El sínodo, desde lejos
Las crónicas diarias no son inteligibles. Trazan líneas discontinuas, enmarañadas. Con ellas se llega, en el mejor de los casos, a un apunte de dibujo o boceto. Si queremos llegar a un diagnóstico inteligible sobre los debates sinodales tenemos que acudir al paisaje de fondo. Tenemos que referirlo al marco histórico. Sólo así pueden aparecer las veredas, tantas veces intentadas, que nos conducen a través de la floresta de los discursos. Había que desechar desde el principio los resultados espectaculares. Los ingenuos temían que se rectificara la planta del edificio diseñado por el Vaticano II. Los sensacionalistas dramatizaban el acontecimiento y lo reducían al dilema "restauración, sí, o restauración, no". Los apologetas cantaron inmediatamente la victoria del concilio sobre el sínodo. Ninguna Conferencia Episcopal se atrevió a echar la culpa al Vaticano II de los conflictos que hoy padece la Iglesia. El sínodo extraordinario ha descrito la misma parábola de todos los anteriores. Durante la primera semana se desplegó el abanico de las preocupaciones que se inscriben hoy en la catolicidad. El aula vaticana se oxigenó con el aire de todas las culturas. Pero después hay que volver a hacer girar todas las varillas sobre el mismo eje de la unidad y dejar de abanicarse por temor a los resfriados.El horizonte de la catolicidad se presenta hoy mucho más complicado. Hubo un momento en que el tema de fondo de la gobernabilidad de la Iglesia fue puesto sobre la mesa por los representantes de Canadá, Estados Unidos, Antillas, Ghana, África meridional, Escandinavia y Francia. El arzobispo ucraniano Maxim Hermaniuk se atrevió a proponer la creación de un sínodo permanente de 25 miembros que gobernara colegialmente, con el Papa, a toda la Iglesia. Lo mejor del sínodo es el hecho de celebrarse. Es el camino que se hace al andar, y no por decreto.
La teología de la liberación ocupó la atención de los sinodales. Ratzinger se había referido a ella como un "fenómeno extraordinariamente complejo y universal". No es cuestión de unos cuantos teólogos suramericanos. Se trata de un modo nuevo de hacer teología, de una óptica nueva, de una hermenéutica diversa. La teología del contexto sociocultural no nace aisladamente en Latinoamérica. Los teólogos de África y Asia discurren en el mismo sentido. Es un hecho transcontinental. Los teólogos de la liberación manejan además un lenguaje interconfesional. Tiene razón Ratzinger cuando privilegia a la teología y la acusa de intentar modificar la estructura de la autoridad central de la Iglesia.
Después de las grandes revoluciones modernas, y a partir del Vaticano I, la Iglesia encontró en el papado garantías de estabilidad y seguridad. El mundo civil de la restauración creyó incluso encontrar en ella una aliada. La fe cristiana, vista desde fuera, era juzgada como una fuerza conservadora. Ahora, la fe, se ha vuelto contestataria y peligrosa. Sería mucho más fácil combatir a los que niegan un dogma que a los que tratan ahora de reinterpretarlo. La peligrosidad de un error es proporcional a las dosis que encierra de verdad, como advierte el mismo Ratzinger. Esta misma advertencia vale también para los que creen asegurar la unidad de la Iglesia con la defensa a ultranza del monolitismo doctrinal. No creo que defiendan al Papa los que exaltan su ministerio hasta el punto de situarlo en un plano trascendente a todo el cuerpo de la Iglesia. El mismo concepto de cabeza del colegio apostólico indica claramente su exigencia de entroncamiento con el resto de los miembros. No es éste el problema de distribución de poderes, sino de lograr una comunión más efectiva entre el Papa y las conferencias episcopales.
Lo que está en juego es la catolicidad, que debe manifestarse en la variedad de las iglesias locales. La Iglesia es católica hacia afuera (ad extra) cuando se ofrece como patria de todas las culturas. Y es católica hacia dentro (ad intra) cuando es capaz de promover en su interior valores y carismas diversos, aunque en un primer momento puedan presentarse como discrepantes o conflictivos. Las teologías del contexto hacen ciertamente más difícil la gobernación. Obligan a cambiar algunos esquemas mentales y mundanos que confunden la unidad con la disciplina y la comunión con la simple obediencia. La crisis es de crecimiento de la catolicidad, tanto interna como externa.
No es malo que Europa haya perdido dentro de la Iglesia su secular centralidad. Ni que el Tercer Mundo se esté despertando a la inculturación de la fe y se alce en cada continente con voz propia y distinta en el concierto de la reflexión que quiere comprender mejor el Evangelio. Es lógico, por otra parte, que existan tensiones y que la exigencia misma de la unidad obligue a modificar la estructura de la autoridad.
Durante los 20 años del posconcilio ha crecido la demanda de teología. Incluso puede hablarse de una expansión de la reflexión teológica a todo el cuerpo eclesial. El salto es cualitativo. La floresta de las interpretaciones teológicas es hija a su vez de la diversidad de experiencias. Se siente la necesidad de formular aquello que se vive. Ni una sola persona ni un solo organismo pueden resolver por sí mismos el problema de la unidad y de la comunión. Criterios y juicios que antes resultaban adecuados a un único universo cultural pueden ahora ser insuficientes al tratar de trasladarlos a otros universos.
Las crónicas de cada día se han tejido con los ovillos de las notas de Prensa. Los han ido devanando en esquemas manidos, tomados del parlamentarismo político: progresistas y conservadores, papistas y colegialistas. La verdad es que está creciendo la catolicidad hasta tal punto que no cabe en los esquemas mentales de muchos eclesiásticos. El proceso de cambio es lento, sometido a las leyes de todo cuerpo social. La experiencia tiene que engendrar confianza. El sínodo ha sido, no había que esperar otra cosa, un hito en ese proceso de la catolicidad.
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