La infantería polaca
Desde el nuevo catecismo francés, con sugerencia de que se base en el concilio de Trento y olvide discretamente el Vaticano II, hasta la purga de Leonardo Boff y sus compañeros de liberación, se manifiesta una poderosa corriente de regreso a las viejas trincheras de la intransigencia, conservadoras y poco dialogantes, posiciones evidente y connotadamente políticas, por parte de la Iglesia jerárquica o mejor dicho, del papado y sus círculos más próximos. Regreso cuyas estribaciones políticas alcanzan a todos los países del mundo occidental; por ejemplo, Japón.En España, el avance de la infantería polaca no es menos advertible. Se palpa la feroz batalla por la recuperación de lugares perdidos en la conciencia colectiva, con casi todas las armas posibles y una transfiguración, y aun transustanciación, de la palabra en arma de combate que, ostensiblemente tosca en la línea del continuismo franquista, es perfumadamente neofranquista en quienes aceptan las libertades rectamente entendidas. En su conjunto acosan toda tentativa de elaborar un cambio, como decía recientemente el ministro Ledesma, como el "propósito de mantener unas estructuras de poder que no se ajustan a las exigencias del nuevo Estado social y democrático de derecho".
El ataque es profundo y en todos los frentes. Como se ha escrito: "Asistimos estupefactos al polvoriento cataclismo en que se hunde un andamiaje político que no tiene dos años de antigüedad". Todo sirve, desde el aborto como convocador de masas hasta la necesidad de que la enseñanza privada "obtenga beneficios" como alguno de sus dirigentes ha exigido; desde la reforma de la sanidad hasta el intento de poner fin al mandarinato en la Administración y la fecundación in vitro del poder judicial. Desde el olvido de la historia reciente hastael intento verbalmente violento de liquidar a los sindicatos acusándoles de poderes fácticos reales, peligrosos para los derechos de los ciudadanos, porque es conocido que desde el triunfante tejerazo de 1936 hasta el fallido glorioso alzamiento nacional de 1981 todas nuestras más recientes amenazas a los derechos de los ciudadanos proceden de los sindicatos.
Y todo ello, dato a subrayar desde la supuesta defensa de la libertad y de las libertades. Ahora resulta que la defensa de las libertades es uno de los patrimonios del alma de la derecha. ¡Quién podía pensar en semejante mutación! Y los mutantes defienden unas libertades precisamente perseguidas por la timidez centroizquierdista de un Gobierno que retrocede con meticulosa contabilidad tres cuartas partes de lo que en cada proyecto avanza. La verdadera libertad la defiende ahora la derecha, asegura la de enseñanza, la de una Prensa sin agobios dirigistas desde el poder, la de los jueces, la de los compatibles -gran descubrimiento del franquismo, pasmo del mundo, por el que un médico, por ejemplo, podía atender al mismo tiempo a dos enfermos distintos en dos lugares diferentes-. Pero queda algo que certifica particularmente quién defiende la libertad. Cuando se produce un movimiento involucionista, los anotados por los liberticidas son siempre los ciudadanos que ocupan los lugares del centro liberal hacia la izquierda, agravándose en esta dirección. Cuando prospera una dictadura, nunca huyen o se exilian tan apasionantes defensores de la libertad; o al menos, en este país, no lo han hecho hasta ahora. Nunca sufren molestias. Colaboran, justifican e incluso ocupan ministerios. Y esa es la regla de oro de la defensa de las libertades.
La ofensiva es evidente, total, sin prejuicios de utilización de todas las armas. Y desarmante para la opinión al tropezar con un cierto hastío civil y con la crisis de la cultura política de la izquierda.
Este fracaso de la cultura polí-
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tica de izquierda, resultado y causa también de la desbandada de antiguos intelectuales comprometidos, muchos de ellos comprometidos hoy con la trivialidad, cuenta además con el profundo desconcierto que provocan en la ciudadanía de izquierda rasgos importantes de la política del Gobierno.
No pretendo un repaso didáctico, y por encima del bien y del mal de esa política, pero sí detenerme en un elemento que en mi opinión forma parte sustancial del tejido de la cultura de izquierdas: las libertades que se administran desde, el Ministerio del Interior. No es el único aspecto, pero frente a los imponderables de las crisis, los desconciertos del dólar, las herencias recibidas y un amueblamiento industrial desvencijado, caben polémicas, mientras que la política conductora de la sociedad civil es un termómetro exacto. Tras la limitación de libertades -no precisamente las que esgrime la derecha- y la timidez de la reforma inicial, me parece que nos encontramos ya en franco retroceso ante la cultura político-policíaca de la derecha. Los proyectos renovadores que en principio se limitaron a prótesis de urgencia son ahora cojeras evidentes y perspectivas más bien tullidas.
Cuando el ministro del Interior asegura que no piensa sustituir al comisario jefe del antiterrorismo porque no tiene una sola tacha en su expediente, a mí lo que me preocupa es que me tome, como al resto de la ciudadanía, por imbécil, porque eso es cultura política de derechas. El ministro del Interior no puede creer que Roberto Conesa sería hoy un alto cargo policial dado su expediente, ni que él hubiera ascendido más a Franco porque tenía una hoja de servicios impecable, y apurando, que incluso el mismísimo doctor Mengele podía haber dejado de huir hace años, pues dado su expediente en Alemania hubiera podido alcanzar aquí un alto puesto en el Ministerio del Interior. Y si el ministro no puede creer eso y lo dice, es que supone que nosotros somos unos imbéciles. E insisto, la suposición de pueblo igual a estupidez colectiva forma parte de la cultura política de la derecha, nunca de la izquierda.
El hecho es que la derecha aplaude con cierta asiduidad al ministro del Interior. Es una vieja música. Recuerda el antiguo chiste inglés sobre el pianista de melodías de largo título -Mi corazón pertenece a papá, Orquídeas a la luz de la luna- que toca con un mono sobre el piano, y cuando en una ocasión el mono mete la mano en la cerveza y un cliente le susurra "¿por qué ha metido el mono la mano en la cerveza?", el pianista responde: "Tararéemela, por favor". ¿Por qué la derecha aplaude cuando el Ministerio del Interior mete la mano en las libertades? En este caso no sé si hace falta que nos la tarareen.
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