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Tribuna:LECTURAS DE VERANO
Tribuna
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Ganados

Había estado buscando trabajo durante un tiempo suficientemente prolongado como para sentir que me encontraba a merced del azar. Los periódicos tenían las redacciones completas, y colocar un artículo de colaboración se convertía en un episodio poco significativo, cuando llegaba a producirse, de que las cosas fueran a cambiar. Sobrevivía, pero me es difícil recordar de qué modo conseguía afrontar esa situación con equilibrio. Realmente, no guardo la sensación de que me considerara una víctima. Era muy arduo encontrar un empleo en periodismo. Eso era todo, y teniendo esto en cuenta fue como acepté el trabajo de lidiar un toro en una sala de fiestas.Parece probable que en aquella época, de la que sólo guardo el, recuerdo de una mancha oscura, no muy extensa, pero, sí espesa, hubiera desempeñado diferentes oficios. Ocupaciones que seguramente ahora me parecen muy ajenas y en algunos casos ímprobas, pero que quizá entonces cumplía sin el esfuerzo que hoy les atribuyo. Desde luego, algo de esto que digo debía de suceder con la tarea de lidiar un toro. Bien es verdad que no recibí esta oferta con alborozo y, para ser sincero, tampoco con el ánimo que correspondería a lograr un empleo cuya retribución podría aliviar mi indigencia; pero se comprende que tampoco se trataba de un cometido muy confortable. Dentro del surtido de tareas, necesariamente diversas y efimeras, dada la saturación del mercado de trabajo, la de lidiar un toro no se hallaba entre las más frecuentes, y probablemente tampoco entre las más codiciadas. Lo que no cabe duda, sin embargo, es que no sería aquélla la primera vez que iba a enfrentarme con un encargo de esa índole. De no haber tenido un mínimo conocimiento práctico del toreo es presumible que hubiera rechazado la oferta. O, en todo caso, habiéndola aceptado, es imposible que sin tener experiencia anterior y, por su misma audacia, no lo recordara distintamente.

INEXPERTO Y PARADO

Por otra parte, no es fácil imaginar que los encargados de la sala de fiestas, por muy irresponsables que fueran, convinieran en asignar este trabajo a un inexperto. Sobre todo contando con que el paro tan amplio les facilitaba la elección entre abundantes candidatos, y las autoridades gubernativas, por ese tiempo, empezaban a considerar la oportunidad de poner trabas o incluso de prohibir el espectáculo. Téngase en cuenta que la lidia del toro en la sala de fiestas se hacía no en un recinto acotado, sino exactamente entre las mesas.

Hasta el momento no se había producido ningún accidente de consideración, pero en la mente de todos estaban los altos riesgos de esa diversión, e incluso, por qué no decirlo, su carácter un tanto atrabiliario. De todo este espectáculo, seguramente el personaje más cabal era el torero, de cuya destreza y sentido común había dependido que el toro no se alborotara y cumplíera, por el contrario, en las embestidas con una contención insospechada. Se requería, pues, algo más que coraje en ese oficio, y seguramente lo pagaban bien, aunque es evidente que no tan bien, atendidas sus dificultades, como para saltar de júbilo cuando nos contrataban.

Por lo que a mí respecta, como digo, acepté con la indolencia de un profesional de lo irremediable. Pese a que no había sucedido nunca, no descartaba la posibilidad de que el toro pudiera matarme, y más ciertamente que embistiera contra los clientes y las mesas, que cada vez dejaban menos sitio -en verdad, apenas un pasillo de unos tres metros de ancho- para realizar la faena.

TORO COMPRENSIVO

Acostumbrados como estaban a que este espectáculo, gracias a la habilidad del torero, y quién sabe si también a la profunda comprensión del toro, no había producido nunca heridos graves, los responsables de la sala y los mismos clientes le habían perdido el temor, y también el respeto. Aunque de manera borrosa, tal como conservo la memoria de esa época, puedo, sin embargo, asegurar que no todos los clientes presenciaban esta atracción, con el interés que merecía. Algunos preferían seguir charlando con su pareja, otros continuaban comiendo y sólo de cuando en cuando levantaban la cabeza. Prácticamente serían los espectadores de provincias y aquellos que asistían a esta lidia de interior por vez primera los que de verdad la admiraban.

Era, por todo esto, un tanto desolador estar allí frente a un toro, con la vida en juego, y descubrir que alguien, en una mesa, bromeaba y reía de espaldas a la lidia. En esos casos, un pesado desconsuelo ahogaba el destino del torero, y, junto al deseo de estar muerto, sentía que su única amistad era ese animal, el toro. Resultaba, por tanto, paradójico que precisamente ese ser tan desgraciado como él mismo, víctima de lo mismo, forzado a lo mismo, se le contrapusiera como enemigo.

