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Tribuna:
Tribuna
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A moro muerto ...

Como más de una vez me he permitido bromear acerca de los excesos del feminismo militante, contrapartida grotesca del grotesco -y mejor que grotesco, brutal- machismo, ya en franca retirada, no faltará quien haya pensado que lo hacía en solapada defensa de éste, cuando -por efecto de las transformaciones sociales de nuestro tiempo- ha caído en descrédito.Quienes me conozcan, o quienes me hayan leído con atención, han de saber, sin embargo, que -no de ahora, sino de siempre- he sido y soy vehemente partidario de que la mujer deje de estar postergada por razón de su sexo, ni supeditada a los designios del varón. En cuanto al machismo como actitud beligerante, me ha repugnado en todo momento. Aún refluye en mí la oleada de indignación que, siendo todavía niño, y en mi Granada natal, me invadió al oír comentar con regocijo el rasgo de ingenio con que se había "puesto en su sitio" a una "bachillera".

Eran los albores del siglo, una época en que prácticamente todos los caminos para la actuación pública del que se denominaba "bello sexo" estaban cerrados o eran demasiado difíciles de transitar. A propósito de bachilleras, sólo un pequeñísimo grupo de niñas acudían -bien custodiadas, por supuesto- al instituto de segunda enseñanza donde cursaba yo mis estudios, y donde ellas tenían un cuarto especial, o gineceo, para recluirse entre una clase y otra. Ir una chica al instituto era considerado entonces como un atrevimiento, casi como una anormalidad; pues ¿acaso no estaba ahí la Escuela Normal de Maestras proporcionando una preparación profesional apta para señoritas? Al frente de esta escuela había una directora, cuyo nombre recuerdo bien, pero no voy a mencionar, señora de gran distinción intelectual, casada con cierto médico prestigioso, quien, por cierto, para regodeo de sus contertulios, solía describir en el casino las particularidades anatómicas de su esposa. Pues bien, esta señora quiso -cosa insólita- pronunciar una conferencia en el Centro Artístico y Literario; y, en fin, fue anunciado el acto, que para los socios de la culta entidad debió de significar una ocasión de rara curiosidad, y hasta quizá una insolente provocación. Llegado el momento, la conferenciante subió al estrado ante una sala repleta de sólo hombres, y se aprontó, con el nerviosismo que es de imaginar, a desafiar la expectativa del público. Empezó con estas palabras: "Señores, voy a ser brevísima", palabras que un vozarrón, desde la sala, comentó al instante: "Superlativo de breva". Y ahí, de modo borrascoso, tuvo término el espectáculo.

La chuscada fue tan celebrada y reída en la ciudad que alcanzó a llegar hasta mis oídos de niño. Y es evidente que si la rápida ocurrencia del bárbaro interruptor daba ocasión a tan extraordinario regocijo, no era tanto por la felicidad del fulminante juego verbal como por su efecto devastador. El discurso que aquella señora intentaba colocar sobre una plataforma de superior cultura quedaba, aun antes de comenzar, desautorizado de un golpe, rebajado al terreno de una caracterización personal derogatoria: aquella mujer era en grado superlativo una breva, con todas las connotaciones de sexualidad y madurez extrema que pueda evocar esa fruta. Así aprendería la marisabidilla a no meterse en camisa de once varas. ¡Que le sirviera de escarmiento!

La protagonista, o víctima, de este afrentoso episodio era, en efecto, una persona, no sólo de alta calidad intelectual y moral, sino también muy discreta, y nadie había tenido objeción razonable que oponer a su deseo de dar esa conferencia pública, que, sin embargo, le "reventaron" villanamente.

Otra mujer notoria, aunque ésta no por cierto discreta, en la Granada de mi infancia era la famosa Zapatera, de quien nunca supe el nombre, ni creo que casi nadie lo supiera. Todo el mundo la conocía por la Zapatera, porque era dueña de una zapatería en la calle de Mesones. ¡Mira, ahí va la Zapatera!, se decía; y mis ojos se asombraban viendo a una mujer corpulenta, con moho castaño bajo aparatosos sombreros, y acaso una larga capa celeste de húsar hasta los pies. La Zapatera era una figura extravagante, probablemente una chiflada. Callejeaba mucho, entrada -¡y sola!- en los cafés y restaurantes y escribía cosas absurdas que hacía imprimir y ponía luego a la venta en el escaparate de su zapatería.

Como bien puede comprenderse, conducta tal resultaba intolerable. La Zapatera era una mujer independiente, independiente también en cuanto a sus medios económicos, y la desaprobación social, apenas refrenada, tenía que desahogarse mediante burlas más o menos sangrientas ... Tengo entendido -esto es, oído y leído- que en 1936, durante los primeros días de la sublevación, cuyos horrores hallaron escenario privilegiado en Granada, fusilaron a la Zapatera -lo cual no me extraña, y hasta pudiera decir que me parece normal dentro de la monstruosidad de una situación propicia para dar salida a todas las malas pasiones, tales como el rencor acumulado en el machismo.

El machismo es, ha sido, una reacción conservadora, cobarde y cruel, cual suelen serlo las reacciones defensivas, frente al cambio que la evolución de la clase burguesa, impulsada por el desarrollo económico, impuso a las relaciones recíprocas entre ambos sexos. Es claro que en una sociedad industrial avanzada el reparto de los papeles o roles para cada sexo tiene que ser muy diferente del que hace funcionar a una sociedad agrícola, matriarcal o patriarcal; más aún, en esta sociedad industrial nueva, mejor que de reparto de papeles puede hablarse de su casi completa homologación.

Y si el feminismo militante se hizo vocero, y quizá propulsó en alguna medida con sus alardes, a veces heroicos, el cambio que de todos modos tenía que efectuarse por la fuerza de los hechos económicos, el machismo, contraparte suya, fue la torpe respuesta de hombres asustados ante la amenaza que veían venirseles encima.

Ya el cambio está, básicamente, cumplido y consumado, y las actitudes machistas, puestas con toda razón en ridículo. Siendo esto así, podrá perdonárseme que de cuando en cuando me divierta en subrayar con alguna broma inofensiva las desaforadas alharacas que el fanatismo y la tontería en fácil alianza ponen en juego para alancear al moro muerto -o al menos, agonizante- del machismo militante y de la discriminación contra la mujer.

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