El Supremo y la tortura
DOS RECIENTES sentencias de la Sala Segunda de lo Penal del Tribunal Supremo sobre casos de tortura en nuestro país han venido a alumbrar la esperanza de que el alto tribunal genere una jurisprudencia que ayude a erradicar esta lacra de nuestra sociedad democrática. En un caso anula la sentencia de la Audiencia de Ciudad Real que absolvió del delito de torturas a los funcionarios que golpearon a varios reclusos en la cárcel de Herrera de la Mancha y la sustituye por otra en la que aplica a esas conductas el delito de malos tratos del artículo 204 bis del Código Penal, el mismo que tipifica el de tortura. En el otro caso ordena a la Audiencia de Madrid, que absolvió a dos policías acusados de torturar al etarra Joseba Arregui, que elabore una nueva sentencia en la que no se escamoteen los hechos enjuiciados.La tortura no cuenta entre nosotros. salvo casos patológicos, con defensores teóricos: no se mantienen en pie argumentaciones racionales para justificar el dolor físico o moral infligido por el torturador a quien se encuentra a su merced. Pero el problema crucial para erradicar un mal que casi todos condenan en la teoría reside, en la práctica, en la dificultad de demostrar la comisión de un delito que, por lo general, se lleva a cabo en el interior de las comisarías o de las cárceles, cuando no, además, al amparo del extenso plazo de incomunicación (10 días) autorizado por la ley Antiterrorista.
De ahí que haya que saludar con satisfacción que, por encima de las resistencias a investigar delitos cometidos por algunos de los protagonistas del aparato encargado de perseguir al delincuente, los magistrados del Supremo hayan dado muestras de la sensibilidad jurídica necesaria para no dejar pasar sentencias de tribunales que desaprovecharon casos escandalosamente propicios para la aplicación del artículo del Código Penal que tipifica la tortura. Las acusaciones de la derecha reaccionaria y de algunas autoridades hacia los jueces vascos por resoluciones recientes de idéntico tenor a las del alto tribunal muestran ahora su debilidad ante las decisiones adoptadas por el Supremo.
En cuanto al caso Arregui, el Supremo se ha limitado a exigir a la Audiencia una sentencia normal, esto es, que asuma la responsabilidad de relatar los hechos que enjuicia, sin delegar esta función, por ejemplo, en los peritos médicos. Y una nueva sentencia que no excluya la explicación lógica de las causas de los hechos que declare probados, como la existencia de quemaduras de primero y segundo grado en las plantas de ambos pies, difícilmente justificables con la tesis de la resistencia a los agentes de la autoridad. El fallo que sea coherente con una sentencia de estas características será difícilmente absolutorio para los policías acusados de torturas.
En el caso de Herrera de la Mancha, se ha estimado que los funcionarios de aquella cárcel de máxima seguridad que maltrataron en 1979 a un número considerable de presos no agotaron siempre su responsabilidad criminal -como pretendía la Audiencia Provincial de Ciudad Real- en la figura delictiva del "rigor innecesario" para mantener el régimen disciplinario. Dando un paso más, el alto tribunal considera que aquellas conductas tuvieron como finalidad, en determinadas ocasiones, aumentar y agravar el estado de los reclusos". El Supremo considera que existió rigor innecesario, por ejemplo, cuando el 22 de junio de 1979 ocho internos procedentes de la prisión de Burgos, que hicieron alarde de agresividad y desobediencia, fueron insistentemente golpeados con manos y puños por 20 o 30 funcionarios que se encontraban a la entrada de la cárcel y que decían a los presos que tuviesen cuidado, que estaban en Herrera. O cuando el 8 de agosto de 1979 otro funcionario dio dos bofetadas "con la exclusiva finalidad de calmar" a un recluso que se comportaba con gran excitación y agresividad. Pero entiende que existieron, en cambio, malos tratos cuando el 28 de junio de 1979 llegó a Herrera de la Mancha una conducción de 10 internos procedentes de Ocaña que no consta que adoptaran un comportamiento hostil, violento ni agresivo, y a los que varios funcionarios golpearon con manos y pies y, en algunos casos, con defensas de goma, hallándose los internos en posición de cacheo. O en los sucesivos golpes dados por funcionarios a varios internos el 18 de julio y el 8 de agosto de 1979.
Aunque pueda parecer un bizantinismo jurídico la distinción entre rigor innecesario y malos tratos, la sanción de estas conductas es bien distinta en nuestro Código Penal, y sólo la aplicación de la segunda figura delictiva ha permitido imponer al director y ocho funcionarios de Herrera de la Mancha -sobre el total de 20 o 30 que participaron en los hechos probados- penas de privación de libertad.
Por lo demás, la cuantía de estas penas, que no pasa de arresto mayor -de uno a seis meses-, no es suficientemente disuasoria para quienes tienen arraigados en sus hábitos profesionales la violación de la integridad fisica y moral de los ciudadanos a su cuidado. La valoración que para un sistema democrático tienen los derechos humanos puede calibrarse comprobando que numerosos delitos contra el derecho de propiedad están castigados en nuestro Código Penal, aun después de la reforma parcial propiciada por el Gobierno socialistá, con la misma pena de arresto mayor que corresponde al delito de torturas. Y está muy reciente el rechazo parlamentario de una propuesta en ese sentido del diputado de Euskadiko Ezkerra, Juan María Bandrés.
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