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Europa a la vista

Hace 30 años, con este título orteguiano, lanzábamos en la universidad de Salamanca un pequeño periódico mensual, de proselitismo europeísta, algo así como un apéndice divulgador de un Boletín que dirigía el profesor Tierno Galván. Boletín desde el que furtivamente introducíamos -comentando y traduciendola cultura crítica europea, antagónica con la cultura dominante en España, desde el neopositivismo de Wittgenstein y Whitehead hasta el marxismo ortodoxo o disidente de Lukács, Granisci y Bloch, junto con corrientes secularizadoras y progresistas: Mannheim, Bertrand Russell, Myrdal, Huxley, Sartre. A este periódico y Boletín -en realidad, este último era una revista voluminosa, aunque por razones de cautela administrativa nos convenía utilizar esta denominación discreta y apacible- uníamos una asociación funcionalista para la unidad de Europa. Todos estos instrumentos, muy minoritarios- fueron sin duda, con otras asociaciones radicadas en distintos lugares de España, un punto de partida contestatario a la cultura de hibernación de aquellos años. En cierto modo, unos y otros fuimos anunciadores, casi utópicos, de un proyecto que parecía lejano y que se inscribía en los viejos proyectos de Rousseau, de Kant o del abate de Saint-Pierre.Hablar de Europa, y no de cruzada; hablar de racionalidad y tolerancia, y no de providencia y de imperio, en aquella época, no sólo no era fácil, sino además era exótico. Terminado el mito bélico y totalitario de la Europa hitleriana, la nueva Europa democrática, a construir, era distante y ajena. Europa no era sólo un conjunto de países, vencedores y vencidos, que iniciaban una nueva forma de vida institucional, diferentes al que estaba en vigor en nuestro país, sino también Europa era fundamentalmente sinónimo de libertad y pluralismo. Los Pirineos volvían a cerrarse, y los españoles nos hacían replegamos en una nueva autarquía fernandina, de reacción cultural barroca y de superviviencia social y económica. Iniciar el despegue, utilizando contradicciones e ingenio -y también, es cierto, permisividad en ciertos sectores del régimenera realmente una tarea utópica, y echar a andar por uno de los largos caminos para llegar de nuevo a Europa, un esfuerzo lleno de dificultades.

A partir de entonces, Europa se reconvierte en un mito utópico y crea una propia ideología diversificada: el europeísmo. No sería la primera vez que Europa entra en la vida cultural-política como polémica fértil. Tradición y modemidad, casticismo y europeísmo serán categorías casi constantes en la interpretación de nuestra historia moderna y contemporánea. Pero en estos años cincuenta la opción tiene un alcance más político: se trata de elegir entre cultura dominante, con su secuela política autoritaria, cerrada en la mitificación de la tradición y en la persecución de la discrepancia, y cultura modemizadora, que pretende renovar y cambiar. Conscientemente, aunque se exprese a veces de forma críptica, Europa aparece como un sistema de seguridad múltiple: cultural, jurídico-político y económico. El europeísmo será así el común denominador ideológico de la resistencia contra el franquismo.

Por aquellos tiempos se coincidía en el resultado -Europa-, pero se discrepaba en la estrategia para, conseguirlo. Había así federalistas y funcionalistas. El federalismo pretendía llegar a la unidad europea desde planteamientos iniciales políticos: Europa, como globalidad, y su unidad política como dato previo. Los funcionalistas considerábamos que la unidad sería en todo caso el resultado de un largo proceso, en donde las instituciones gradualmente creasen esta unidad. Unos hablaban de unidad, y otros, de integración. Voluntarismo y pragmatismo, utopismo y realismo, se entremezclaban para obtener un mismo fin: crear una Europa democrática e independiente, y dentro de ella, sin dictadura, España.

Nuestra adhesión actual a la CEE marca así, junto a adhesiones anteriores a otras instituciones, una etapa histórica definitiva e irreversible. A nuestra ya existente homologación cultural

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y jurídico-política añadimos ahora la homologación económica. La concepción funcionalista se disuelve en la meta federalista, es decir, en avanzar hacia la articulación progresiva de unos futuros Estados Unidos de Europa. El motor utópico, primero lejano, va así cristalizando. La cultura europea ha sido siempre una cultura de anticipación: ir realizando la utopía es estar en el proceso histórico.

Tenemos ahora, entre otros, dos desafíos ante este hecho. Uno, señalado por el presidente Felipe González: el de la adaptación de nuestra sociedad a Europa, y otro, el desafío de Europa cara a sí misma -qué tipo de sociedad quiere construir- y cara a la bipolaridad hegemónica de los Estados Unidos de América y de la Unión Soviética. Ambos desafíos y sus respuestas definirán nuestra forma de vida en común.

Integrarse plenamente en Europa es, en efecto, avanzar en la modernización y en el progreso social. Nuestra Constitución habla explícitamente de "construir una sociedad democrática avanzada". Y esto exige reajustes y sacrificios, pero también, desde posiciones socialistas y progresistas, un proyecto europeo que no descanse en un neoproteccionismo tecnocratizado.

El proyecto, europeo no debe convertirse en la Europa de los mercaderes. Europa es más que un mercado: es una historia y una cultura, larga y difícil, con guerras y revoluciones, que ha construido una forma de vida democrática. Desde estos supuestos, en definitiva, desde la libertad y el pluralismo, hay que avanzar hacia un gran Estado plurinacional y progresista.

El segundo desafío, comunitario también, es un desafío cara al exterior. No se trata de construir un nuevo nacionalismo expansivo o neocolonialismo económico, ni un eurocentrismo cultural solapado. Se trata, ahondando en nuestra común identidad europea, de avanzar en la búsqueda de una independencia efectiva. La actual hipolarización mundial no nos interesa como europeos. Limitar las hegemonías dominantes es profundizar en nuestra identidad -y en nuestras posibilidades- y es también escapar a las satelizaciones. Camino difícil, como ha, sido y es la construcción de Europa. España, en este orden de cosas, puede aportar, por su parte, un dato peculiar al proyecto comunitario global europeo: nuestra especial relación con Iberoamérica. España, puente natural entre Europa y los países iberoamericanos, tiene aquí una significación adicional.

La utopía vuelve a ser de nuevo meta. Y este viejo proyecto europeo de la unidad en la diversidad adquiere, con nuestra incoporación a la CEE, nuevos estímulos para llegar a construir una Europa más solidaria, más progresista y más independiente.

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