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Gibraltar y los dos errores

Hay un error histórico: que exista una colonia británica en la esquina de un territorio español; hay un error Castiella, que consiste en agravarlo cerrando la verja y separando a dos pueblos que hablan con el mismo acento, aunque por encima de ellos ondeen dos banderas diferentes.Gibraltar ha dado siempre sensación de angustia física, incluso cuando estaba abierto totalmente al tránsito y al tráfico con el territorio español. Las sinuosas calles acababan en seguida en las sinuosas carreteras, y éstas a su vez terminaban en la cresta del promontorio o en el mar. Yo lo conocí en los años cincuenta, cuando los habituales de la Costa del Sol éramos poquísimos y considerados un poco locos por los demás veraneantes españoles. ¿A quién se le ocurre ir en julio y agosto a un arenal con un sol que parte las piedras?

Pues bien, uno de los pocos alicientes entonces era visitar Gibraltar para comprar algo que estuviera prohibido en España. Podían ser libros que la censura no dejaba entrar o un motor fuera borda que un periodista español afincado en Torremolinos y llamado José Pizarro quería comprar para su barca. Nos habían dicho que si hablábamos con el aduanero español -"usted ya me entiende"- no había el menor problema.

Pero lo hubo. O nosotros hicimos muy mal la gestión o el aduanero que nos tocó era hombre de sólidos principios morales que no se dejó convencer por las insinuaciones de mi amigo sobre cómo compensarle por los trámites. Lo máximo que conseguimos es que al ver nuestra cara decepcionada, en lugar de incautarse del motor, nos aconsejó para que lo devolviéramos a Gibraltar. Y allá nos fuimos cargando con el ingenio envuelto en una lona como los personajes de una película de Hitchcock intentando desprenderse del cuerpo de su víctima.

Los guardias británicos se rieron al vernos regresar con el bulto, y uno de ellos, compadecido, nos susurró una dirección. Una calle estrecha, un taller; oiga, ¿sería posible ... ? "¿Dónde vive usted, en Torremolinos? ¿Calle? ¿Número?... Mañana lo tendrá usted allí. Cuesta tanto. La mitad ahora y la otra mitad a la entrega".

Salimos eufóricos, liberados del peso físico y especialmente del económico (¿de qué le hubiera servido un motor fuera borda en Gibraltar?), y tras comer fuimos de compras; a la vuelta pasamos sin querer por la misma calle; el dueño del taller nos invitó a entrar y nos señaló un montón de piezas en un cajón: era el motor ya desarmado y preparado para el envío; efectivamente, al día siguiente estaba en Torremolinos.

Esa intercomunicación de materiales lo era también de ideas y de familias. Muchos residentes del Peñón estaban casados con gente de Algeciras, de San Roque, de La Línea, incluso de Casares y de Guadiaro. El pasaporte respectivo no tenía la menor importancia cuando se reunía la familia de los dos lados de la verja para trasegar unos vinos y oír unas guitarras. Gibraltar, sentimentalmente, era parte de Andalucía.

Hasta que un hombre llamado Castiella, coautor con Areilza de un libro titulado Reívindicaciones de España, ascendido a ministro, creyó llegado el momento de poner en práctica algo de lo que había soñado como escritor futurista.

Yo volví a Gibraltar en 1976, en pleno bloqueo, y el panorama era desolador. Pero no desolador porque la zona estuviera sin carne, verdura, frutas o mano de obra, como esperaba ingenuamente el ministro, al que al proyectar su brillante maniobra no se le había ocurrido mirar el mapa y ver un país llamado Marruecos a pocos kilómetros de distancia. País que, lógicamente, empezó a mandar todos los productos agrícolas que le pidieron los llanitos, arruinando de golpe a los proveedores españoles habituales. Y con los productos agrícolas pasaron los que iban a limpiar los muelles, a servir las mesas, lavar los platos, es decir, a realizar todas las tareas que hasta entonces habían hecho los españoles. "¿Y qué?", decían en Madrid los políticos mientras comían en Jokey o en Horcher, "España no se vende por un pedazo de pan". Así, los andaluces de la zona fueron sacrificados a la mayor gloria de España y de su ministro de Asuntos Exteriores. Eso sí, les pusieron una refinería que no ocupó la mitad de los brazos que habían quedado inmóviles al cerrar la frontera, pero en cambio alejó parte del turismo que se iniciaba entonces y que veía el sol de la costa oscurecido en la hermosa bahía por el humo de la fábrica.

Pero el dramatismo mayor ocurrió en las relaciones humanas. En esa visita de 1976 pude ver a hombres y mujeres pegados a la verja gritando a los españoles del otro lado -sus primos, sus cuñados, sus hijos convertidos en seres extraños por lejanos- las más íntimas noticias sobre nacimientos y bodas. Y, para más injusticia, resultaba que esa imposibilidad de comunicación sólo la tenían los pobres. En los bares de la calle Real los pudientes contaban la experiencia del reciente viaje a Madrid, a donde habían ido volando primero a Tánger sin encontrar en Barajas la menor dificultad por parte de unos aduaneros que, en principio, y de acuerdo con la teona del señor Castiella, debían rechazar el pasaporte de un país "que no existía". (Se decía que gracias a ese cierre había cesado el contrabando, pero en realidad el grande, el importante, había pasado siempre por el mar y no por la estrecha puerta, y bastó una vigilancia mayor, que podía haberse hecho antes, para cortarlo.)

El español que en aquel tiempo circulaba por Gibraltar no sabía qué decir ante las quejas de los taxistas: "¡Pero si éramos todos uno!"; del librero: "Me piden continuamente libros en español y no me llegan ni revistas"; del dueño del restaurante: "Mi hermano vive en La Línea y no puedo abrazarle...". Aquel país antes apreciado se había convertido en una argolla alrededor del Peñón -¡se habló de cortarles el agua!-, y a la hostilidad no provocada se contesta, claro está, con la hostilidad. Una generación entera ha crecido sin saber de España más que la animosidad.

Hoy se ha abierto de nuevo la frontera. Habrá que anudar los lazos rotos, reparar las grietas de las desavenencias, y en ello tardaremos años. Pero al menos ahora, que además estamos juntos en Europa, hay esperanzas de llegar por la fusión a lo que sólo un político inepto pudo imaginar que se llegaría por la coacción.

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