¿Dónde vas, triste de ti?
Como coleccionista que fui de los cromos coloreados de Quo vadis, tenía gran curiosidad por ver cómo se limpian las imágenes sagradas de la infancia con el plumero de la autenticidad (Franco Rossi, el director de esta serie que TVE comenzó a emitir el pasado lunes, ha declarado que pretendía huir de las anticuadas estampas hollywoodienses, buscando una realidad menos reluciente). Quedan bien. Pero el grato sabor de caramelo de aquellas ilustraciones cristianas que el cine de los años cincuenta prodigó -La túnica sagrada, Demetrius y los gladiadores, el Quo vadis dirigido por Mervyn Le Roy- no lo disuelve la hermosa amargura de la Roma de Rossi.Quo vadis la novela (tan bien glosada recientemente por Terenci Moix) y Quo vadis la película de Le Roy eran cantos optimistas y decorosos al signo de la cruz. El novelista Sienkiewicz y sus siguientes adaptadores a la pantalla no desconocían la fotogenia del mal, y ni el libro ni Hollywood ahorraron la minuciosa reconstrucción del entorno vicioso de Nerón. Pero los fastos del paganismo eran allí episodios, y personajes como Popea, Nerón o Petronio, caracteres Potentes aunque secundarios: comparsas. Lo que importaba y lo que relucía de verdad en la novela y en el cine era la luz incandescente de la fe y -en 1951- la blancura de tez de Deborah Kerr contrastada con la apostura no excesivamente musculada de Robert Taylor; ambos eran criaturas del bien quea rrasaban los templos de la idolatría con su mirada.
Rossi, por lo visto el lunes en el primer episodio, ha desplazado el eje de la historia. A los cristianos, como es de justicia, se les presta atención, pero el drama se desarrolla en el palacio del emperador y en las cloacas (la serie está muy bien ambientada, en un estilo de recreación fantasiosa que recuerda el Satiricón de Fellini y las películas griegas de Pasolini).
Esa mayor inclinación a lo torcido que a lo recto se manifiesta en la propia elección de actores; para la pareja virginal, dos rostros yertos y poco agraciados (Francis Quinn y Marie Therese Relin) contrastan con la complejidad gestual de Klaus Maria Brandauer (Nerón), con la aún no aparecida Ángela Molina haciendo de cortesana, y hasta con el excelente trabajo de Frederik Forrest (Petronio), que, sin llegar a la flema doliente del estupendo Leo Genn en la película de Le Roy, da bien su papel de escéptico, observador de la ruina romana.
A Nerón se le pinta como a un monarca lúgubre, aunque sensual, cruel, inestable, pero no como al histérico de la leyenda histórica. Un ser predestinado a convertirse en figura trágica. Y Roma aparece como un lugar sagrado, una ciudad de ritos contrapuestos. El emperador participa y exige su latría, los augures y brujos aportan el colorido de sus ungüentos y trucos de adivinación, y el cristianismo es vivido por sus practicantes como un misterio.
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