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De chupatintas a ejecutivo

¿Es el mismo? A ver. Sí, no cabe duda: es el mismo. Pero ¡qué cambiazo! Como el Estado al que sirve, como el capital al que se vende, ha tenido que cambiar para seguir siendo el mismo. No hay otra manera.Es el mismo que aquel Braulio, jefe de negociado de segunda clase, que una vez convidó a Larra a participar de un cocido madrileño el día de sus días. Es aquel otro que Chejov cuenta que pasó tales apuros por haberse puesto en la solapa, para una comida corporativa, una condecoración prestada. Es también aquel viajante de comercio cuya muerte narró penosamente A. Miller en un drama famoso hace 40 años. Es el mismo también que, pretendiente de una sinecura en los gabinetes de Felipe IV, barría con las plumas del sombrero el polvo delante de privados o capellanes, o que, siglos más tarde, cesante del Ministerio de Fomento, a la hora del paseo por el Prado tiraba de la levita de algún manitú que pudiera devolverle la colocación y sentido de su vida. Y es también aquel liberto que en las salas del Palatino, bajo el emperador Antonio Cómodo, arreglaba en sus tablillas cuentas con los arrendatarios de impuestos de las provincias del Danubio. Y es aquel funcionario que, a la sombra de los tres últimos regentes de la dinastía Chou, llegó todavía joven a trepar a fuerza de caligrafía hasta el quinto grado de la escala celestial; y aquel esclavo favorito de Amenemhart que, en cuclillas ante el trono, calculaba, con la tabla y el ábaco entre las rodillas, el tanto por ciento de los ingresos que debía dedicarse al pago de los remeros imperiales; y el mismo también, al fin, que aquel inspector diplomado de Hacienda que llevaba a su chico mayor a la oficina a que fuese aprendiendo a escribir a máquina los ratos que estaba desocupado, mientras en la dependencia contigua su esposa, auxiliar de primera, entre expedientes y expedientes, recortaba y pegaba con goma arábiga figuritas de cartulina para llevarles a los pequeños.

Es el mismo, sí; pero ¡qué cambiazo!, ¡qué meteórico ascenso!, ¡qué new look!, ¡quantum mutatus ab illo! Se le va ahora, dinámico y grave, lo mismo en las funciones de la empresa o la banca que en las dependencias del Estado, juvenil siempre, pero con cara de saber lo que se hace, inspirador de confianza, aunque agresivo por supuesto, con su traje de ejecutivo para las actividades más formales (su chaqueta de solapa discreta y rajita de pedo libre, su pantalón de pernera dos centímetros más larga o más corta, ajustada al tobillo o amplia, según lo que cada año avisen los grandes almacenes, su camisa de fibra cara con su corbata caprichosa, pero manifestando el buen gusto de la consorte o sus detallitos de arruga bella o de hilacha linda para alegrar el uniforme, con su sano branceado de tenis o de esquí y el aroma que le infunde un resto de su sudor de ejecutivo, y sportman los weekends, mezclado con la loción y el gel tonificante) y para funciones menos oficiales y de más relax, la joven indumentaria de vaquero y de pull-over, calzado de skay tal vez una pizca tirando a lo astronauta, combinada con algunos rasgos que conserva de la rebelión vestimentaria de los años sesenta, debidamente domesticada, su melenilla cortada de mechas largas y aun su barbita un tanto salvajuela y todo, un cinturón con hebilla de signo pacifista y, para marcar sus no negadas dedicaciones venéreas, un conejito de play-boy o una insignia de movimiento gay en la correa del reloj, naturalmente electrónico y digital.

Y debajo de eso, ¿qué más diferencias entre los antiguos funcionarios y los ejecutivos actuales? Bueno, la principal ya la de los nombres la dice bien: está en la suprema dignidad de los de ahora frente a una cierta indignidad que les quedaba pegada a los de antaño y, correspondientemente, una diferencia en la fe: en lo perfectamente que éstos se lo creen frente a lo no tan perfectamente que se lo creían sus antecesores. La condición aquella de esclavo o de liberto, por compatible que fuese con las más altas influencias, el retintín aquel que había en los nombres de chupatintas o semejantes, por alusión a su condición de desertor del arado y del verdadero pringue, aquella molesta resonancia del hombre minister, e.e. "criado escandiador (del rey)", que le quedara pegada al nombre del casi más alto grado de ejecutivo del Estado, así como aquello de llamar a su habitáculo covachuela (que ya de tiempo atrás el nombre officina, que era el taller y la herrería, se lo había apropiado el funcionario para dignificar su covachuela, como implicando con visión profética que todo trabajo sería un día la oficina), todo eso ha tenido que borrarse para que el ejecutivo sea el tipo mismo de la dignidad viril y humana, hasta el punto de que cualquier coftá o loción para el afeitado pueda llamarse orgullosamente Ejecutivo y que Ministro sea título de tan suntuosa evocación para la plebe como antaño lo era el de Obispo (que, por cierto, había empezado queriendo decir algo como Inspector precisamente: ¡las vueltas que da el mundo!).

