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El Prado, visita de estío

El Renacimiento ha llegado a ser nuestra Edad de Oro. Y considerándonos sus descendientes por la vía del siglo XVIII, lo evocamos y perseguimos sus huellas, sobre todo en la pintura si tenemos a mano alguna de las grandes pinacotecas del mundo, que suelen ofrecer a los ojos toda o casi toda la evolución artística del hombre.El Museo del Prado verifica fácilmente tal aseveración, sobre todo si lo visitas temprano, libre de peritajes impresos y, en especial, orales: tiene que haber espacio suficiente para sacarle el cuerpo a las manadas turísticas y escolares, y a sus guías. Si lo consigues, lo más probable es que vires a la derecha y, más allá del chico desnudo que se extrae una espina del pie, te encuentres, junto con otros madrugadores de las diez, en pleno Renacimiento, rodeado de paganos dioses, por lo general romanos, o emergiendo de lujosos y antojadizos textiles, siempre dispuestos a cubrir partes pudendas y oscuros objetos del deseo cuando la postura o el escorzo fallan, o fallan las ramas de los idílicos paisajes, con o sin arquitectura clásica, en que actúan como se espera de ellos. Tal porfía en ocultar el sexo (divino o no), excepción hecha del busto femenino, hace que resulte inevitable preguntarse lo que ocurriría si anduviéramos siquiera un poco en cuatro pailas como ciertos mamíferos a los cuales se dice que nos parecemos, a pesar de ser nosotros más lampiños. De haber sido como ellos no hubiera habido problema (casi). Sin duda, que la verticalidad actual ha terminado por hacernos indecentes. Desde la cristianización de los romanos, por lo menos. En buenas cuentas, no siempre fue así en Occidente. La verticalidad poco o nada incomodaba a los supuestos precursores del Renacimiento. Así lo atestiguan en el Prado dioses y atletas griegos, mutilados diz que por manos victorianas, quizá más reventadas por la contienda entre la privación y el miedo que impulsadas por el pudor protestante. Pero a aquella fastuosa lencería renacentista debemos la ausencia de agujeros fatales en preciosas telas. Porque si El jardín de las delicias no ha quedado hecho una criba o peor se debe a su tamaño, que minimiza la desnudez de las figuras, y a que esa gente se halle en un infierno que trasciende la convención realista con la velocidad de la luz, sin que Dalí y otros admiradores -suyos, declarados o no, hayan realizado en toda su quimérica obra lo que El Bosco en un centímetro cuadrado de la suya. Claro está que en una sala no muy lejana tenemos a Goya, que prescindió de géneros pudibundos o de adorno y se sirvió de harapos o tejidos de lujo para desnudar los vicios y las locuras de todos, dejando, cuando le dio la gana, a la vista lo que tapó el Renacimiento. Y haciéndolo precisamente cuando en la neoclásica Francia se admiraba a los congelados gladiadores de David y el retrato de madame Recamier sin pensar siquiera en la incomodidad de su canapé Empire. Que habrían pensado el pintor francés y su modelo de la duquesa española a quien retrató, cómoda y supina, el único genio artístico revolucionario del revolucionario Siglo de las Luces. La liberación estética del resto de Europa tendría que venir del romanticismo alemán, tan resistido por el emperador como lo fuera el natural de España por los primeros Borbones, y con tanto fervor traducido al inglés por Coleridge, aunque no pueda Inglaterra todavía aceptar el rampante barroquismo de su teatro isabelino.

Y a todo esto, la visita es de miércoles, y el augusto museo empieza a recordarte una estación del metro a la hora punta. Se nota que la gente sube en busca de aire y de espacio. O de Las meninas. Porque ahí están, en cuarto propio, y limpias; tan nítidas que no las habría querido más Norman Rockwell, aunque sean visibles sólo entre cabezas y conversaciones. Pero poco a poco se va viendo todo, hasta la muy rubia infanta Margarita, y por fin el perrazo que recibe indiferente el puntapié de quien puede propinárselo: el enano Pertusato. "Horrid litille boy!", comenta el varón de un matrimonio american. El Saturday Evening Post, feudo de Rockwell, y sus domésticas portadas, jamás habría publicado escena semejante sin sancionar la crueldad, pensará. Como sea, poco recurrió Velázquez a telas dóciles. Las que se estiran sobre los guardainfantes, dan a las princesas claros contornos de chasis con algo de centauros, visibles hasta en la transcripción que de la obra hizo Picasso, geometrizándola en un solo plano blanco y negro.

