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Los clichés prescritos

Durante casi un siglo, quiero decir, durante todo el tiempo en el que se creyó que era razonablemente posible el definir las actitudes políticas mediante claves elementales e inmediatas, la postura que pudiéramos llamar de izquierda, para entendernos, tuvo una clara traducción en los partidos socialistas, y éstos contaban con una evidente estrategia distintiva en la idea de la propiedad colectiva de los medios de producción y distribución de bienes. A lo largo de ese siglo, tales claves fueron sufriendo no pocas precisiones, acotaciones y dulcificaciones, al ritmo que fue marcando la sucesiva aparición de fórmulas moderadas de izquierda política; pero el principio del monopolio estatal parecía mantenerse al menos como un signo diferenciador, esto es, como un propósito proyectado quizá hacia el fin de los tiempos, pero capaz de marcar matices, peculiaridades y distancias.La crisis de la izquierda (y, ya que estamos en ello, también la crisis de la derecha) ha supuesto el replanteamiento de casi todos los tabúes que se mantenían fieles a un pensamiento político, sociológico, económico y filosófico construido según pautas de una sociedad que hoy, afortunadamente, ya no existe. No pretendo discutir acerca de si eso es deseable o no, y mucho menos sobre si resulta o no resulta todavía válido a títulos académicos el especular con fórmulas de legitimación y con alternativas políticas pertenecientes al pasado. Cualquiera que no padezca una ceguera contumaz acepta, al menos, la paradoja de un programa político de izquierda necesariamente sostenido -de forma por ahora indefinida- en mecanismos de privación de libertades, censura férrea y aniquilación de las disidencias que casualmente caracterizan muy bien aquellas sociedades contra las que se rebeló la izquierda revolucionaria. Y en la medida en que los más conspicuos representantes de la izquierda política occidental coinciden en la denuncia y rechazo de tales situaciones, ¿por qué hay que aceptar los incómodos signos comunes?

Si la tesis del monopolio estatal fuera tan sólo un signo proyectado hacia el futuro, nuestra izquierda -quiero decir la izquierda occidental- cometería quizá un error en mantenerlo, un error probablemente compensado por motivos sentimentales, que afectaría sin duda al resultado electoral, en una proporción determinada y no importa si pequeña, pero que tampoco acarrearía mayores consecuencias. El levantar el puño en los mitines resulta cada vez más un espectáculo que sorprende por el penetrante aroma a gesto rancio, aunque eso no sería suficiente -es bien cierto- para justificar la desaparición definitiva de tales signos colectivos. A veces se cuela, quizá de forma subrepticia y ayudada por la general tendencia a que las cosas sigan igual que siempre, un brote de estatalismo que la propia izquierda, consecuentemente, debería denunciar y discutir antes que aceptar sin mayores reparos. Un ejemplo puede hacer más claro mi propósito.

Acaba de producirse un relevo significativo en una de las empresas estatales de más peso por múltiples motivos: imagen, volumen de negocio, trascendencia de sus actividades y cuantiosas pérdidas. El nuevo presidente ha definido su programa haciendo hincapié en la idea primordial del servicio y la seguridad frente a las motivaciones económicas, como estrategia adelantada de cuáles van a ser sus próximos pasos. Sin duda una compañía de aviación puede servir de perfecto espejo para aquello que viene a justificar la teoría estatalista,

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porque ¿no es acaso el propio país el que se esconde tras los anagramas de sus líneas aéreas?

Pero meditemos por un momento, siquiera de forma teórica, acerca de lo sólido de tal planteamiento. Estatalismo suele traducirse, a efectos teóricos, por eficacia. Se supone que un plan centralizado de acción, capaz de evaluar y contemplar todas las variables de las ecuaciones, proporciona respuestas mejores que aquellas que se obtendrían de una forma más azarosa en el mercado de la libre competencia, que, dicho sea de pasada, dejó de ser verdaderamente libre hace ya mucho tiempo. Si se permite contrastar las teorías con algunos datos empíricos a ellas ajustados, el resultado está a la vista de todos. ¿Puede alguien, razonablemente, asegurar que esas características de eficacia se transparentan en el funcionamiento de las empresas?

También puede pensarse que la idea de eficacia no ha sido todavía alcanzada por razón de circunstancia, si bien tiene aún valor como modelo teórico. Permítaseme dudar de tales supuestos, ya que no pocos cánceres de este tipo de empresas públicas se vienen arrastrando desde tiempos que escapan al recuerdo histórico. La tendencia al despilfarro, al manfutismo, al abandono de responsabilidades y, en general, a la ineficacia parecen ser características estructurales y no adjetivas de ciertas empresas públicas. En ocasiones no existe la alternativa: el monopolio del Estado abarca parcelas imposibles de abdicar, por motivos obvios. Pero también es cierto que hay grandes terrenos en los que el estatalismo se mantiene quizá excesivamente apuntalado por la inercia de las situaciones anteriores.

Nuestra izquierda saldrá, probablemente para bien de todos los españoles, de la crisis ideológica en la que está inmersa, y quede claro que lo mismo pienso y digo de nuestra derecha. Pero sería lamentable que la izquierda -y también la derecha- lo hicieren calcando los clichés que adornan las lápidas del cementerio.

Copyright Camilo José Cela. 1985.

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