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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El partido se fortalece depurándose

A estas alturas ya debe haber quedado bastante claro que no hay que buscar principalmente los factores de la crisis comunista en agentes patógenos exteriores, que era un recurso fácil de algunos para su autoexculpación. Hay que fijarse, sobre todo, en la propia constitución política e ideológica del PCE, bastante menos saludable de lo que pudo aparentar en los años del antifranquismo y la transición.Partido de la resistencia

El comunismo ha sido, sobre todo -y no sólo en España-, el partido de la resistencia. Es decir, aquella ideología y organización que mejor supo reunir, durante el franquismo, los impulsos de libertad y de rebelión contra la arbitrariedad y la injusticia. De ahí que el apoyo electoral obtenido por los comunistas entre 1977 y 1980 fuera principalmente el de la opinión antifranquista más comprometida, con componentes diversos que reunían mayor pluralidad cultural e ideológica que el comunismo confesional. De ahí, por ejemplo, las mayores dimensiones del sufragio obtenido en esos años en Cataluña, donde el antifranquismo contaba con una base relativamente más numerosa y había unido sus esfuerzos en gran parte por iniciativa del PSUC. Y de ahí también la drástica reducción posterior de los apoyos obtenidos desde el estricto "espacio comunista" en el terreno electoral. Por eso, a mediados de los setenta se pudo decir que el PCE -y en mayor medida aún el PSUC- era "más que un partido comunista", ya que muchos de quienes se adhirieron al mismo en los años de la transición lo hicieron no tanto por los ya entonces más que dudosos atractivos de la ideología comunista, sino, en cierto modo, a pesar de ella (y, a menudo, sin mitigar el rechazo, rotundo desde 1968, al modelo de la URSS).

Pero el hecho es que los límites del antifranquismo y de la cultura de resistencia, junto a la inveterada pobreza teórica del marxismo peninsular, generaron en el seno del comunismo unas mentalidades cerradas,y una visión subjétivista que después ha sido muy difícil de conciliar con la realidad. Más que análisis, hubo en las elaboraciones del PCE y del PSUC una constante interpretación deformada para avalar previsiones voluntaristas de cambio (pacto con una hipotética burguesía democrática, huelga nacional, etcétera). El optimismo histórico, casi forzoso para atreverse a combatir en una situación tan adversa como la de la dictadura, encontraba en la ideología comunista una confianza revestida de cientificidad; la voluntad real se convertía en un acto de fe en la segura racionalidad de la historia y, por consiguiente, en la inevitable victoria final. Pero, por la misma razón, ha padecido del mal de inadaptación a la democracia y se ha disgregado rápidamente cuando ha habido posibilidades de sustituir la documentación de prejuicios por un conocimiento más directo y complejo de la sociedad.

Un estado de ánimo

El eurocomunismo fue, así, un deseo de buscar nuevas vías de intervención política para un partido demasiado marcado por una historia de contiendas armadas, revolucionarismo y clandestinidad. Pero fue, sobre todo, un estado de ánimo, más que una nueva teoría o estrategia; desarrollado lógicamente, desembocaba, si acaso, en una versión tardía y contradictoria del socialismo democrático, lo que hacía inevitable la ruptura con la tradición comunista que le había dado razón de existir.

De hecho, a pesar de todos los malabarismos verbales, ningún partido comunista ha podido subsistir sin mantener de algún modo conectado su cordón umbilical con la URSS. Aun hoy, una constatación tan poco temeraria como "el agotamiento del impulso de transformación de la Revolución de Octubre", realizada en 1982 por el difunto Berlinguer, provoca dramáticos desgarros o bien grandes aspavientos por la propia audacia revisionista en el seno del PCE. Sin embargo, apenas se produce un cambio de persona en la cúspide de la gerontocracia soviética, todas las fracciones comunistas inician una desenfrenada carrera para obtener el reconocimiento por parte del PCUS como partido verdadero y recuperar así la que continúa siendo una de sus insustituibles fuentes de legitimidad. Si lo que la frase berlingueriana significa es que el modelo de sociedad y de régimen político de la Unión Soviética no puede ser fuente de inspiración para la izquierda de Europa occidental, hay que decir que el agotamiento no es de ahora, sino que se remonta a bastantes decenios atrás. Si algún significado puede tener, pues, como novedad histórica, sería la admisión vergonzante de que los partidos comunistas han dejado de ser una fuerza real de transformación.

