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Arte como proyecto, no como destino

Hace ya casi 50 años -en un discurso, pronunciado en 936, en honor de Hermann Broch- Elias Canetti caracterizaba nuestro tiempo histórico por la pérdida de toda ilusión de coherencia o uniformidad en nuestra capacidad de asombro. Sería la nuestra, según Canetti, "la época en que es posible asombrarse simultáneamente de las cosas más opuestas". Pues bien, el arte de nuestro siglo asumió en buena medida el desafío de esa explosión cultural de los sentidos, implícita en las palabras de Canetti, intentando potenciar esa intensificación y fragmentación del asombro en la génesis de un nuevo universo estético.Es una situación que nos habla de una quiebra histórica. En efecto, en nuestro siglo el arte ha perdido su anterior inmediatez.

Por un lado pugna por salir de sus fronteras, por insertarse en lo no artístico de la vida humana, para hacer avanzar al hombre. Pero, simultáneamente, toda la actividad artística se sabe a sí misma fuera de sitio y de tiempo, ocupando una posición extraterritorial y ucrónica en el entramado de una cultura hecha añicos, fragmentada hasta el límite.

Sin lugar y sin tiempo, el arte deambula en un devenir cuyo sentido -siempre problemático- se busca en las propuestas y definiciones de los manifiestos y los programas. Construido tan sólo sobre sus propias raíces, el arte contemporáneo juega (simula o interpreta) la ficción de ser un anticipo de vida posible, o incluso -en algunos casos extremos- de la única vida digna de tal nombre. Son éstos los rasgos más fecundos de la actitud vanguardista en las artes. Las van guardias históricas asumieron la problematicidad del arte en el presente. Pero, en lugar de acep tar esa condición problemática como un destino irreversible, se empeñaron en intentar su resolución positiva, trazando simultánamente un correlato con lo no artístico de la vida. La experien cia artística se desdobla en dos planos convergentes y, por tanto, inseparables: el de la obra y el de la intención que orienta su sentido. Ambos planos constituyen una unidad, un proyecto, que muestra de una forma viva, y en el terreno de la estética, que el material del mundo sensible puede ser no sólo estructurado de un modo diverso, sino más aun: que esa estructuración no tiene por qué ser ciega o imprevista, pudiendo en cambio generarse a partir de un designio consciente. De este modo, las vanguardias históricas hicieron de la situación problemática del arte un laboratorio de otros mundos posibles, de otras alternativas para la humanidad. Cuando en los últimos tiempos se habla del fin de la modernidad, o de modo aun más perentorio de la condición posmoderna, se alude a un supuesto giro de época, a una supuesta mutación histórica que marcaría un corte respecto a la situación inmediatamente anterior. Definida por la aceleración del cambio tecnológico y por la aparición de nuevos soportes para los procesos de fijación y transmisión de cultura, esta era de los microprocesadores vendría a coincidir -en un período de estancamiento de las propuestas emancipatoriascon la también supuesta toma de conciencia de la inviabilidad del horizonte emancipatorio con el que nace el mundo moderno, con

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Arte como proyecto, no como destino

Viene de la página 11 la supuesta imposibilidad de que los seres humanos sean dueños de sus propias vidas, en lugar de verse sometidos a un poder o suma invisible de poderes, a un destino inaprehensible e irrevocable. En último término, los teóricos de la posmodernidad nos hablan lisa y llanamente de la inviabilidad de todo proyecto, tanto político o social como estético. Así, y curiosamente, aunque ahora en negativo, volvemos a encontrarnos con esa coincidencia de lo estético y lo humano en general inserta en la problematicidad del arte contemporáneo.

Ahora bien, ¿en qué medida la afirmación de la inviabilidad de todo proyecto no encubre, a su vez, un contraproyecto? ¿En qué grado la percepción del presente como un después no supone una interiorización resignada del mundo tal y como lo vivimos, un volver a dirigir la mirada hacia la plenitud mítica de un pasado irremisiblemente perdido? Uno de los problemas culturales radiales del mundo moderno es la percepción del tiempo como agobio, como proceso abierto de construcción de la vida. La afirmación de la condición posmoderna elude ese agobio, pero sólo gracias a su negación simultánea de la posibilidad de incidir en los procesos, sólo sobre la base de la interiorización melancólica de que el mundo está definitivamente clausurado en su configuración, que ningún designio humano puede alterar su devenir. Es éste el punto en el que la afirmación de la posmodernidad se revela, en definitiva, como un retorno a actitudes premodernas, como una aceptación del mundo como destino, como devenir de una representaci ' ón cuyo trasfondo quedaría siempre oculto e inaccesible a los seres humanos.