Este pensamiento, que he podido sintetizar con extrema facilidad, debe conservarse intacto desde esa época, y es, sin duda, el producto de un sentimiento repetido que acabó dando paso al episodio que ahora evoco.Por otra parte, el hecho de que mi memoria sólo haya sido capaz de retener esa lidia final, y ninguna otra, denota que lo que sucedió en ella debe tomarse como la asunción y, hasta cierto punto, la redención de todo lo que inconscientemente he querido olvidar de ese trabajo, en mi opinión, demasiado sanguinario.

Debo ser franco también. Razonablemente, no puedo pensar otra cosa que el hecho indesmentible de haber dado muerte a varios toros en lidias anteriores. Pero co ser esto para mí, a estas alturas una constatación que me obliga considerar mi biografía com compuesta por dos personas distintas, no es sólo lo único sorprendente. Otra circunstancia que se añade al desconcierto es que la muertes de esos toros en absoluto las condeno. Bien es verdad que, tratándose de muertes en las que no se puso otra intención que la de un espectáculo, no habría de buscarse interés pasional en ellas. Visto así, hasta parece una caprichosa morbosidad buscar culpables. Pero si lo veo y lo pienso de este modo, ¿quién es el que siente y piensa? ¿Ese individuo distinto de la primera parte de la biografía o el segundo individuo distinto que comprende al anterior y lo exonera? Son muy poco pertinentes esta clase de preguntas. De un lado, y puesto que ahora me sería de todo punto imposible dar muerte a un toro, no puedo saber siquiera imaginándolo qué es matar a un toro. Y siendo la ignorancia lo primero, el juicio injusto viene inmediatamente después. Por otra parte, y aun estimando como un acto criminal la muerte del toro, me sería ya difícil culpabilizar a ese individuo de la primera parte de la biografía, muerto y condonado en si, por tanto. Es decir, hecho muerte y sumado a la muerte previamente almacenada del ganado. Hechos de su misma muerte, los toros muertos por ese individuo, desvestidos de todo rencor, le esperan muerto o desprovisto así de toda intención.

Es de este modo, libre de culpa, o más bien exultante de inocencia, como me he dispuesto a contar esta última lidia. Seguramente no habría tenido ánimo para hacerlo, ahora me doy cuenta, si no contara con el primoroso aliento que me presta por una vez la condición de inocente. Pero así es: en esa lidia llegué a ser inocente, y me parece que entendí, pero no puedo estar seguro, que para no sentirme culpable necesitaba, desde luego, no ser ganador, pero además ser un perdedor con voluntad propia. Aunque quizá sea mejor exponerlo con el toro por medio y tal como fue desarrollándose aquella tarde.

DESAHOGO CONTROLADO

Se trataba de un toro grande, bien cebado, de color cárdeno, con un andar seguro y pausado, como si su fuerza fuera a la vez una posesión y un desahogo. Un desahogo controlado, a buen seguro, contando con el mesurado espacio en el que yo le conocí y se movía, pero muy natural y noble. Efectivamente, me encontraba ante un toro digno, como seguramente habría encontrado otros muchos anteriormente. Y digo esto porque la compasión que me inspiraba no está sugerida sólo por su individualidad, sino por la condición de una casta que él representaba.

Estaba allí, en la sala de fiestas, ya entre las mesas, yo vestido de torero y él asumiendo su papel de toro. A nuestros lados se veían los zapatos lustrosos de los clientes, los manteles blancos de las mesitas, los jarrones de cristal barato, con un par de claveles y retamas. Estaba a nuestro alrededor una chusma de la mesocracia viviendo una ocasión excepcional, y todo parecía concitarse para parecer odioso: ese olor a pollo guisado y postre con nata, esa mediana oscuridad más cercana a la escasez de luz que a un matiz deliberado de la luminotecnia, esa hora indeterminada entre el fin de la tarde y la noche. Todo parecía ser de la misma naturaleza: los materiales, los sabores, el olor, la miserable ración de tinieblas. Parecía el territorio natural de la agonía, la sombra de los eternos umbrales en la felicidad o en la desdicha. Chapoteando a su pesar en la tibieza de ese pantano, procurando no respirar muy hondo ese pestilente dulzor, estaba el toro. Y yo. Habíamos venido aquí para matarnos ante esas bocas cargadas. Resultaba indiscutible que el toro era mi única salvación, y a la vez, yo era la única oportunidad del toro. Pero, ¿matarnos? ¿Qué sentido tenía matarse en esa escena?

