España y Europa, una relación especular
"Parece que está muy apartada del comercio de las demás provincias y al cabo del mundo".
El Criticón, parte II, crisi III.
La ambigua relación de España con Europa es, en buena medida, la ambigua relación de España con su propia modernidad. Por un proceso de cristalización ideológica, cuyas causas han sido más de una vez -y con desigual fortuna- rastreadas o analizadas, España se va dando o sobreimponiendo desde mediados del siglo XVI, por fijar una fecha incluso relativamente tardía, una identidad en la que no todos los españoles iban a poder reconocerse a lo largo de su ulterior historia y que se definió en formas muy radicales de defensa y de repulsa respecto de los elementos de modernidad de los que ella misma era o podía haber sido portadora. Esas formas pugnaces y no conciliatorias, negadas por necesidad de autodefensa a toda apertura, establecen la constante -esencialmente negativa- del tradicionalismo español.
La singularidad de España respecto de Europa no se define, desde esa perspectiva, en términos positivos o de integración, sino en términos negativos de rechazo o autoexclusión. Así pues, una actitud tradicionalista prevalente configura la singularidad o la identidad de España como un bloque pertinaz o inmóvil de ortodoxia cerrado a la infección europea de todas las heterodoxias posibles o probables. Pero sabido es que nada como el tradicionalismo ciega y condena la tradición misma en cuanto fuente para inmovilizarla y clausurarla en cuanto dogma. Y no es menos sabido que tradición y modernidad se exigen mutuamente, que ambas existen sólo en un recíproco fluir. Es ese fluir mismo el que el tradicionalismo paraliza o congela, cegando de golpe, en un doble movimiento negativo, el acceso a la tradición que monopoliza y el acceso a la modernidad que recusa.
De ahí que la viabilidad profunda de un diálogo comunitario haya de empezar, para un español del presente momento, por la negación de esa doble negación, con el fin de relanzar los retardados ritmos de su modernidad y recuperar a la vez los incautados manantíos de su propia tradición.
Tal recuperación es de importancia decisiva en esos territorios, de límites tan amplios como imprecisos, que solemos asignar a la creación, al espíritu, a la cultura. En efecto, en fecha próxima, y a propósito de la incorporación comunitaria, alguien ha señalado con muy buen tino lo siguiente: "Hoy a nadie se le oculta la pesadilla de un posible futuro en el que los signos de una tecnología civil y militar desarrollada estrechen sus lazos con los valores arcaicos que siempre han truncado la vida española" (*).
Los llamados por el autor "valores arcaicos" serían, a mi entender, los persistentemente asociados a una tipología o estatuaria de lo español o del español -en definitiva, espurio o sobreimpuesto- de la retracción en el dogma. Es en la más honda textura de nuestra creación o de nuestro pensamiento donde la obra de demolición de esa estatuaria ha de completarse.
Los síndromes de ese español autosegregado y difícilmente convivible fueron tempranamente identificados por Baltasar Gracián, el representante máximo -y acaso solitario- de un pensamiento crítico en nuestro siglo XVII y una de las figuras mayores de la premodernidad europea. "La soberbia", escribe Gracián, "como primera en todo lo malo, cogió la delantera, topó con España, primera provincia de la Europa. Parecióla tan de su genio que se perpetuó en ella; allí vive y allí reina con todos sus aliados; la estimación propia, el desprecio ajeno, el querer mandarlo todo y servir a nadie, el hacer del don Diego y vengo de los godos, el lucir, el campear, el alabarse, el hablar mucho, alto y hueco, la gravedad, el fausto, el
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brío, con todo género de presunción; y todo esto desde el noble hasta el más plebeyo".
El texto de Gracián podría titularse Estatua de español para el derribo. El derribo habría de sentirse con urgencia tanto mayor cuanto que algunas formas de la sintomatología descrita por Gracián se han alojado profundamente en expresiones nada desdeñables de nuestro espíritu o de nuestra cultura. Los ejemplos podrían ir desde ciertas formas particularmente exasperadas del pensamiento político de Quevedo en el siglo XVII hasta la conocida formulación apostrófica del "que inventen ellos" hecha por Miguel de Unamuno en tiempo nuestro.
Obra de demolición, al tiempo que de clarificación o de apertura de perspectivas y horizontes hasta hace muy poco clausurados de nuestra propia historia, el gesto de incorporación comunitaria ha de hacemos percibir en profundidad y colectivamente hasta qué punto el hecho español es decisivo en las lindes de la modernidad de Europa, a la que España contribuye y de la que España retrocede.
Hondamente marcada por tan contrarios signos, la historia de nuestra dificil o precaria modernidad se produce en una ardua secuencia de períodos de parálisis y de períodos de convulsión. De ahí que haya sido también, en buena medida, una historia de expulsiones y de exilios. No me refiero sólo a expulsiones masivas de personas, como la de los hebreos españoles, o al exilio individual de quienes, como Luis Vives y Juan de Valdés -en el siglo XVI o Miguel de Molinos en el XVII, marcaron hondamente el pensamiento o la espiritualidad europea de su tiempo.
Me refiero también a la singular aventura de obras tan capitales como el Cántico espiritual, de Juan de la Cruz, texto que también padeció el exilio y hubo de pasar los Pirineos en manos de Ana de Jesús, exiliada a su vez, para ser publicado en francés antes que en castellano. O a la emigración de enteras expresiones culturales, como la novela moderna, totalmente engendrada por Cervantes, cuyos grandes frutos se desplazan hacia la novela inglesa de los siglos XVII y XVIII y hacia la novela francesa del siglo XIX. No otra suerte corrió el pensamiento crítico de Gracián, sin verdadera continuidad entre nosotros, que tiñe primero a los moralistas franceses del siglo XVII para saltar a Nietzsche vía Schopenhauer.
En esa perspectiva -es decir, en la que podríamos llamar perspectiva de nuestros exilios europeos-, estar en Europa sería, en rigor, estar de nuevo en compañía de nosotros mismos. Relación, en definitiva, especular la de España y Europa. Cuando Europa mire hacia España habrá de verse, sin perjuicio de su diversidad, reflejada en ella. Cuando España mire hacia Europa habrá de verse, a su vez, reflejada en ella sin perjuicio de su singularidad, ahora positivamente definida.
El presente texto sirvió de base a la intervención del autor en el Forum Européen: L'Espagne en Europe, reunido en la Asamblea Nacional, París, el 31 de mayo de 1985.
* E. Subirats: La Ilustración, insuficiente, EL PAIS del 14 de mayo de 1985.
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