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Pero, aparte de esa perfección en la fe, en el creerse que está haciendo algo y que sabe lo que hace (contra la advertencia de Jesucristo), ¿qué otra diferencia entre el viejo chupatintas y el nuevo ejecutivo? Pues bueno, otra importante consiste en que

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De chupatintas a ejecutivo

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actualmente todos los otros son también ejecutivos o por lo menos están todos, cualesquiera trabajadores o ciudadanos, a punto de integrarse en la condición de ejecutivo. En efecto, lo que es señores, ya no hay: el nieto del burgués fundador de la gran empresa tiene su despacho, sólo que en el mejor piso del bloque de la oficina central del gran conglomerado, y no sólo los aristócratas son burócratas, sino que los burócratas de lo alto del escalafón son casi los únicos aristócratas que nos quedan; asimismo, médicos o catedráticos se ven cada año más imperiosamente obligados a convertir sus funciones en las típicas de la burocracia, rellenar impresos para la ayuda a la investigación o para la Seguridad Social, llevar fichero, conectado con banco de datos para mayor gloria, adquirir computadora para estadísticas o para lo que ella mande, reducir sus técnicas de diagnóstico y terapia a la clasificación de la enfermedad y aplicación de la receta que en el cuadro corresponde, o las de docencia o rellenar a lo largo del curso el plan de estudios que allá arriba el más alto funcionario del ministerio, que sabe lo que tiene que saberse, le ha trazado providentemente, y en fin, organizar la cátedra o consulta como oficina, según el modelo piramidal que en todos los sectores se recite, lo mismo que se repite en cualquier clima de paralelepípedo del bloque de viviendas, el caso es que no se haga más que lo que está hecho. Y asimismo en cuanto a los militares, por ejemplo, puede bien decirse que fue la organización regional de los ejércitos la que sentó el primer modelo de estructura ejecutiva, con su ordenación jerárquica y el uniforme y la mucha dinámica para hacer nada, pero en todo caso el oficial de hoy día no es sino correcto ejemplo de una clase de ejecutivo, así como el cuartel la oficina o fábrica de tiempo vacío por excelencia, y la guerra siempre futura el pretexto para su función real de formación de hombres, es decir, funcionarios bien disciplinados y conformes.

Se me dirá que exagero, que todavía están los verdaderos productores de los bienes, los obreros de fábrica y los agricultores, y que esos siguen siendo la base del proceso y la mayoría de la población, y que ¿cómo va la producción de cosas tan palpables como las tuercas o las espigas a reducirse a un modelo burocrático? Y, bueno, puede que exagere un poco, pero en el sentido que exagera el progreso mismo del sistema al aspirar al ideal de su perfección, y el caso es que ahí tienen realizado o realizándose el milagro por el que también el proletario asalariado y también el destripaterrones se reciclan y configuran en la traza y función del ejecutivo; un milagro al fin bastante simple: en la medida que el dinero se hace cada vez más abstracto y sublime y se vuelve puro tiempo, en la misma las cosas todas se vuelven formas o representantes de tal dinero, y en la misma entonces el acero dentado de la rueda y los granos de Ceres triturados son ya meros pretextos materiales para el ideal: pues en verdad lo único que se produce es producción, esto es, números de dinero ideal y abstracto; y cuando la empresa le paga al trabajador en bonos de consumo de los mismo que produce, a saber, tiempo vacío, o cuando la banca le anticipa el pago de la cosecha futura al agricultor, de modo que en los campos de girasol o remolacha lo que está creciendo y engordando no es otra cosa que títulos de crédito bancario, aparece ya bastante claro que la fábrica y la tierra son también modalidades de oficina, que los trabajos de la cadena y de los surcos (no digamos los del tajo de obras de bloques o de autopistas, destrucción por la construcción) son meras variantes de trabajo de funcionario, destinadas a asegurar el futuro, esto es, el hacer lo que está hecho; y consiguientemente el viejo labrantín, mecánico u hormigonero progresivamente deben avergonzarse ellos mismos de lo distinto de sus condiciones y asimilarlas todas, para honra, a diversas siglas y escalones de la única función de ejecutivo.

