsito hormigueante de los 9.991 poetas de ojos saltones y manos vacías. El frío de la noche y la oscuridad hacen mella en sus paciencias ateridas, exhaustas. La envidia múltiple persigue a ese tren que se pierde en lontananza, lleno de calefacción, luces blancas y poetas enardecidos. Algunas sombras menesterosas siguen moviéndose, en ofuscadas maniobras por entre las cunetas y apeaderos.

Los nueve del vagón etiquetado se sienten ya indesmontables, presos de estigmas, gozosos de tatuaje original. Los fotógrafos les harán fotos asomados a las ventanillas, intentando recoger sus más exquisitos guiños; los pintores pintarán la fugaz expresión de sus miradas decadentes; los universitarios los acorralarán mendigando precisiones para sus tesis doctorales; los críticos ya sabrán a qué atenerse y prodigarán calas estructurales en sus obras, análisis contextualizados, etcétera; los redactores de libros de texto les dedicarán las últimas páginas de sus libros porque el ministerio quiere que se llegue hasta la más inmediata contemporaneidad. Ellos, con la excitante molicie que supone el saberse observados, proseguirán acarreando materiales a la historia de la lírica; al fin y al cabo son historia viviente, el vagón los identifica, ya no pararán, cada cual afinando su voz personal, depilándose de adherencias incómodas.

Nueve mil novecientos noventa y un poetas damnificados intentarán agredirlos desde su polución durante años, a base de calumnias y libros arrojadizos editados por cajas de ahorro provinciales. ¡Qué se le va a hacer! Esperan a Godot sin ninguna lucidez, removiéndose entre sonetos como escarabajos patateros. Aún tienen la esperanza de que pase otro tren de medianoche que parará quizá en su abrevadero. Han de estar preparados. Pero pierden demasiado tiempo en bullicios, en criticar, chillar, masturbarse, en buscar convulsivamente a un jefe de estación con garantías. Y además tienen prisa, sienten que el tiempo les zarandea los costillares y que puede ser tarde para iniciarse en un nuevo grupo. Son un poco estúpidos estos 9.991 poetas a la intemperie, con las manos llenas de sabañones.

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