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La misma crisis del PCE y del PSUC de estos últimos años, que ahora ha llegado a su clímax, ha permitido mostrar públicamente que, lejos, de haber sido superados, continuaban plenamente supervivientes algunos de los peores aspectos de la cultura comunista tradicional. La capacidad de resistencia de los comunistas había ido unida a una concepción jerárquica de la disciplina que, como se ha visto, ha acabado irapregnando de autoritarismo e intolerancia toda su actividad. La tendencia a la introspección ha tendido a formar militantes con la libido hecha reunión permanente, de modo que las polémicas internas han solido convertirse en pugnas entre culos de hierro. No han faltado, como se comprueba estos días, alardes de megalomanía y el autoconvencimiento mesiánico de tener el monopolio de la verdad. Incluso quienes ahora aspiran a travestir al PCE en algo similar a un partido verde alemán occidental parecen creer sinceramente que son precisamente ellos quienes están en mejores condiciones que nadie (y que nunca) para encabezar esa operación. Unos y otros dan la impresión de haber interiorizado profundamente la tesis estaliniana de que "el partido se fortalece depurándose"; aspiran en el fondo, mediante la escisión continuada, a recobrar una unanimidad perdida. Reemerge así, en versión renovada, el dogma comunista de que es mejor equivocarse con el partido que tener razón sin él; el miedo, en definitiva, al ignoto abismo exterior.

Un partido sin proyectos

Desde que se consideraron alcanzados los objetivos mínimos del antifranquismo y cerrada la transición, los comunistas se quedaron sin proyecto inmediato ni línea política con la que orientar la actuación de los movimientos colectivos que habían conseguido aglutinar en la fage anterior. Tras la victoria electoral socialista de 1982, la incapacidad de alternativa por la izquierda ha sido, pues, manifiesta. Y dada, además, la inviable mayoría de una derecha autoritaria y la dispersión del centro-derecha, se ha ido configurando en España un sistema de representación con un solo partido fuertemente dominante. Ninguna iniciativa política puede hoy emprenderse sin partir del análisis de ese papel decisivo que al PSOE le ha correspondido desempeñar en la democracia española.

Pero la gestión gubernamental socialista viene fuertemente condicionada por la ambigüedad de sus apoyos electorales: votos prestados desde la derecha y desde la izquierda, vaguedades ideológicas tras haber arrinconado por obsoleto su antiguo patrimonio doctrinal.

Esta inconcreción programática y la debilidad de sus bases orgánicas, producto de su tardío relanzamiento durante el franquismo, han favorecido la tendencia del PSOE a imbricarse con los aparatos estatales y a convertirse en un partido compuesto muy mayoritariamente por funcionarios y cargos públicos.

Por eso, construir unos valores y una política de izquierdas difícilmente puede hacerse hoy en el PSOE, dada su tendencia a considerar como inevitable y única política posible lo que en más de un caso es una gestión acomodaticia y la poca predisposición de todo partido gubernamentalizado a acoger con simpatía un pensamiento crítico. Pero propugnar una acción de izquierdas con vocación parlamentaria y gubernamental sin o contra el PSOE, como sostienen las distintas fracciones comunistas, será también, al menos durante un período relativamente largo, una tentativa vana. Ésta es, seguramente, una de las mayores paradojas para la renovación de la izquierda en la España actual.

Pere Vilanova Joan Subirats y Josep M. Colomer, profesores universitarios en Barcelona, son miembros del Club Saint-Senom.

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