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La paz como continuación de la política

En un mundo que se nos ha ido quedando cada vez más pequeño, la actual política de bloques militares puede ser contemplada, en algunos aspectos, como un desarrollo de los supuestos bélicos en que se fundamentaron los Estados nacionales en sus orígenes. En las primeras legitimaciones laicas de éstos (obra, entre otros, de Thomas Hobbes), la amenaza latente de guerra era su principal razón de existir; el miedo a la mutua destrucción entre hombres-lobo constituía -como ahora en relación con los bloques- el mecanismo básico de aceptación de un centro de control lejano de las armas, a la vez poderoso, beligerante y protector.La ideología del territorio acompañó la avidez de difusión de su dominio; pero las fronteras, incluso cuando se imaginaban naturales, solían ser concebidas como expresión móvil de una predisposición expansiva, como jalones provisionales de una proyección hacia el exterior. El actual cambio de escala territorial, producido por un acortamiento general de las distancias, ha provocado una multiplicación de las ambiciones. Y así, el mismo fenómeno geográfico que en otra época pudo ser considerado una prueba natural para destinos separados (el Atlántico Norte, por ejemplo), puede ser hoy ilusoriamente presentado como un espacio de unión.

Un bloque armado de base territorial se afirma, como los Estados en fase aún inestable de consolidación, por confrontación con otros bloques y mediante tentativas de aumentar su cohesión interior. Si la doctrina de la razón de Estado surgió históricamente de los requerimientos de la política exterior, puede comprenderse que su propio desarrollo haya acabado conduciendo a una especie de razón de bloque (aunque, con contradicción sólo aparente, ésta tienda a menoscabar la soberanía estatal). La imposición de las exigencias de una política de potencia lleva, tanto ayer a los Estados como hoy a los bloques, a afirmar la propia superioridad moral frente al enemigo, a acentuar el carácter normativo y obligante de un determinado modelo de organización política y social.

La multiplicación del volumen y la capacidad mortífera del arsenal general de armas devuelve también actualidad a viejas ideas sobre la guerra. El espadón nuclear reduce el número de golpes necesarios para el aniquilamiento, por lo que la toma de posiciones permanentes (el reparto del mundo en áreas de influencia) prevalece sobre las guerras de movimientos, propias del arte medieval de la esgrima. Se reduce así la distinción entre guerra ofensiva y defensiva, y aumenta por tanto el peligro de identificación del objetivo militar en la guerra con el objetivo político de la misma; el exterminismo como meta; la militarización de la política exterior como colofón.

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Antaño, mediante ilaciones de este tipo, la guerra pasó de ser concebida como un medio necesario y natural para un fin superior de convivencia a ser vivida como un fin en sí misma, como una violenta celebración de odio al enemigo y una afirmación por la fuerza del propio valor moral.

No cuesta mucho percibir hoy perversas supervivencias de tales filosofías añejas de la guerra. Pero también en determinadas tendencias del pacifismo actual pueden encontrarse viejas raíces de pensamiento especulativo.

En primer lugar, su consideración de la guerra como algo antinatural e irracional parece implicar la visión de una naturaleza humana bondadosa y pacífica, supuestamente corrompida por leyes e instituciones injustas. Por eso puede oírse a veces que la guerra es una locura o una enfermedad.

En segundo lugar, se vuelven a identificar unas causas últimas de la guerra con un determinado modo de organización política y social. En el siglo XVIII los ilustrados creyeron haber encontrado las causas de la guerra en el despotismo ignaro, el atraso económico y el desviacionismo con respecto a la moral natural y racional. Al proteccionismo y el espíritu de conquista opusieron el espíritu cosmopolita del libre cambio; un modelo alternativo de sociedad, presuntamente próspera y armónica que pronto se convirtió también en una pauta expansiva de colonización. Hoy, frente al belicismo imperialista no es menor la tentación de hallar las causas de la guerra en el modo de producción capitalista; "las guerras no podrán suprimirse mientras exista la dominación de clase", que decía Lenin (silogismo que, por cierto, también podría aplicarse a la dictadura del proletariado con rigor literal). A esas nuevas causas últimas de la guerra se contrapone un nuevo modelo alternativo de sociedad supuestamente feliz, sin conflictos ni disidencias, que pronto se convierte asimismo en un mensaje de vocación misionera universal.

La paz puede ser contemplada, en esta perspectiva, como un valor moral absoluto, como el atributo de un mundo que habría suprimido de cuajo las causas de los conflictos. Ésa sería la única paz auténtica y verdadera, el sueño que permite proclamar a algunos pacifistas iluminados que la cuestión de la paz contiene todo el porvenir de la humanidad". Para todo fundamentalismo, mientras no rija su particular versión del orden justo no habrá una paz verdadera, por lo que el inicial impulso pacifista puede devenir un ansia de beligerancia ideológica no ya contra las guerras sino contra la falsa paz de un mundo plural. (No debería sorprender, por cierto, que esta concepción totalizante de la paz, con toda la mística de lucha por la causa que lleva consigo, pueda ser confundida fácilmente con una doctrina de tipo religioso. Como, por ejemplo, la de la encíclica papal de hace algunos años que identificaba la paz en la tierra con el imperio universal del orden divino, es decir, con la vigencia general de la acepción dogmática católica de "la verdad, la justicia, el amor y la libertad".)

La idea de una paz total estuvo acompañada, en el utopismo dieciochesco, por el optimismo progresista sobre una inminente paz perpetua. Hoy, la misma afición a apreciar el presente como el dintel del no va más y la vigilia del final de la historia se ha trocado en el pesimismo catastrofista de este fin de milenio. De ahí los acuciantes llamamientos pacifistas a evitar la guerra "a toda costa" y "por todos los medios", términos que tomados al pie de la letra resultan más bien escalofriantes; la apocalíptica y falaz alternativa entre la autoderrota voluntaria o la desaparición fatal.

La polémica entre belicismo y pacifismo, con sus contraposiciones casi simétricas de valores absolutos, podría polarizar estérilmente el debate sobre una política de paz.

Sin embargo, ante las concepciones del hombre como naturalmente belicoso o como naturalmente pacífico, cabe sostener que el conflicto y la contienda son actos propios de la vida social, aunque la política (y, por tanto, también la política internacional) precisamente consiste en crear las condiciones para que puedan resolverse sin necesidad de usar la violencia. Del mismo modo que el general Clausewitz pudo decir, en célebre frase, que la guerra es una continuación de

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La paz como continuación de la política

es profesor en la facultad de Derecho de la universidad Autónoma de Barcelona.

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