Era claro que nos encontrábamos acorralados. Tanto él como yo habíamos sido contratados por los dueños de la sala para cumplir con el espectáculo. Fuera de allí podríamos tener nuestras opiniones, decidir nuestra conducta e incluso atentar contra la organización; pero allí dentro estábamos de antemano constituidos en instrumentos del empresario. Y el contrato daba cuenta de nuestra aquiescencia. A mí, a cambio de esa faena, me pagarían una tarifa, y el toro, hasta ese instante, había sido alimentado y preservado de otra muerte para realizar este trabajo. Entre lo que supone la vida de un animal y la de un hombre hay diferencias, no vale la pena negarlo, pero allí dentro y considerando el olor que hacía, éramos prácticamente intercambiables. A fin de cuentas, a ninguno de los dos nos gustaba esta coyuntura, y mucho menos si se tenía en cuenta a quién beneficiábamos con ella. Nuestro malestar, para qué insistir en ello, era espantoso. Lo advertí en el toro en las primeras embestidas, dadas con orden, ciertamente, pero a la vez. con una desafección inocultable. Era evidente que no me tenía a mí por su enemigo, y el vómito que le saciaba todo el cuerpo no era bastante como para hacerle confundir mi estampa con la de su entorno. Era esperable que no osara hacerme cómplice de su asco, porque, a fin de cuentas, él era un animal y yo no. Más aún, a mí me correspondían muchas más opciones de salir con vida de allí que a él, y en consecuencia, no podía dejar de reconocer mi superioridad y hacerlo ver mediante alguna forma de distanciamiento. En verdad, ¿cómo podría solicitarme para . ser su cómplice? Tanto sus condiciones de animal como de fiera brava le cerraban cualquier camino de acercamiento. Pero si por alguna rara pulsión del instinto se hubiera decidido a ello, no podría desdeñar el hecho de que quien tenía ante sí era quizá, antes que un hombre, un torero.

Debía, con todo, ser yo quien diera el primer paso para hacerle saber mi amistad. O bien para hacerle saber cuánto más cerca me sentía de él que de todos los clientes que atestaban el local y emitian ese olor, y ahora también ese ruido, insoportables. Igualmente quería hacerle saber que, aunque mis probabilidades de vida eran superiores a las suyas, mi muerte no estaba fuera del juego en ningún caso -lo que ya sería bastante para asemejarnos-, pero además, caso de producirse, mi final sería mucho más excitante para los asistentes que el suyo, lo que aumentaba mi odio hacia ellos, al punto de compensar la menor probabilidad de acabar sin vida.

UN ANGOSTO PASILLO

Pero ¿cómo hacerle comprender esto a un toro, y más en esas condiciones tan adversas como eran las de una sala de fiestas abarrotada, los dos en el angosto pasillo de las mesas con claveles y los empresarios seguramente sin quitarnos ojo? No podía hacérselo saber de otro modo que como se hacen saber los sentimientos quizá a una mujer, a oscuras y desnudos. Pero, ¿entiende eso un toro?

Realmente, me pareció muy sabio, y no lo digo precisamente pensando en que fuera un toro. Estaba abastecido de una sensualidad conocedora que para sí habrían querido algunas personas. Sabía qué quería decirle, eso bastaba, y cuando inicié el primer ademán de abandonar la sala, él conocía hasta el final mi decisión, con gran anticipación sobre el atiplado asombro de los presentes y el desconcierto del empresario.

Yo no podía matar a ese toro. Pero además, y ésta era mi salvaguardia de cesante y perdedor, yo no lo deseaba. No lo deseaba. Ese toro era mi voluntad, y abandonando la tarea de su muerte ingresaba en su cuerpo convertido en deseo.

Todos los asistentes empezaron a cambiar en seguida su primera sorpresa por una mirada de desprecio y repulsión. Tampoco el toro, solo a un extremo de aquel pasillo de mesas, simulando su ignorancia sobre lo que estaba sucediendo, quedó favorecido con mi fuga. El desdén que los asistentes segregaban contra mí tuvo que incluirle a él, pese a que su conducta fue intachable siempre. Estuve buscándole con la mirada mientras ya doblaba el muro que dividía la sala de lidia, y ni siquiera entonces alcancé a sus ojos. Él sabía, de todos modos, que la muerte le esperaba allí, tarde o temprano, mientras yo me libraba de aquel tufo.

Solamente el empresario pudo quizá intuir una parte de lo que estaba sucediendo. O presumió al menos mi hastío y probablemente le pareció bastante.

OTRO TORERO

Cuando todavía no había abandconado el local vi aparecer en el pasillo, frente al toro, a un nuevo torero, 20 centímetros más alto que yo, más feo, sin duda, pero con ese garbo chulo y apropiado a lo que se espera que ha de ser la figura de un torero. Comprendí, efectivamente, que ésa no era mi profesión y que allí se encontraba al fin uno de la estirpe. No un primera serie, pero sí alguien de la raza torera. El toro lo reconoció inmediatamente, fue a él de frente, enfurecido, y el alto torero lo esperó recto, firme, hasta clavarle en lo más hondo un estoque de hierro. El toro cayó al suelo de bruces anegado en sangre y en silencio, y la gente comenzó a levantarse satisfecha.

No volví a lidiar ningún toro, pero es evidente que, más que por decisión propia, fue a causa del descrédito en que, por esta fuga, vino a parar mi reputación -aun temporal- de torero. Contemplado desde aquí y a partir de la vida que actualmente hago, lo más cercano y verosímil que me resulta de esa historia es el amor que me despertó el toro. Tal y como ahora lo siento, me gustaría pasar una temporada entre el ganado.

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