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'Maledictus'

"... Con el juicio de los ángeles y la sentencia de los santos nos anatemizamos, separamos, maldecimos y rechazamos a Baruch de Espinosa, con el consentimiento del Dios bendito y acuerdo de la totalidad de esta Santa Congregación, ante los Libros Sagrados y los 613 preceptos que en ellos se contienen, con el herem[anatema] que lanzara Josué en Jericó, con la maldición que profiriera Elías contra los niños y con todas las maldiciones escritas en la Ley. Maldito sea de día y maldito sea de noche, maldito al acostarse y maldito al levantarse, maldito al salir y al entrar. No consienta Adonai en perdonarlo. Que el furor de Adonai y su cólera se enciendan contra este hombre para aplastarlo con todas las maldiciones escritas en el Libro de la Ley y borrar su nombre bajo todos los cielos. Que Adonai lo aparte, para su desdicha, de todas las tribus de Israel, con todas las maldiciones celestes contenidas en el Libro de la Ley...".

La escena ha sido descrita muchas veces. Grave solemnidad de la voz anciana del haham, desgranando, lenta, en portugués, el rosario minucioso de las maldiciones, en este atardecer del 27 de julio de 1656 que no es difícil imaginar impregnado de la humedad pegajosa del verano en la ciudad del Amstel. Habrían buscado, en vano, sus palabras la sombra ausente aquella del hijo del que fuera comerciante próspero, fiel creyente y miembro del consejo director de la comunidad, Michael de Espinosa, cuya tumba invoca al Dios bendito en la tierra sagrada de Beth Haim desde hace sólo dos años. Rodaría aún el eco venerable de la larga maldición en los oídos de los fieles congregados, mientras las luces, lentamente, de las velas habrían ido siendo, una a una, extintas; embriagador aroma de la cera, pabilos humeantes, resonar del cuerno ritual sobre la nave en tinieblas. Toda la gran liturgia. Suntuosidad del barroco en el espacio arquitectónico, casi milagrosamente limpio, de la sinagoga portuguesa de Amsterdam. La lectura, implacable, avanza. Tal vez -sueño- en la penumbra densa que sigue al final silencio; tal vez por la memoria de alguno de estos hombres sin patria, de este pueblo impertérrito de solitarios; tal vez por la memoria de alguno de los más ancianos -quizá por la del rabino Aboab de Fonseca, cuya familia tantos caminos ha recorrido desde la lejana España en que brillara el genio de su abuelo-, haya pasado un instante, como un relámpago, el fulgor de otras llamas más voraces que és tas de las velas que se apagan crepitando. Un otro crepitar de leña seca, de gavillas apretadas, hogueras inacabables de la leja na patria, perdida para siempre y para siempre salvada en la pre sencia imborrable de la lengua. ¡Sempiternas hogueras españo las! Como una pesadilla recurrente, el auto de fe gravita, entre tejido en la trama misma de la palabra propia, poder último y sólo unificante de un pueblo disperso y perplejo. Ausente de la ceremonia de su propio herem, un joven comerciante de 24 años inicia apenas la tarea inacabable de comprender el por qué, de comprenderse en la inevitabilidad de su condena. Excluido de entre los excluidos, maldito por una comunidad universalmente maldita, aquel que entre los judíos hispano-portugueses fuera Baruch o Bento de Espinosa, y entre los hombres libres holandeses Benedictus de Spinoza, comienza a acometer su transgresión última: el trazado de la estricta genealogía del discurso del poder que procede a aniquilarlo, la lúcida mirada sobre el saber que proclama su muerte en vida.

La escena ha sido descrita muchas veces. Sólo presenta un problema: es falsa.

