Otro opio del pueblo
Ortega, en un pasaje rápido pero significativo, indica que el dominio de la cultura es el de la libertad, el de la realización de lo no realizable. La idea no era nueva en su momento; tampoco nos abruma por su radicalidad; ya Schopenhauer, con mayor profundidad, había hablado del doble mundo en que habita el hombre, siendo el segundo el de la idea. Lo de Ortega, a pesar de su carácter trivial, epidérmico, epigonal, es, no obstante, digno de atención. Tocqueville, por caminos diferentes, aunque con no muy diferentes objetivos, ya había visto en un área de lo cultural -en la religión- una red de enfoques y creencias que podían y debían servir para estabilizar, cohesionar el organismo oficial, una vez destruido el principio aristocrático de la cohesión natural y jerarquizada.No parece haber una relación inmediata y directa entre el pensamiento de Ortega y el de Tocqueville; la hay, no obstante: en el uno la religión cohesiona lo social; en el otro lo cultural descarga de toda necesidad de realización, en la medida en que lo mejor, lo deseable y necesario sale fuera del ámbito de las tareas histórico-sociales para recluirse en el universo de sombras de la cultura. Ortega y Tocqueville -los tomo como simples ejemplos, no como paradiginas- ponen de relieve la relación afirmativa de la cultura respecto a lo social; relación afirmativa, no crítica ni subversiva, y que ha sido idea directriz a lo largo de los siglos: desde la función catárquica de la tragedia hasta las páginas en que Hegel expone, de manera nueva y más honda, la generalización y la liberación de las pasiones en y por la imagen. Pero ni Aristóteles ni Hegel sucumben alas cobardes simplezas en que se debate toda concepción afirmativa de lo cultural, ese descenso de nivel reflexivo le estaba reservado a nuestro momento histórico.
El carácter afirmativo de lo cultural se liga a su autonomía; el espíritu puede curar las heridas de la carne sólo en la medida en que, desligado, la sobrevuela. De enraizarse en la materia, sus movimientos, de trasceder, pondrían en ebullición al mundo, y sería éste quien tendría que sobrepasarse en su propio más acá, quien tendría que revolucionarse.
Toda la problemática del poder, de la sustantividad de la forma estética arranca de esa célula ideológica: la representación puede mediatizar el dolor del mundo en la medida en que le es ajena. Esa majestuosa autonomía de lo formal-cultural constituye uno de los momentos centrales en la historia crítica de Occidente.
Que se lean las páginas densas y lúcidas de A. Hauser (Der Ursprung der modernen Kunst), en que se clarifica la noción de manierismo: el arte,alejado de todo su enraizamientó simbólico o ritual, deviene universo en sí y para sí, orientado a la realización de su posibilidad. Ahora bien, en los momentos iniciales de autonomización de lo estético, el desenganche conserva aún su dinámica negativa: la formalización extrema y liberada del manierismo es testimonio e instrumento de la negación del mundo y tiene dentro de sí, aun en sus más refinadas y estetizantes manifestaciones, el impulso crítico; eso es lo que explica la deriva metafisica de una pintura como la de El Greco, no satisfecha en el puro arabesco, y cuya orientación, tensa y revolucionaria, algunos pretenden atribuirla a su mística españolidad.
No así cuando en el curso del proces o esa sustantividad crítica y negativa de la forma se afirma pura y simplemente. El cristal estoico tras el que Mallarmé gusta de contemplar el mar, aunque realiza la tensión idealizante inherente a todo arte, ya ha perdido su entronque en una conciencia subversiva, en una decidida negación del mundo. Ahora la forma tiende hacia sí misma, y aunque alumbra zonas oscuras de la realidad, apenas combate contra lo que se opone. Lo formal deviene abanico. En ello estriba la diferencia con Baudelaire, quien todavía trabaja adosado a un universo simbólico cristiano, no enteramente desligado (ése es su moralismo inmoral), y en quien jamás, y a pesar de todo, nunca aflora una orientación a L'art pour l'art. (G. Bowm, 7he heritage y symbolism).
Hoy, hay que decirlo, parece que vivimos una resurrección del rococó, y no me refiero a la lección que los escritores alemanes les propinaron a los pastorcillos de nuestro tosco Trianón. El fenómeno a que aludo es menos chusco y de más envergadura.
Por obra y arte de los medios de difusión de masas, por la consiguiente posibilidad de difundir imagen y de alucinar a la opinión por la imagen, manipuladores de todo pelaje pueden reemplazar la explicación, la reflexión y el conocimiento de cosas y casos por ese desfile de sombras hueras y seductoras. Los vanos fantasmas -en-bruto, ni siquiera formalizados- ocupan el espacio de la realidad, enmascaran los problemas, anestesian al público. El universo sin sentido se deshace, como en la fiesta rococó, en un efimero chisporroteo de fuegos de artificio.
Esta función analgésica de lo cultural es patente en los países que se dicen desarrollados. El tedio de los domingos familiares se anega en el pasmo estético ante Ingres o Cezanne; todo es lo mismo y todo da lo mismo; lo fundamental, amén de afirmar culturalmente el propio standing y de, como decía madame De Staël, "estudiar por la mañana para poder hablar por la noche en los salones", en el escalofrío (cuando lo hay; en general se finge como otros pasmos en las casas de tolerancia ... ), el escalofrío hedonista, placentero, sensible y refinado.
Esta tendencia avasalladora y parásita muy pronto ha sido comprendida, fomentada y utilizada por la reacción-social y por la social-democracia: el circo culturalero, los arabescos y volutas de un gusto no formado, inconsistente, se emplean como esbozos, tapujos y derivativos. Nada de aparatos docentes en que, lenta y críticamente, se forme al ciudadano responsable; la escuela se desvaloriza, como arcaica e inadaptada a las ¡oh, cuán elevadas exigencias! de nuestro universo ramplonamente comercial. Lo que se privilegia -y desde los ministerios de la cultura, institución que mucho tiene que ver con la espiritualización por la compra de las bulas- es el show zafio, ruidoso, polícromo. La cultura afirmativa realiza su esencia y desvela su astroso interior cuando, con pantalón dorado o de cuero y chaqueta de lentejuelas, se encarama berreante a la tarima y, en medio de relámpagos de luz, alucina a muchedumbres que, en paro y sin horizonte, vegetan en una desjarretada dieta espiritual.
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