Genio de audacias frías el de Velázquez. Ha provisto de un descansillo para ambos pies a su Cristo nórdico, que tolera los clavos como si se tratara de un ensayo de crucifixión. Ante la impecable pintura, la gente se detiene poco. No falta, en cambio, quien se frene ante algún Zurbarán, despiadado con la carne de modelos triviales como un joven santo de túnica entre azul y rosa cuyos ojos en blanco atraen los de una chica guapa

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El Prado, visita de estío

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que no decepciona: habla el inglés americano que hoy domina aquí. "Oh, shit! ¡Pero si es igual!", le dice a su amigo. "¡El de la película! ¿Y la cabina de teléfono? ¿Los tres posters ligándole a una lata de atún? He's great". Algo masculla el joven de barba y aspecto somnoliento, y. la sigue hasta la sala de El Greco, de donde va saliendo un grupo francés. Gozará allí la chica con tanto arrobamiento, aunque esté lejos de residir puramente en los ojos.

Como El Bosco y Goya, ensimisma El Greco. Y eso que en sus imágenes telas hay. Pero no lencería. Absorbe espiritualizando la magia del movimiento humanó en el aire y en los espacios. Pero sin las obsesiones musculares de Miguel Ángel. O la noble rabia de Goya. Y con una elegancia vital que se diviniza antes de siquiera acercarse a la decadencia. España goza de haber desromanizado a El Greco, permitiéndole recuperar de alguna manera la nobleza física de la antigua Grecia, tal vez hermanándosela con ese catolicismo de vivencia y no sólo de templo, forjado quizá por el indestructible espíritu religioso y semítico que empapó las tierras ibéricas por siglos y siglos. El Kristos de su Crucifixión no es el pudibundo atleta renacentista de Velázquez. Y el de la Resurrección es el mismo que ahora asciende luminoso de carnes y sin más por delante que la punta de un blanco estandarte, precisamente allí donde en la agonía la tela sudorosa y pesada no deja dudas sobre la integridad física del hijo de Dios, y tal como en La adoración de los pastores, la Virgen tiene los pechos henchidos de la divina savia, que irá a alimentar al Salvador.

Paradójicamente, son estas visualizaciones las que hacen de El Greco un español de pura cepa. Mutatis mutandi, había de ser un fraile ibérico el que produjese el arquetipo del erotismo masculino, el Don Juan, en vano disputado por las literaturas que lo piden prestado, las más de las veces sin saber muy bien qué hacer con él. La excepción sería George Bernard Shaw. Aun antes de presentarlo en su obra lo vindicó para Tirso en forma tajante y elocuente.

Una visita al Prado, estival o no, será insuficiente para restaurar las creencias de uno en los méritos absolutos del Renacimiento, y mucho menos en los progresos de este siglo; pero sin duda rescata logros artísticos de aquella época con telas flotantes o plegadas, y hasta sin ellas, y a pesar, de la obstinada afición a las renaissance fairs en las tierras más dedicadas al here and now del mundo entero, Angloamérica. En la primavera, la juvenil afición por los disfraces de sus habitantes más o menos adultos -se orienta por unos días hacia esa época predilecta, y, se la conjura por medio de leotardos a rayas, laúdes (casi siempre silenciosos), maquillaje, escotes generosos, gorros con plumas y otras piezas de guardarropía, en parques, patios universitarios y otros sitios públicos. Y hay actos culturales, o no, un poco, de comercio -discreto-, y se bebe vino, cerveza y coca-cola; se canta o se toca a pasto Greensleeves, la canción isabelina oficial; se habla de Galileo y Bertolt Brecht, etcétera; pero, sobre todo, todos hablan, de impulsar el nuevo Renacimiento, el que propaga América, desafortunadamente en inglés o en traducciones no siempre cuidadas. Además hay opiniones divergentes sobre lo que es y lo que debería ser. Alas!

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