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Ética y genética

Con este título nos pone en guardia el ensayista italiano Filippo Gentiloni sobre un problema de vitalísima importancia. La bioética será la ética del futuro. Son ya muchos los que lo anuncian, aunque son pocos lo que van más allá de una simple afirmación de principio. De bioética, hasta ahora los tratados clásicos de ética cristiana -sobre todo católica- se han ocupado poco. Pero de ahora en adelante no debería ser así. Y no por una cuestión de moda o por estar à la page (movimiento verde, ecología, etcétera), sino porque las nuevas técnicas biológicas plantean problemas éticos no sólo de extrema importancia, sino también relativamente nuevos.Esta negligencia dependería probablemente de la idea de que la ética no concernía nada más que a la especie humana y que las relaciones entre los varios mundos que constituyen la naturaleza eran escasas. Ahora, por el contrario, se empieza a caer en la cuenta de que la naturaleza es una unidad, de que los tránsitos de un reino al otro están aproximados. Y así, por ejemplo, la ética no podrá menos que acercar al comportamiento humano los estudios sobre el comportamiento de los animales y, por tanto, no podrá prescindir de la etología.

Aquí surge el problema de la ética de las semillas, con las muchas cuestiones anejas. Hasta ahora se ha hablado poco de ello en un ámbito ético: ni de la cuestión de su manipulación tú de la de su propiedad. Pero los principios de la ética clásica aparecen demasiado genéricos para ser suficientes en una cuestión tan nueva y tan esencial a la vida del género humano como es la cuestión de la propiedad de las semillas. Hacen falta al menos dos subrayados esenciales. El primero se refiere a la importancia de la cuestión. Se trata de una cuestión en la que está en juego no solamente la supervivencia del género humano de una parte de él, sino también la misma calidad de su vida. La opción por una u otra posición lleva consigo daños o ventajas difícilmente cuantificables, pero de una delicadeza incalculable.

Un segundo subrayado no puede menos que contemplar no sólo la calidad cuanto el tiempo: la cuestión de las semillas hipoteca gravosamente el futuro de la humanidad o de una gran parte de ella, porque quien tiene en su mano las llaves de los bancos de semillas tiene en su mano las llaves del futuro de la humanidad por quién sabe cuánto tiempo (o viceversa, las llaves de su destrucción).

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Por eso, todos los que tienen alguna autoridad sobre los comportamientos morales en este caso se deben sentir comprometidos hasta el fondo con todo el peso de su responsabilidad. Las iglesias antes que nada, que son todavía en muchos países la máxima autoridad moral, las voces más escuchadas. Hasta ahora no lo han hecho. En el campo de las semillas, sus intervenciones han aparecido débiles, descontadas, convencionales, sobre todo si se las compara con otras intervenciones en otros sectores de la, moralidad pública, como es, por ejemplo, el sexual. Todo silencio en este ámbito es culpable y escandaloso.

Tenemos la tentación de pensar -aunque quizá se trate de juicio errado- que hay grandes intereses comunes, a alto nivel, entre las autoridades eclesiásticas y las grandes centrales económicas (multinacionales, etcétera) y políticas que buscan ansiosamente el silencio ético sobre la cuestión de los bancos de semillas.

También en este espacio pueden tener una gran función estimulante frente a las autoridades eclesiásticas los creyentes de base, análogamente a la que han tenido y siguen teniendo en el campo de la paz.

Función ética y función profética, en este como en muchos otros casos, pueden ir de acuerdo hasta identificarse. Y así podríamos salir de la obsesión sexual, escolar e institucional, que ocupa tanto tiempo en los juicios pastorales de nuestros dirigentes eclesiales. Y no es que haya que prescindir de ellos. Ni mucho menos.

La ética cristiana es de suyo política, o sea, pública, no meramente sacristanesca, como querrían algunos flamantes demócratas que todavía no han concluido su noviciado político. Pero en todo caso esta ética política debería tener una fuerte intuición y posarse preferentemente en los problemas más urgentes, dejando ya la monotonía de algo que creyentes y no creyentes saben de sobra que califica negativamente la Iglesia.

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