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Lecciones de historia

Lo aprendimos en el latín del clásico: la historia es la maestra de la vida. Su enseñanza debiera ser, corno mínimo, capaz de adiestrarnos para reconocer las mismas cosas bajo especies diferentes. Tal o cual percante, fútil o terrible en sí, cobra otro cariz si vemos en él una nueva escenificación contingente de algún hecho del pasado. Cabe preguntarse, empero, hasta qué punto este pasado puede llegar a sernos de veras familiar. Borges hace una observación que, en lo esencial, es justa: "Creo que es un error hacer literatura estrictamente contemporánea; por lo menos ese concepto es contrario a toda la tradición". Añade luego: "Si digo que tales hechos ocurrieron en Turdera o en las orillas de Palermo hacia mil ochocientos noventa y tantos, nadie puede saber exactamente cómo se hablaba en estos suburbios o cómo eran, y eso deja una mayor libertad e impunidad al escritor". Verídica en algún sentido, tal afirmación debe matizarse en otros. No hay, cierto, forma de arte que permita en algunos aspectos mayor libertad que el relato histórico; no lo hay, tampoco, que por otro lado pueda limitar más la imaginación de quien fábula. Salammbô no es un libro menos escrupulosamente documentado y realista que Madame Bovary: ambos son poemas en prosa por la tensión expresiva de Flaubert, no porque se prescinda en ellos de un minucioso archivo de datos concretos.En un extremo, Nínive, para la mayoría de nosotros, apenas es más que un friso vasto y solemne que conjura un esplendor perdido en la planta baja del Museo Británico; en el otro extremo, una conversación en el Kremlin o en el Pentágono, ahora mismo, resulta rigurosamente imposible de reconstruir en términos que permitan la verosimilitud artística. Pero sólo para lo muy próximo o lo muy lejano rige la ley de la total opacidad. Sabemos con sobrada precisión cómo era un carnaval veneciano del siglo XVIII, y una representación teatral en el Londres ísabelino, y la vida de un trovador en la Cataluña medieval. Es con frecuencia el exceso de documentación el primer problema para la creación; diríase que las cosas que se han llegado a saber son tantas que hablan por sí mismas, y con dejarlas que afloren y se manifiesten no será necesario ni posible poetizar sobre ellas. Por supuesto, tal impresión es ilusoria; si fuese genuina, la mera existencia de testimonios del pasado haría superflua la literatura histórica, e histórica ha sido mucha de la mayor literatura de todos los tiempos.

La lejanía suele producir aquí, para muchos lectores, una especie de ilusión óptica, un error de perspectiva: el público no eslavo, por ejemplo, olvida fácilmente que los hechos relatados en Guerra y paz ocurren una veintena larga de años antes del nacimiento de Tolstoi, es decir, a una distancia temporal incluso muy superior a la que Borges señala como óptima para sus invenciones.

El actual centenario de Erich von Stroheim, al poner nuevamente en circulación unas cintas que, al menos en Europa, es difícil ver con cierta asiduidad, me ha ilustrado desde otro ángulo acerca de esta ambigüedad en el relato fílmico. Resulta difícil pensar en las obras de Stroheim sino como cine histórico, y de hecho sabemos que se sustentan en una pertinaz reconstrucción de escenarios, llevada hasta el extremo de exigir, en película muda, que los timbres de un hotel sonasen realmente en el rodaje. La anécdota, relativa a Esposas frívolas, es justamente célebre; pero debiera a mi modo de ver completarse con la desconcertante observación de que, en cambio, la invitación para el baile parisiense de La viuda alegre, que ocupa, aunque fugazmente, toda la pantalla, contiene graves faltas de francés que se compadecen mal con aquel prurito de rigor documental. ¿Alguien ha estudiado de verdad en qué quiso ser Stroheim inflexible y sistemático y en qué pudo ser más laxo?

Acabo de nombrar, en todo caso, las dos obras de Stroheim que he podido revisar en lo que va de año. Me apresuro a aclarar que ambas parecen cine histórico y ninguna lo es propiamente. Rodada en 1921, Esposas frívolas se sitúa en el Montecarlo de 1918, reconstruido íntegramente en California; si hoy el crítico que comenta la reposición en Cahiers du cinéma parece dispuesto a creerse ante un documental sobre el Montecarlo de la época, no debemos olvidar que no fue ésta en absoluto la impresión del joven Jean Renoir al ver Esposas frívolas, cuyo tema no es ni el Montecarlo real ni el Montecarlo que pudo haber conocido Stroheim, sino más bien el mito de Montecarlo ante el público americano de aquellos años. La viuda

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Lecciones de historia

Viene de la página 11 alegre, por su parte, transcurre principalmente en un imaginario país balcánico; pero quizá lo más interesante aquí sea observar que el estreno de la opereta de Lehar sólo es anterior en 20años al rodaje del filme y, por añadidura, que cuando dicho rodaje se inició hacía sólo un lustro que los pequeños Estados balcánicos que inspiraron la trama habían perdido existencia individualizada en el mapa político de Europa.

¿Resulta posible, con todo, imaginar el Montecarlo de la primera posguerra o los reinos balcánicos anteriores al conflicto bélico de modo sustancialmente distinto al que nos muestra Stroheim? Cierto, los tipos de villanos, cortesanas o libertinos no aspiran aquí siempre a ser realistas; son en alguna medida caracterizaciones como las de la commedia dell'arte y, sobre todo, nos es imposible hoy desconocer la evidencia de que se nutren del variadísimo aluvión humano de migraciones europeas y americanas que dio su materia prima a la figuración del Hollywood de la época.

Tanto la mirada como lo mirado imponen aquí, pues, cierta distancia: el de Stroheim parece cine histórico no porque verse sobre acontecimientos particularmente remotos, sino porque su óptica no puede ya ser la nuestra. Le pertenece el privilegio de tratar como realidad cotidiana un segmento histórico concreto para el que, a la vuelta de unos pocos años (piénsese en el cine de Max Ophuls o en el de Stemberg), será inevitable la estilización nostálgica. La crueldad de Stroheim respecto a su material sólo puede concebirse en quien lo siente como cosa contemporánea. Le debemos una agridulce posibilidad de lucidez: por Stroheim, cierta belle epoque es algo más que una estampa rosa o un amable decorado de cartón piedra.

El ejemplo debiera quizá alertarnos sobre los riesgos de crear espacios vacíos en la memoria colectiva. Por razones más que comprensibles, una parte considerable de los testimonios de época sobre los bandos que se enfrentaron en la II Guerra Mundial ha sido borrada de¡ mapa o relegada al gueto de los investigadores: sólo reducidos núcleos de especialistas tienen hoy acceso directo, por ejemplo, a los panfletos de Céline o al cine de exaltación estalinista. Sin embargo, guste ello o no, tales cosas formaron parte de cierta cotidianidad. La Europa de los años treinta-cuarenta, en algunas regiones ciertamente turbadoras, espera aún tener su Stroheim, como lo tuvo la de la primera contienda. Algo de esto afrontaron Visconti, o Syberberg, o Fassbinder; pero es bastante lo que queda por explicar para que, respecto a los sucesos más trágicos de que se tiene noticia, la historia pueda ser realmente maestra de la vida. En su raíz última, ningún comportamiento humano puede resultar ni inédito ni psicológicamente inconcebible: todos están anunciados desde las páginas de Tácito. No los hechos tan sólo, sino también su interpretación moral, son el tema de la literatura histórica.

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