Desembarco cultural en Europa
Sánchez Albornoz pretendía descifrar el enigma histórico de España con los tres desembarcos famosos: el de un berberisco en la montaña de Tariq (Gibraltar), en abril de 711; el de un marino de Castilla en la isla del Salvador, el 12 de octubre de 1492, y el de un emperador flamenco allá por las playas de Villaviciosa, el 19 de septiembre de 1517. El desembarco de ahora en Europa no es sólo ni esencialmente económico, aunque esta monserga importante haya consumido cientos de horas de negociación, de paciencia y de vigilia nocturna. Tiene aún mucha más importancia el hecho cultural y, por qué no decirlo, el moral y religioso. Un representante de la Conferencia Episcopal Española estuvo presente en la ceremonia del palacio de Oriente. Fue tan significativo como el acto de la firma de la Constitución en el palacio del Congreso.No desembarcan en Europa los políticos con su avituallamiento del Estado. Más allá de los efectos económicos, de las reconversiones en la producción, dolorosas o felices, desembarcamos en la gran corriente de ideas, de mores y de valores que han caracterizado a Occidente. El desembarco en la modernidad de una España tres siglos mal comunicada, ahora se hace rito, derecho y responsabilidad. La Iglesia española captó a su manera, con más temor que esperanza, los logros más granados de una teología europea a través del Vaticano II. Muchos de los que salimos a Europa durante el decenio de los cincuenta fuimos considerados como arriesgados y sospechosos aventureros en una tierra en la que la libertad religiosa nos descubría la coherencia con los ideales más profundos de la fe católica. Nunca tuvimos la impresión de que aquella teología, alejada de la de los manuales y de la casuístíca, no engarzara con la mejor tradición teológica hispánica. Allí nos enseñaron a leer nuestros teólogos y juristas del barroco español y a volver a las fuentes del catolicismo.
España ha desembarcado ya en Europa con las formas democráticas de gobierno. Lo hizo con entusiasmo ilimitado propicio al desencanto posterior. Ahítos de ofertas nos olvidamos pronto de las ventajas. Lo que pasa es que una democracia sin sustancia moral y sin espacio para dar respuesta a las necesidades últimas, que son fundamentalmente culturales y religiosas, corre el riesgo de convertir el vacío ético en un ventilador de conciencias malolientes o en una atracción desmedida de fundameritalismos religiosos o seculares. Los factores que generaban entre nosotros la modernidad estaban ya operando en el seno de la conciencia española con anterioridad al Vaticano II. Y siguen actuando después de la transición política, por más que determinados sectores se empeñen en ignorarlo y sigan reclamando hegemonías anacrónicas y mimetistas de nuestro pasado. Estamos poniendo fin a una forma de relacionar el orden religioso con el orden político, sufrida durante siglos. Los retos que se agolpan en el camino de la Iglesia española son complejos y numerosos. Nuestra misma geografia es a la vez reto supremo a la unidad abierta y a la tentación de clausura.
La España viajera hace siglos que se paró en este rincón de Europa, dedicada más a considerar como su problema el hecho de tener problemas. La desgracia se cebó en esa disminución de horizontes, hasta el extremo de creer que lo español era sólo lo real y que lo católico hispano era la esencia, el caudal y la reserva del catolicismo universal. Muchos de nuestros intelectuales han conseguido mantener su fe precisamente haciendo la reflexión inversa: comprobar la diferencia entre el catolicismo hispano y el catolicismo cristiano. El mismo Ortega, al contemplar el espectáculo en el extranjero de autores católicos que pensaban a la altura del tiempo y ofrecían concreciones intelectuales, nuevas síntesis de primerísima mano, comenzó a sospechar que los defectos del catolicismo español no eran esenciales del cristianismo y que sus virtudes eran perfectamente cohonestables con la gran tradición católica española. Entrar en Europa significa acabar con esas dos mitades de la España cultural y moral que si se odiaron tanto fue porque se necesitaban.
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