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Los disfraces de la belleza

Hoy por hoy existen en España más dandies por kilómetro cuadrado que en cualquier otro país. Así andamos, primando la estética frente a la belleza, el gesto frente a la vida, y la moda frente a la tradición que permanece. En sus buenos tiempos, el correcto caballero jamás se ponía un traje nuevo si antes no lo había vestido y desgastado uno de sus sirvientes. Debía parecer un traje de siempre. Aquellas telas, ciertamente, daban mucho Juego.La confusión actual entre bisutería y elegancia de espíritu nos ha dejado con escasos pertrechos para la larga travesía del pesimismo heroico o de la indiferencia estoica. Hay tiempos en los cuales lo sombrío de la historia no puede disimularse con maquillajes -si es que alguna vez eso fue posible- sin afectar a las certidumbres de la vida y del arte.

Cada día presenciamos cómo la estética atenta contra la belleza. Cualquiera que vierta un bote de nata líquida sobre un jugoso asado pertenece al olimpo de los creadores, aunque destruya sabores y genere dispepsia. Ya tenemos pruebas tangibles de adónde nos llevaba la disonancia. Por eso, el exquisito se alimenta de chucherías para estar ahíto cuando lleguen a la mesa los manjares sustanciosos. Las ideas se le atragantarían. Prefiere los bibelots de la estética.

Se da por sentado que para navegar -escribir, pensar, pintar, actuar- es imprescindible carecer de quilla y de tonelaje. Inventarse infancias felices -en castillos que no existieron- o acaparar baratijas de dudosa antigüedad y gusto tienen absoluta prioridad: para ellos, los cimientos de la construcción -como aquel dandy que quería que los criados viviesen por él- son una bagatela.

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En los menús de la cultura sólo constan los entremeses y los postres. Sin duda, el peor dandismo es el intelectual. Al paladear sus degustaciones -con gesto de acto privilegiado, ojos entornados, silencio que escenifica el trance de goce y desdén-, el dandy declara, en suma, su complicidad con el vacío. Con abalorios que ya no hechizarían a ningún salvaje, tan triviales como su cosmética, estas nuevas categorías de la elegancia exangüe pretenden todavía proclamar verdades. Berenson decía que este dandy intelectual es el más insoportable; el que lleva en el ojal, como una gardenia, su propia minúscula interpretación, el propio microscópico descubrimiento.

Con todo, no sabría oponerme a la forma de vida que elijan los demás si no ocurriese con demasiada frecuencia que de tales modos de vida se deducen postulados que pretenden trascenderlas e imponerlas como modelos existenciales. Tal vez no querramos presenciar cómo, impunemente, las modas deterioran las palabras, nos apartan de la grandeza de las cosas o nos inducen a abandonar la búsqueda de lo perenne. La frivolidad, en definitiva, es un gran don del que uno no puede considerarse investido por una cuestión de vestuario o de contoneo.

La ironía fue un valor de la vida, pero ahora -si la hay- lleva camino de convertirse en aditamento, y el humor pronto será como un afeite que -como los monóculos que llegan a apergaminar el rostro- crispa toda sonrisa leal. La aristocracia del espíritu significó esfuerzo, austeridad, rigor -aun sacrificio-. Frente a aquella pasión contenida, el despilfarro estético es energía que siempre perece. Dice Alberto Savinio que el esteticismo es una forma exterior no justificada por una verdadera sustancia interior; es una superficie que a veces esconde lo falso y, casi siempre, el vacío; es el residuo de algo ya sin posibilidad ni derecho a la vida, y que, con el fin de que sea aceptada su anacronica presencia, "se disfraza de belleza".

Dandin era hombre vano, sin sustancia. Quedaba tal vez la elegancia de formas -aquella que pasa inadvertida-, pero cuando lo impecable se obstinó en ser extravagancia, el dandismo pasó a ser una simple cuestión de perchas. El petimetre ya podía pavonearse, ajeno por completo a la elegancia intelectual que nos legó el Siglo de las Luces.

Penosamente aburridos, luego optaron por la militancia de la transgresión. Hoy vacilan entre lo lúdico y mamá. Decídanse de una vez por la perversión. No toqueteen más las flores del mal. Aspiren su hechizo y apréstense a lo que sea. De espaldas a la fecundidad de la vida y del arte, preservan su imagen en la profusión de espejos. Son aprendices de esterilidad. Ante el reiterado espectáculo del baúl de disfraces que cada exquisito descubre en el desván familiar, sólo nos queda pedirles que se engalanen y disfracen ellos, pero que dejen tranquila la belleza.

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