Así que otra diferencia se percibe entre el actual ejecutivo y el viejo chupatintas, aparentemente sólo cuantitativa, pero que implica un cambio notable de la figura y la sustancia: a- saber, que el ejecutivo tiene que ser muchos, muchísimos, cada vez más (en la aspiración, todos, como los pajaritos que podía comerse el vasco si la apuesta se le ponía a pajaritos), y que no sólo han de ser tantos y más cada vez por el procedimiento de reducirse todos los otros a ejecutivos, sino también por la producción acelerada (igual que de autos o de expedientes) y de más y más niños, esto es, futuros ejecutivos desde el vientre de su madre (ejecutiva también, aun en el caso de no haber adoptado, para liberación de la condición femenina, el maletín plano y el paso dinámico de ejecutivo que los varones le ofrecían para modelo, y de haberse quedado en el hogar como centro dedicado a la producción de ejecutivos del futuro); y en fin, para enunciarlo a lo breve y metafísico: el que tengan que ser tantos y tantísimos es el procedimiento de que sean todos el mismo; lo cual no empece, bien por el contrario, para que personalmente cada uno sea cada uno; pues no son las masas informes y caóticas, sino organizadas en pirámide de funcionarios, y ¿de qué están las masas compuestas, sino de personalidades individuales?

Pero, al fin y al cabo, esas diferencias en el grado de fe, en la aspiración a la totalidad y en el número creciente, no serían tal vez curiosa contestación de la permanencia en el cambio, de la eternidad en al actualidad, si no fuera que hay además otra, en la constitución del ejecutivo de último modelo, que resulta cada día más cargante, mortífera para los corazones y origen de coñazos inmortales para todo cristo: es a saber que para justificación de dignidad y de la fe en la obra de su vida, por lo arduo que se le ha puesto encontrar sitio y trepar por los escalones de la pirámide millonaria, ha venido el ejecutivo a verse obligado a hacer de veras cosas, a hacer como que produce algo. Era típico del chupatintas de antaño que la oficina fuera para él una verdadera sinecura y cubil apropiado donde el ocio al amparo del Estado pudiera dedicarse a llenar crucigramas o hasta escribir tragedias en cinco actos, que a nadie le hacían mayor daño, de manera que el enjambre de chupatintas podían sencillamente contarse como parásitos de los trabajadores y nada más; pero ahora encima, a medida que todos los trabajos se vuelven oficina y producción de números, el ideal del trabajo se impone por doquiera en las oficinas, y el ejecutivo tiene no sólo que cumplir con el horario, sino rendir productos. Y ahí tienen ustedes las consecuencias: cada día se encuentran ustedes la vida llenita de formularios que cumplimentar, de ventanillas a las que acudir, de votos que emitir y subvenciones que solicitar: la vivienda, el trabajo, la salud, el amor, la política, cualquier cosa sirve de pretexto para hacerles a ustedes estar pendientes de un trámite más, para tener en su agenda una marca del futuro, a corto y a largo plazo: pues bien, es él el que les ha proporcionado todo eso, el ejecutivo y su necesidad de dar sustancia a su puesto y a su título.

De pronto, tiene usted que tratar con sus convecinos del ajuste de las puertas de sus ascensores a la nueva normativa, tiene que cambiar el modelo de su televisor, hacerse un chequeo en policlínica, votar sobre el tipo de contenedores de basura que necesita la comunidad, dejar un año de juventud vacío para el servicio militar, calcular el coste de los regalos a sus suegros el día de la suegra, o el de los textos de educación sexual de sus hijitos, discutir en el bar durante media hora sobre el comportamiento del directivo del Metropol FC y mandar un cupón para el sorteo que organiza el detergente preferido de su señora, de un popó de cinco puertas o, segundo premio, viaje a Tailandia para dos, o se encuentra usted con que en virtud de la santa convicción compartida por directiva y ministerios de que el futuro es del automóvil, le han cortado un trozo de ferrocarril o suprimido un par de trenecillos. Y se pregunta usted acaso quién le ha convertido la vida en esa serie de pejigueras y puñeterías, de ocupaciones y preocupaciones: pues bien, es él, es él el que lo ha hecho, el ejecutivo.

Acaso en algún momento de descuido, en un trance en que se ha fundido la lámpara del televisor y se ha parado el relojito de pulsera de su novia, percibe usted la falsificación de todo lo que se le vende como realidad y cómo le han cambiado cualquier deseo, cualquier placer y utilidad palpable, por una sarta de necesidades ideales, por unos gustos que le hacen a usted creer que son suyos de usted, y siente que aquello que se le llamaba vida se lo han convertido en tiempo, un tiempo futuro siempre, un vacío que tiene que estar siempre llenándose de trabajitos y diversiones: bueno, pues para ese trance, recuerde usted que es él el que lo hace, que es él el que lo ha hecho: es él el que lo ha hecho todo, es él...

Me dirán ustedes que me lanzo, que en vez de ejecutivo parece que estoy hablando de Dios todopoderoso. Pero y ¿qué? No me arrepiento de que lo parezca: al fin y al cabo es él, es él verdaderamente. Porque todos es Él.

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