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Escribo falsa, y pienso inmediatamente que tal vez no sea este término muy afortunado. ¿Qué sentido tiene hablar de falsedad o de verdad acerca de lo que ya ha accedido al cielo de lo legendario? Claro está que nada es aquí cierto en sus detalles: ni la solemne ceremonia de los cirios y el cuerno, ni la voz cascada y los rostros expectantes, ni desde luego el espacio litúrgico de la sinagoga nueva -sólo casi 20 años más tarde conclusa y solemnemente inaugurada-, ni los gestos heroicos, ni las grandes palabras. Sólo hay de cierto un papel, un documento manuscrito y lúgubre, un acta de constancia notarial cuya fotocopia tengo ante mis ojos cuando escribo; su crueldad deriva de un muy otro orden: el administrativo. Probablemente no ha sido ni pública ni solemnemente proclamado; no ha habido gran teatro, sólo el guiñol pequeño de la escribanía de la comunidad de Neveh Salom. Claro está que nada es cierto en sus detalles. La leyenda, sin embargo, sola nos interesa; ella nos regaló a Espinosa, en ella lo leemos, y por su letra somos conmovidos; sin ella nada más que sombras vendrían a ser los rostros del autor de la Ética.

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'Maledictus'

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"Las palabras forman parte de la imaginación", escribirá pocos años más tarde el anatemizado, y tal vez en su recuerdo viva aún el rescoldo de aquellas otras de la liturgia odiosa del herem, "en el sentido de que concebimos numerosas ficciones según qué sea lo que las palabras compongan entre sí en la memoria gracias a determinada disposición del cuerpo... Las palabras son signo de las cosas tal como aparecen a la imaginación y no al entendimiento". Comprender la palabra no es, así, sino trazar su genealogía, restablecer el imperio de lo imaginario que en ellas se expresa ocultándose, buscar en su vacío la plenitud sabia de la memoria colectiva de la cual son signo, para mejor olvidarlas. Porque "en esta vida nos esforzamos ante todo en que el cuerpo de nuestra infancia se cambie en otro", en cuya alma "todo lo que se refiere a la memoria e imaginación carezca prácticamente de importancia". (Ética, V, XXXIX, esc.). Meditar en el recuerdo de ese olvido de la fuente de los signos ha sido la tarea jeroglífica del tallador de lentes sefardí:. en el bullicio de Ainsterdam, primero; en Rijnsburg, en la soledad de Voorburg, después, y en la siempre inacabable redacción de un solo libro con quien compartió su vida, aquel que se quisiera libro de los libros, clave final de una memoria silenciosa y soterrada, de una memoria hecha de humillación y derrota, de afirmación soberbia en la humillación, en la derrota, en la indignidad misma cuando fuere preciso, que es la memoria de quienes, con nombre extraño, marcado por la estúpida sal gruesa del tosco ingenio castellano, fueran llamados marranos: los fallidos, incompletos, no acabados, los que pierden su identidad en la nada de un punto de fuga hacia el abismo de la negatividad pura, de la duplicidad, de la infame monstruosidad de una consciencia desgarrada...

¿Qué universo imaginario aflora en ese destello de la memoria callada de su pueblo que recorre la palabra rencorosa del rabino? Si todo lo que sucede, si todo cuanto es dicho es necesario, si no existe más azar -como la Ética enseña- que el que la ignorancia inventa, ¿cuál será el hilo de la necesidad implacable que exige, en este lejano atardecer holandés cuyo aniversario hoy se cumple, la fulminación definitiva del filósofo en ciernes, como unos años antes exigiera la de aquel entrañable Uriel da Costa cuyo suicidio y cuya autobiografía abriesen la resquebrajadura del orden inmutable de las cosas, a través de la cual Baruch de Espinosa emprendiera la tarea de arrojar al Adonai bíblico a los simples abismos de la locura humana? ¿Qué imaginación, qué memoria?, ¿qué libertad, por tanto? No creo que haya existido otro problema para el autor de la Ética. A lo largo de una vida dedicada a la suprema desmesura de la pasión más alta, la del conocimiento, tal vez el judío solitario haya construido su respuesta y, en el final, haya logrado comprenderse a sí mismo, como aquel a quien el texto que lo condena, con inconsciencia precisa, acaba dibujando: leyenda viva, paradigma límite de un pueblo de solitarios, momento final y hermosísimo de una cultura de la desmesura: la misma que a él lo excluye y, en el acto mismo de excluirlo, en él cristaliza para siempre. Maledictus.

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