Las conceptualizaciones elaboradas en torno a la posmodernidad podrían, sin embargo, ser entendidas como una nueva manifestación de la sensibilidad crepuscular que la percepción agobiante del tiempo en el mundo moderno induce periódicamente. Manifestación agudizada con la cercanía del milenio y la dureza disciplinaria de la condición de vida en el último giro del capitalismo.

El terreno de la estética sería, precisamente, uno de los aspectos donde mejor podríamos contrastar la hipótesis que acabo de plantear. Pretendiendo superar sus insuficiencias, la actitud posmoderna ha reproducido en estética las peores ingenuidades de la actitud vanguardista, sin abrir nunca un espacio para la capacidad convulsiva de renovación presente en las vanguardias históricas. Si la sucesión vertiginosa de un movimiento tras otro, si una cierta idea ele avance o progreso lineal empobreció hasta la ingenuidad las actitudes vanguardistas más potentes, ¿qué decir de una situación en la que ya tan sólo el rótulo, la afirmación de posmodernidad sin ningún tipo de referente, se hace valer como estéticamente superior a todo lo anterior? Es la gran paradoja; en último término, lo posmoderno vendría a ser el último grito de lo moderno, la forma más plena de estar a la moda, de estar en el tiempo. Eso sí, todo ello queda, además, recubierto por un cinismo ambiental que asume el eclecticismo y la potencia de los persuasores ocultos (la fuerza de configuración de la opinión de los medios de comunicación de masas) como únicos criterios de validez estética. Estéticamente se valdría tanto como la potencia mercantil y persuasiva en los medios de masas permitiera.

El hiato así inducido entre estética y ética es uno de los más profundos que conocemos desde el nacimiento del mundo moderno. Pero lo peor es la trampa que supone el intentar hacernos creer que ese hiato es inevitable: allí donde las vanguardias históricas buceaban en búsqueda de unas raíces donde asentar su extraterritorialidad, la aplicación de la actitud posmoderna a las artes supone situar a éstas en una especie de limbo. El artista ya no tiene que explicar nada: ni su arte, ni la intención que lo guía. Se sugiere, por tanto, el retorno de una nueva inmediatez del arte: las obras hablan por sí mismas, no hay nada más que decir. Pero, ¿de verdad hablan por sí mismas las obras de arte en sociedades como las nuestras? La inmediatez es tan sólo aparente: no son las obras las que hablan, sino el mercado artístico y la opinión configurada por los medios de masas. Sólo que ahora ya no habría que dar cuenta de nada, nada requeriría justificación -y hablo siempre en el plano específico de la estética-, y, de este modo, mientras que se suscita la máxima ilusión de libertad en materias estéticas, el espacio para la apreciación y el juicio crítico queda reducido como nunca antes. La validez de los procesos estéticos queda ahora en rrianos de una franja estrechísima de comerciantes y configuradores de opinión, que instituyen de forma inapelable un escenario artístico caracterizado por la ausencia de exposición de criterios. La experiencia estética queda clausurada en sí misma, convirtiéndose en un elemento más de adoctrinamiento de masas, violentando hasta el extremo la capacidad de generar actitudes críticas e inconformistas, presente en cambio en la actitud vanguardista.

Es cierto que el impacto de la aceleración del cambio tecnológpco afecta de un modo directo a la configuración de la experiencia estética en nuestro mundo. Que ese impacto conlleva una sensación de vértigo, de desasosiego por la transformación o desaparición de los sujetos y soportes tradicionales de la experiencia estética. Pero las transformaciones operadas por el cambio tecnológico no suponen tanto el inicio de una nueva era como la intensificación de los aspectos ya iniciados con el surgimiento de la sociedad de masas y de los procedimientos de reproducción técnica de la obra de arte. La tentación de abandonarse a ese vértigo, de asumir lo desconocido como un destino, supone sin embargo ante todo una actitud de retorno hacia el pasado, una declaración de impotencia del arte ante la vida. Eso sí, donde antes se situaban los rostros de Dios, la Iglesia, el príncipe o el burgués emprendedor, ahora se sitúa el perfil del dinero o los poderes.

En cualquier caso, el artista renuncia igual a la radicación antropológica de su actividad, se abandona a unas fuerzas que no son las suyas propias. El horizonte estético de nuestro mundo nos habla de las dificultades de construcción de una vida realmente humana.

Pero el arte no puede sucumbir resignadamente ante esa dificultad: el agotamiento o las insuficiencias de ciertos proyectos estéticos no tiene por qué confundirse con la inviabilidad de todo proyecto. Esto significa asumir el carácter terrenal del arte de un modo pleno. Asumir, para recordar de nuevo a Hermann Broch, que "al héroe trágico ha sucedido la tragedia de la criatura ligada a la tierra". Evitar, en último término, toda ilusión de lo artístico como destino, como mera pasividad.

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