Colón y el descubrimiento
Siete años nos separan apenas del medio milenio que se cumple en 1992. Los preparativos de la conmemoración están en marcha. Una reflexión previa se impone, sin embargo; una reflexión sobre qué se quiere recordar y con quién se quiere hacerlo. La fecha evoca escuetamente cómo tres carabelas castellanas que navegaban hacia el Oeste dieron con unas islas y sus tripulantes confraternizaron en tierra con quienes contemplaban su arribo. El resto son símbolos cuya valoración e interpretación cambia con el tiempo.A finales del siglo pasado, el centenario fue puesto bajo la advocación de Colón y del descubrimiento. Las potencias europeas se hallaban entonces en la cumbre de su expansión imperial. Siete años antes de aquellas conmemoraciones, los signatarios de la Conferencia de Berlín, España entre ellos, se habían repartido Asia y África a grandes zarpazos o habían consentido a su despiece.
Dentro de la gran expansión ultramarina moderna, el cuarto centenario reivindicaba la precedencia de la empresa colombina. El mundo pasaba además por haber tenido siempre su centro en Europa. El resto carecía de existencia propia hasta que entraba por algún motivo en la conciencia del Viejo Mundo. Colón, según esto, había descubierto América. La historia atribuía, además, un relieve excepcional a los grandes hombres. Su intervención, se opinaba, era capaz de moldear toda una era. La figura de Colón dominó la invocación de aquellos remotos acontecimientos.
Un siglo ha transcurrido; la sociedad y las ideas son hoy distintas. España ha perdido las últimas colonias americanas que le quedaban en 1892, así como las africanas que adquirió luego. Europa se ha visto a su vez obligada a conceder la independencia a sus dominios ultramarinos. El planeta se ha descolonizado incluso en las mentes. Los habitantes del hemisferio occidental, concretamente, no consideran ya que su historia haya comenzado con Colón. Los Estados nacionales rescatan el legado de las culturas indígenas. Estos han recobrado su voz, y no todos expresan aprecio por un lance que desgarró la vida de sus antepasados. Los propios herederos de los colonizadores han dejado, entre tanto, de vivir en América en precario. Un pasado en el que la memoria de algunos se hunde hasta una veintena de generaciones atrás les une al terreno, más que a sus lejanos ancestros. A ellos se han sumado y con ellos se han mezclado los europeos y orientales, sin raíces ibéricas, que se instalaron en masa en Latinoamérica después de que se conmemorara el cuarto centenario.
Ciencia y arte han descartado, por su parte, aquel hilo que parecía conducir recto el curso de la historia y de la cultura desde el antiguo Medio Oriente hasta la Europa contemporánea. Que esta trayectoria constituya una experiencia capital para el mundo no excluye la creatividad de los demás pueblos. Los antropólogos han demostrado cómo otros grupos humanos dieron respuestas igualmente inteligentes a los problemas técnicos, políticos o religiosos que se les planteaban. En el orden estético es donde la aceptación del gusto de otras civilizaciones ha llegado quizá más lejos, como prueba la temprana asociación, a comienzos de nuestro siglo, entre primitivismo y modernismo.
La historia ha descendido, asimismo, a los grandes personajes del pedestal en que los había aupado, y se fija más en las creaciones colectivas. Las figuras han dejado de arrinconar a sus congéneres en un papel de comparsa. Colón comparte su éxito con cuantos lo secundaron y hasta con la ciencia y la tecnología de su época, que en él encontraron un ejecutante.
Ante las ideas que han ido tomando cuerpo en nuestro siglo, el eurocentrismo y la concepción heroica que presidieron el cuarto centenario están de más. Los lemas de descubrimiento y Colón pertenecen a otro tiempo. Los símbolos que los sustituyan hablarán más de nosotros que de los hechos pasados, ellos inmutables.
El quinto centenario se avecina para una Latinoamérica sumida en una grave crisis, más acuciada por la solución de sus problemas materiales que por la reflexión sobre su pasado. El aniversario no debe pasar, sin embargo, inadvertido. Se valore como se valore aquella fecha, no cabe duda de que el continente emprendió entonces una ruta nueva, rompió su aislamiento y se sumó irremediablemente al sistema mundial. España, por otra parte, no ha hecho todavía un balance a fondo de cómo su experiencia colonizadora ha marcado su historia y se prolonga en su sociedad actual, un balance de recompensas, pero también de perjuicios. Esta puede ser una ocasión.
Una reflexión en común es posible ahora. Latinoamérica, ya no tan joven, libre de ataduras extracontinentales, variada, puede afirmar sus propias experiencias como válidas. España necesita interlocutores, y éstos sólo pueden proceder de una gama geográfica y social tan amplia como la propia América. La reflexión conjunta, más que afirmar la pluralidad, admitida, ha de empeñarse en vencer ensimismamientos y espigar convergencias.
Entre todos cabrá descubrir las razones que hay en este final del siglo XX para recordar el desembarco y el encuentro en Guanahaní, unas razones que, articuladas en signos, dirán dentro de un siglo si hicimos un esfuerzo de imaginación.
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