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Curioso destino el de la ideología, varada entre el irredentismo y la autofagia, garante de la legitimación de todos los poderes y permanentemente contestada en su propia legitimidad, agotándose en la implosión de sus contenidos y en la tautología de sus funciones y cumpliéndose en la crítica a lo institucional y en la apuesta a lo emergente.Pocas designaciones más genuinamente ideológicas, aunque su origen sea parlamentario, que la de derechas e izquierdas. Y ninguna más reveladora de su contradictoria polisemia, desde el irreprimible narcisismo a la disponibilidad suicida. Derecha, centro e izquierda, con sus matices y sus extremos, reivindican, cada cual a su modo, su condición de hijo único ideológico, para poder reclamar después, en exclusiva, sus derechos como herederos universales del espacio político.
La derecha, que, por oscuras razones, no se ha sentido nunca a gusto en su nombre, tiende, de forma recurrente, a impugnar la razón de ser de la ideología aboliendo las posibles diferencias de sus diversas encarnaduras ("no hay derechas ni izquierdas") y fundiéndolas en un unanimismo axiológico de pretensión metaideológica (orden, patria, familia y sus múltiples variantes) cuyo propósito es la cancelación del conflicto y la instauración del consenso como confirmación y salvaguarda del statu quo y del privilegio.
Tres ilustraciones. Cuando a mitad de la década de los cincuenta, en plena guerra fría y en uno de los momentos de más tenso enfrentamiento ideológico entre capitalismo y socialismo, -los adelantados de la ciencia social USA -Shils, Bell, Lipset, etcétera- lanzan, a golpe de encuestas y estadísticas, la ideología de la homogenerización de las sociedades industriales y del fin de las ideologías, lo que, en definitiva, nos están vendiendo es la existencia de un solo modelo posible de sociedad: la suya (que es, por tanto, imperativo defender e imitar). Cuando por esas mismas fechas, y a los efectos de la política de alianzas de Washington, sus colegas politólogos intentan distinguir entre buenas y malas dictaduras, la legitimación de las primeras -franquismo incluido- se opera mediante el invento de los regímenes autoritarios, uno de cuyos rasgos diferenciales -decisivos es la ausencia de ideología. (Y Eisenhower viene a Madrid.) Por eso nos equivocamos Miguel Boyer y yo, cuando, 10 años más tarde, al reaccionar (en Cuadernos o en índice) frente a la operación ideológico-crepuscular de la extrema derecha tecnocrática, no advertimos el doble objetivo de su importación en España: descalificar, por razones técnicas, la movilización del mundo del trabajo y homologar simbólicamente democracia y autocracia. (En la noche ideológica todos los regímenes políticos son pardos.)
La ideología centrista vive de otra paradoja. Olvidando que su fundamento y hasta su misma existencia le vienen de su posición mediana y medianera entre los extremos, los expulsa, por radicales y peligrosos, del arco de los posibles, y se autoconfiere la condición protagonista de único intérprete responsable de lo viable y eficaz en política. En cuanto a la izquierda, la arrogancia ideológica ha sido siempre la compensación más socorrida de su impotencia política. Extra sinistra, nulla salus. A la derecha de la izquierda, sólo necios y malvados. La izquierda ideológica se siente tan en lo cierto que pretende dejar de ser ideología para que lo sean las otras. La posición del marxismo clásico es, en este punto, conmovedora: yo soy la ciencia, lo demás, ideologías.
Y con todo, lo simbólico colectivo y el despliegue de sus funciones antagónicas justificación de la dominación y crítica de su ejercicio, conculcación del cambio y requerimiento utópico de su principio) parecen inseparables del habitual discurrir de las sociedades humanas. Pero habrá que esperar hasta el segundo tercio del siglo XX para que pueda escribirse sin desdoro teórico (Mannheim, Althusser, Habermas) que el vivir social sólo tiene sentido desde esos sistemas de representaciones (ideas, creencias, valores) orientados a la acción colectiva` que llamamos ideologías y cuya relación con las clases / grupos a que corresponden y que los sustentan no es de exterioridad instrumental, sino de fundación entitativa. Pues sin su explícita formulación y presencia quedan solas, frente a frente, dos insalvables coacciones: la necesidad y la fuerza.
