Martí, en España
CÉSAR LEANTEPara Aragón, en España, tengo yo en mi corazón un lugar todo Aragón, franco, fiero, fiel, sin saña.
En 1891, a sólo cuatro años de desencadenar la guerra de independencia de Cuba, en sus Versos sencillos, prácticamente un cuaderno de memorias poético, escribe José Martí esta redondilla. La frase en aposición indica que en su corazón no sólo estaba la región baturra, sino España íntegra, país al que había llegado por primera vez, desterrado (hoy diríamos exiliado), en el albor de 1871. A pesar de su juventud (no alcanzaba los 20 años, pues había nacido el 28 de enero de 1853), venía de cumplir prisión política en la isla, donde por espacio de 10 meses ejecutó trabajos forzados en la cantera de San Lázaro, con grillete al tobillo.Cuenta el ensayista Jorge Mañach en su libro Martí, el apóstol que el mozo insular ".. apenas sintió el vacío de la ciudad extraña (Madrid). Era como un pariente venido a conocer". Él también recibió su "sonrisa acogedora". Hijo de españoles -su padre era valenciano, y su madre, canaria-, la formación cultural de Martí había sido -y se ahondaría aquí- de raíz española. Como en Madrid se vive "abundante y buena vida literaria", Martí la disfruta escuchando a oradores (en las Cortes), a poetas, dramaturgos y artistas en las tertulias de la Cervecería Inglesa o en el Café de los Artistas, concurriendo asiduamente a la biblioteca del Ateneo, visitando cada domingo el Museo del Prado, abonándose al paraíso del teatro Real y no perdiéndose un estreno en el Español. Satisface así su hambre intelectual, "afilada en la larga dieta tropical" (Mañach).
Pero estas seducciones no le hacen olvidar que él es criollo, que su patria lucha por hacerse libre (en Cuba se está desarrollando el primer intento armado de separatismo, la llamada Guerra de los Diez Años), que él acaba de punir su cuota de culpa en la insurgencia, y en su estrecho cuarto de la calle del Desengaño escribe, con la mente hecha "un cesto de llamas", su opúsculo de resonancias bíblicas El presidio político en Cuba, alegato que admira el abolicionista Labra, inquieta a Cánovas por el talentodel "panfletista", hace que el ministro de Ultramar retenga el nombre de su autor, y acoge emocionada la criolledad que cunde Madrid, empezando por el patriarca don Calixto Bernal, que abraza al joven con quien tanto gusta platicar no obstante la distancia en edades e, incipiente, política.
Que Martí empieza a intuir que el mal de Cuba se inserta en los muchos que padece España -opresión, absolutismo, intolerancia, parasitismo de clases, incapacidad administrativa-, y por tanto no es un problema de naciones, sino de sistema, se transparenta cuando al advenir la República de 1872, él es el primero en aplaudirla, desde la tribuna de la Prensa en el Congreso
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y hombreado con la multitud en la Puerta del Sol. Pero no vuelve a ignorar que es antillano, y aparte de colgar la bandera cubana en su balcón, que los desfilantes miran con curiosidad, aprovecha la ocasión para recordarles a los republicanos que no se puede ser libre en casa y opresor fuera. Y así escribe otro folleto, La República española ante la revolución cubana, no por más razonado menos ardiente que el anterior: "Y si Cuba proclama su independencia por el mismo derecho que se proclama la República", advierte en reflexión que es demanda, "¿cómo ha de negar la República a Cuba su derecho a ser libre?". Semejante razonamiento expondrá Victor Hugo por la misma época, solidarizándose con la causa cubana: "Descubrir una isla no da derecho a martirizarla; no hay que partir de Colón para llegar a Concha (capitán general de Cuba entonces)".
La frustración y la dañada salud arrastran a Martí a Zaragoza, ahora con su fraterno Fermín Valdés Domínguez, que milagrosamente ha escapado con vida de la Antilla mayor. Y aquí, continuando la carrera emprendida en la universidad Central de Madrid, se gradúa de abogado -con malas notas- y, realizando brillantes exámenes, en Filosofía y Letras. Igualmente rompe en la capital aragonesa "la poca flor de mi vida", porque "allí quise a una mujer", Blanca de Montalbo, la de los ojos de almendra; y en la Alfarería y el Pilar "se le fue adentrando una España que dejó en su obra bellísimo rastro" (Alberto Andino, Martí y España). Como deja huella bien marcada en su prosa singular la de los españoles enormes: Gracián, visible en sus períodos largos y espirales, pero tersos y armónicos; Quevedo, en la enjundia conceptual ("con su lengua hablamos", Martí); Teresa de Ávila, en la sencillez y espontaneidad, así como porque tanto la santa como él "piensan en imágenes" (Andino). Tan penetrada está del meditar y el decir españoles la creación martiana que basta el título de un estudio del escritor cubano Juan Marinello para evidenciarlo: La español¡dad literaria de Martí.
Vertida al campo político, esta españolidad se traduce en que su bregar por la libertad de Cuba, tarea que le llenará toda la vida, es tanto preocupación por el bien del pueblo del que es entraña como del peninsular del que desciende y al que ahora se enfrenta. Por ello, cuando se abre la contienda de 1895, puede decir en el Manifiesto de Montecristi: "La guerra no es contra el español... La República será tranquilo hogar para cuantos españoles de trabajo y honor gocen en ella de la libertad... En el pecho del antillano no hay odio... Éste es el corazón de Cuba, así será la guerra... Los cubanos empezamos la guerra, y los cubanos y los españoles la terminaremos...".
No sólo es afán por neutralizar fuerzas contrarias, sino convicción raigal: pues siempre, a lo largo de su campaña emancipadora, ha hablado Martí de "guerra necesaria", sí, pero también "magnánima" y "justa" y "corta"; y el "sin saña" del verso y la ausencia de odio en el pecho antillano vienen al igual de cepa hispana: "Dice bien de España este odio al odio...". Y prevé en consecuencia que "España llegará al goce de la libertad sin aquella depuración enorme y tremenda de la República francesa". (Palabras de una sorprendente -o tal vez visionaria- actualidad.) Y también porque Martí no es un "revolucionario de oficio" ("espíritus turbulentos y ciegos", "hombres empedernidos y vulgares", en su definición), el partido que funda para promover la separación de España, el Partido Revolucionario Cubano, "no tiene por objeto llevar a Cuba una agrupación victoriosa que considere la isla como su presa y dominio".
No hay ensañamiento antiespañol en el independentismo cubano, sino airado levantamiento contra la tiranía, que en el concepto martiano "es una misma en sus varias formas; aun cuando se vista en alguna de ellas de nombres hermosos y de grandes hechos". Por eso, "Estimo a quien de un revés / echa por tierra a un tirano: / lo estimo, si es un cubano; / lo estimo, si aragonés".
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