Quién lo hereda
La constante imitación de lo extranjero es un mal harto más común de lo que a primera vista parece. Si De Gaulle llegó a prohibir las imitaciones lingüísticas de la caleidoscópica jerga angloamericana, o si las chicas del mundo, incluso las de Francia, ululan cuando enseña la dentadura Julio Iglesias, como las angloamericanas cuando Sinatra era pollo, qué de extraño tiene que en España ocurran cosas semejantes; sobre todo cuando la transición que la democrática le exige ahora, junto con la admisión al Mercado Común, que se europeíce. También es muy posible que imite más que al otro lado de los Pirineos o que en otros sitios del planeta (excepción hecha de Japón), y no tan sólo en la arena política. O que así lo parezca.Aunque sea yo hispanoamericano tan sólo de ancestro, creo que, pese a las culturas precolombinas y a las mezclas de otras razas, somos más hijos de España que de los incas, los aztecas. O del África. Y como todo hijo que sobrevive a sus padres o llega a la madurez con ellos, he terminado interpretándolos, o tendiendo a eso, otra proclividad de que no se escapa casi nadie, ni los británicos. Por ello, más que nada, me atrevo a coger vela, y más para aclarar toute cette histoire que para enterrarla. Diría yo que para quienes hablamos castellano, sea en América o en Europa, la evocación de lo extranjero, siendo tanto o más frecuente que en el resto del mundo, es menos intrínseca y bastante más adquirida. Con o sin democracia y europeización instantánea, gradual o de cualquier laya, lo ibérico -y parte de ello es la preferencia instintiva por los juicios en que domina la influencia de las vísceras sobre la razón- nos viene del Asia, desde siempre partidaria de lo blanco y negro en la selección de lo que sea. Jerusalén, antepasado de la Europa cristiana, jamás pudo ser Atenas, ni si quiera Roma, y aunque Bagdad y Damasco hayan acercado más que la Tierra Santa a Grecia y Bizancio, fue la Iglesia la que fue forjando la cultura de Occidente y no el Islam o el Antiguo Testamento. Eso, y, en el caso de España, unos mil años de convivencia con moros y judíos, fue lo que produjo los absolutismos personales y comunitarios que bien podrían explicar, por ejemplo, 40 años de franquismo y 13 de sangriento satrapísmo pinochetiano. Sin conjurar a un filósofo de la historia cuya difusión se combate ahora y con buenas razones provisorias, se hace diricil reconocer las dificultades de España para ingerir,la dorada píldora del siglo XVIII, aunque le llegase del país de la Enciclopedia y con la bendición de Luis XIV. Y es bien dudoso que tal resistencia se haya debido al celebérrimo artículo que empieza con el Qu'est-ce qu'on doit a l'Espagne? Rien! La realidad es si el par de siglos transcurridos han bastado de sobra para poner en tela de juicio las ilusiones dieciochescas sobre la panacea científica y tecnológica; ésta todavía resulta ajena a España y a su prole. Buen ejemplo sería su impaciencia con esa constante cantinela sobre la defensa de la libertad, la democracia y los derechos humanos recitada por las grandes naciones que los violan a diario; o en el propio tercer mundo americano, ese trágico Chile, tan orgulloso desde su independencia por haberse saltado eso que se llama en la historia el caudillismo, y que se ha puesto al día; por cierto, que con la galante ayuda angloamericana, y con qué tristes creces. Pero quizá el mejor ejemplo de nuestros inevitables atavismos sea Israel, el prodigioso vástago de las Naciones Unidas, que tanto recibe y tanto exige de quien podría bien llamarse, si no su progenitor, a lo menos su padre putativo. Sufre Estados Unidos dolores de cabeza y hasta jaquecas a causa de la nación que se ha transformado en el cuarto poder nuclear del mundo de la noche a la mañana. Jaqueca fue la que le produjo el juicio por calumnia entablado por Ariel Sharon a la revista Time, vocero mundial del coloso del planeta, ante sus propios y egregios tribunales, y sin que el más imitado semanario en la historia del periodismo hubiese hecho otra cosa que repetir lo que la corresponsalía internacional de Tel Aviv había hecho imposible suprimir, paliar o soslayar. Y más que jaqueca podría resultar cuanto viene ocurriendo en torno a los rehenes del más ominoso secuestro de un avión hasta la fecha. El que terminó, hace poco, en Beirut, ciudad en ruinas, donde se enfrentan desde hace años ya día a día los extremos. Teniendo todo esto presente menos tiene de asombroso la tendencia nuestra a evocar lo extranjero cuando nos desviamos de las normas elaboradas al norte del canal de la Mancha, anglosajonas, aunque las haya sistematizado y propagado Francia; pero, según una famosa y discutida opinión de la época, en una Europa que sólo llega hasta los Pirineos. Haya tenido Voltaire razón o no, resulta difícil, o distinto, para España y sus abórtadas provincias de ultramar alegar aquello de las habas que en todas partes se cuecen, ya que a nosotros nos llueve sobre mejado. Quizá pudiéramos consolarnos mirando lo de afuera como hace un ilustre y noble judío angloamericano, Noam Chomsky, contemplando cómo las pone al fuego, las habas, Israel, con el beneplácito y la cooperación de una inteligencia tan ágil y fértil como la de Kissinger. Lo que (hay que insistir por si nos olvidamos antes de tiempo) no quita que fastidie ese pertinaz y disimulado justificarse en que para la repetida evocación de lo que no requiere en realidad de tal procedimiento puesto, sino siempre, podríamos muy a menudo repetir aquello de quien lo hereda no lo hurta, y no sólo por la inevitable humanidad del hombre, sino también por nuestra circunstancia histórica.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.