Claro está que el cumplimiento de cualquier ideología exige un mínimo nivel de coherencia entre sus enunciados y sus prácticas, sin el cual su ejercicio deviene manipulación abierta y compulsiva. Y que ese nivel -con frecuencia, incumplido- la crisis lo ha hecho muy dificil de alcanzar. Pero su consecuencia no ha sido, no está siendo, el definitivo extrañamiento de los credos ideológicos del campo de la política, sino, al contrario, la emergencia de una clara y enérgica demanda de autentificación ideológica en la actividad de los grupos y en la materia de los procesos políticos. Veámoslo de cerca.
Como ha sucedido tantas veces en el pasado, la reacción más a la mano, cuando se produce la quiebra generalizada de un sistema social, es su negación por exceso o por defecto. Se quiere exorcizar la perturbación en la que se está, negando su existencia y exaltando las excelencias del presente o poniendo el reloj de la historia a la hora anterior a su aparición, con la pretensión de que se trata de la hora del futuro. No escribo nada nuevo. Es la vieja máxima de la política politiquera: para resolver un problema lo mejor es o no plantearlo o presentarlo como solución. En tiempos revueltos no hay mercancía más segura que el irenismo de púlpito y garrota. Para durar hay que desdramatizar, tranquilizar, ordenar, consensuar. Desde arriba, obviamente.
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Por exceso he escrito. Así nuestro largo presente en paz. Gracias al arsenal de armas nucleares y a la carrera armamentista, dicen, hemos podido disfrutar de 40 años sin guerras mayores. Disfrute habría que añadir, compatible con un estado permanente de pequeñas guerras locales desencadenadas por nuestros exportados conflictos y alimentadas por nuestras industrias, que han producido desde 1945 hasta hoy cerca de 25 millones de muertos.
Así nuestras tres gloriosas décadas de continua expansión ,económica, que han hecho posible que el 10% de la población activa de la Comunidad Económica Europea no trabaje, sin que disminuya de forma sensible el nivel medio de vida del conjunto y que han convertido los usos del ocio, y entre ellos el cultivo del cuerpo y la cultura gastronómica, en predilecta actividad de masa de los miembros de esa misma comunidad. Aunque convendría que alguien agregase que simultáneamente han confirmado en la miseria fisiológica y social a otra masa de más de 3.000 millones de cuerpos y han multiplicado por cinco el número anual de muertos por hambre.
Así, la consagración definitiva de los derechos y libertades de los hombres y los pueblos que ha hecho de su afirmación y defensa el principio capital de toda práctica política contemporánea. Afirmación y defensa que parece que alimentan el recurso sistemático al crimen por parte de los grupos políticos más extremistas; el exhibido terrorismo de Estado; la institucionalización de la tortura como arma política; los tanques soviéticos en la hora de Hungría, de Checoslovaquia, de Afganistán; la exaltación del asesinato político en los manuales de la CIA; la mortal maquinación contra Allende; la santa cruzada de Reagan contra Nicaragua; la ayuda constante de Washington a todas las dictaduras de su zona de influencia; el expoliador vasallaje., vía dólar / rublo y ayuda político-militar, de los países en desarrollo por obra de los dos grandes imperios, que han elevado la asimetría de los niveles socioeconómicos a la condición de supuesto necesario del concierto mundial; el acogotamiento de la vida democrática a manos de la ficción representativa, de la pacificación social, del autocratismo de los partidos, de la complejidad de nuestras sociedades, del pluralismo de masa.
O por defecto. Y los nuevos, neos, novísimos, post y post-post se nos vienen encima, salvadores, anunciadores de la última receta de hace 60, 80, 130 años. Nuevos filósofos recitándonos el más trasnochado Nietzsche / Bataille, neoliberales de todo fuste reverdeciendo los miríficos mecanismos de autorregulación económica que posee el mercado, posmodernos encallados en el Baudelaire del spleen afónico, en el Rimbaud de los malos tráficos, pirueteos dada, estremecimientos intimistas que recuerdan el último surrealismo en desbandada, gozos de un irracionalismo de pacotilla que ignora a Pirron y degrada a Enesidemo, postkeynesianos nostálgicos del pleno empleo y de la estabilidad de precios que arrastran a lo largo de 10 años de recesión y paro la pócima mágica del manejo de las condiciones de la demanda global, faldas, posters, modas y modos 1900, los locos años veinte, los felices cincuenta. Ya se sabe. Estamos en pleno retro y los novísimos quieren meternos en el siglo XXI en marcha atrás.
La política, stricto sensu, no podía escapar a esta ola implosiva. La negación / involución de las identidades ideológicas conforta a la derecha, estimula al centro, agarrota y falsea a la izquierda. El travesti ideológico es la figura dominante y la vida pública se transforma en un baile de disfraces con disfraz único. Prudencia, modernización, gobernabilidad, liberalizar, ser eficaces, viejas recetas que se convierten en novísimos principios de comunión general y diaria. Los socialistas hacen del empresario el gran protagonista social, del Estado su principal enemigo. El beneficio, sinónimo antes de explotación, pasa a ser base del progreso. Afirmar que los hombres y los pueblos son iguales, excepto ante Dios, es un crimen de lesa utopía. Por eso el alineamiento con los países del Tercer Mundo se considera masoquismo de mal gusto. La solidaridad, bien entendida, nos dicen, comienza por la reivindicación de la soberanía ilimitada y suficiente de cada cual.
Que cada virtud aguante sus vicios. Acabemos con la miserable condición de asistidos perpetuos, alejemos de nosotros la funesta voluntad de administrar públicamente. Desreglementemos, liberemos, no pongamos trabas a la fuerza creadora del mercado y del capital, reservemos las intervenciones públicas a sanar las deficiencias coyunturales, de los actores económicos antes de devolverlos al flujo multiplicador de la economía privada: Reagan y sus ayudas a la Chrysler, Thatcher / Kohl y sus privatizaciones, Fabius / Craxi y sus ascos al sector público, Rumasa sanada y devuelta, coro múltiple de voz unánime.
Hasta aquí los que mandan. Pero este discurso político oficial comienza a desuncirse de la demanida -¿esperanza?- ideológica de los políticamente motivados. Desde hace ya algunos años los análisis sociológicos en profundIdad mostraban que la perplejidad ideológica comenzaba a extenderse a sectores cada vez más amplios. Perplejidad que no conviene confundir con esa desafección a los problemas colectivos que mete todas las ideologías en el mismo saco y se va a su pesca personal. Es cierto que la crisis -y los manejos a que la han sometido- ha engrosado cuantiosamente las filas de los ácratas de derechas y que los años ochenta están siendo el eldorado de la droite divine -Sollers, Glucksman, B. H. Lévi y sus émulos hispánicos-. Pero el fenómeno al que me refiero es muy otro.
Apunta al rechazo de las posiciones ideológicas oficiales, especialmente de la izquierda, por deslealtad con los modelos y contenidos históricos propios a cada familia política y por la invalidación fáctíca de los núcleos ideológicos más sustantivos de sus programas políticos. No es, por tanto, que, desencantados, digan "no", tanto a la derecha como a la izquierda, descalifiquen la política en su conjunto y vaquen a sus ocios y negocios privados, sino que no aceptan el divorcio, cada vez mayor, entre ejercicio y doctrina en las grandes ideologías políticas, ni los aggiornamentos involucionistas de que es objeto su estructura programática.
La encuesta sobre actitudes ideológicas en Francia, realizada por encargo del diario parisiense Libération es muy reveladora a este respecto. A la pregunta "¿Se sitúa usted en la derecha, en el centro o en la izquierda?", dirigida a quienes se autoconsideran políticamente motivados y son votantes habituales de un determinado partido, más del 33% de los que contestan dicen situarse ailleurs, es decir, estar disponibles.
El "en otra parte", que los mismos encuestados definen mayoritariamente con los términos conjuntos de libertad y solidaridad, reenvía a la estructura ideológica tradicional de la izquierda, pero reclama una nueva formulación que acabe con el escapismo posibilista y responda a las nuevas demandas individuales y a las nuevas necesidades colectivas que la oferta política actual malcumple o ignora. Por ello, esa emergente disponibilidad ideológica se presenta como la brecha por la que puede llegar la cada vez más necesaria repristinación de la vida política. Que no tarde.
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