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Primer cincuentenario

Ya está: cincuentón. No es ninguna novedad; se veía venir desde hace por lo menos un año. Pero la fascinación que ejerce el número 50 es superior a la que pueda ejercer, no ya el 40, sino incluso el 60. Cincuenta, en años, es medio siglo. De ahí que, para tomárnoslo en lo que cabe con buen humor, unos cuantos amigos de similar edad -mes más, mes menos- hayamos decidido organizar una fiesta. Seguro que, de sumar las edades de los convocantes y restar de 1985 el resultado de esa suma, nos íbamos a encontrar con que sobrepasábamos por una pizca el quinto centenario, el medio milenio; en fecha anterior, en todo caso, a la de la conquista de Granada y el descubrimiento de América, connotaciones históricas de un incipiente y saludable Renacimiento. A la fiesta, ni que decir tiene, asistirán mujeres, pero no en calidad de convocantes. La edad, a esa edad, es algo de lo que las mujeres no suelen hablar, y cuando hablan lo hacen con un deje de desafío. Es como si dijeran: sí, 50, ¿y qué? Ser invitadas en calidad de convocantes Podría no hacerles especial gracia, así que mejor dejarlo correr. Qué se le va a hacer. Porque el mayor envejecimiento social de la mujer respecto al hombre, consecuencia de una serie de factores cargados de un indudable vicio de origen y con resonancias de anatema bíblico, es un hecho. Y eso que algo hemos mejorado. Si, para un ginecólogo una mujer que tiene su primer parto pasados los 30 años es una mujer añosa, para la sociedad no lo es. Lo era, en cambio, también para la sociedad, hasta poco después de la Gran Guerra. ¿Cuántos héroes y heroínas de la novela de aquella época sobrepasaban los 30? Podían seguir apareciendo en las páginas de la novela, pero su condición ya era otra. Y a los 50, patéticos, admirables o terribles, ellos y ellas eran irremediablemente lo mismo: viejos.Por otra parte, como todos sabemos, eso de viejo depende de la actividad de uno. Hay deportes, natación, gimnasia, en los que se puede ser viejo a los 20 años, y pocas son las especialidades, como corredor de fondo, que permiten alargar hasta los 40. Un político de 40 años, en cambio, es lo que se dice un crío; el político puede llegar a doblar esa edad, alcanzar y hasta sobrepasar los 80, sin que nadie se sorprenda. La gerontocracia ha sido siempre, de hecho, la norma habitual, y sólo circunstancias excepcionales -accidentes, asesinatos, aptitud insólita para el liderazgo- han permitido a los jóvenes abrirse camino hasta el poder. Menos traumático, pero no por ello más frecuente, es el caso de la precocidad en el mundo de las artes y las letras, por ya ni mencionar el de la ciencia. Y no hablo de niños prodigio; me refiero, por ejemplo, a un Rimbaud, que da por terminada su obra poética antes de cumplir los21.

Hay además factores externos de envejecimiento colectivo. La muerte de Franco, por ejemplo, que arrojó de golpe un montón de años sobre quienes habíamos crecido bajo su mandato. Un envejecimiento igualitario, inmatizado, ya que daba lo mismo haber nacido en 1935, 1945 o incluso más tarde. Sólo para los criados en la prosperidad de los años sesenta el impacto fue menor, diluidas como empezaban a manifestarse las esencias del franquismo; los nacidos a partir de 1970 se encuentran, en la práctica, en la misma situación que los nacidos tras la muerte de Franco: no recuerdan, son ya de otra era. Algo parecido a lo que sucede con los pantalones tejanos, ahora que no tardarán en pasar a la historia: quienes los han llevado, aunque sólo sea en vacaciones, desde los años sesenta, se encuentran de golpe desamparados, inermes ante los futuros vaivenes de la moda. Y ahora, ¿qué vamos a ponernos?, será para ellos la terrible cuestión. Y si Castro termina por convertirse políticamente en carroza, no será por razones de edad o de inmovi-

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lismo: será porque la opción de Sendero Luminoso, si sigue ganando terreno y logra lo que los planteamientos de Ernesto Guevara, ajenos a la realidad india, no podían lograr, le habrá dejado en la cuneta.

Y el escritor, ¿tiene algo que decir después de los 50? Olvidándonos de Rimbaud y dando por obvia la respuesta afirmativa, arriesgaré no obstante una matización: el escritor que a los 50 años no haya desarrollado una obra importante difícilmente la desarrollará después. Las obras tardías de Goethe, Tolstoi o Mann así lo demuestran; Mann, por ejemplo, con su Doktor Faustus, publicado 25 años más tarde que La montaña mágica y 50 que Los Buddenbrook. Es decir: todo autor de obras tardías tiene además obras de juventud y obras de madurez, por lo general, de la misma o mayor entidad; a Conrad se le considera escritor tardío porque empezó a escribir en inglés hacia los 40. Y fijándonos sólo en los tres principales novelistas de este siglo, veremos que todos ellos, a los 50, tenían su obra, si no terminada, a punto de terminar: Kafka (murió a los 41), Proust (51) y Joyce, (59). Ahora bien: ¿qué hay que entender por obra importante? Lo que sólo el tiempo, y a veces con sensible retraso, termina por establecer como tal. Los éxitos de público y hasta de crítica que arropan la publicación de una obra pierden su validez con el paso del tiempo. Nuestra misma apreciación personal está sujeta a cambios: obras que hace 15 o 20 años me interesaban, ahora se me caen de las manos. La relectura se convierte entonces en una experiencia similar a la de esos ciclos televisivos sobre tal o cual director de cine al que, en más de un caso, acabamos odiando. Más que los directores de cine o los novelistas, son determinadas novelas y determinadas películas las que aguantan algo tan tornadizo como es el gusto, nuestro gusto individual y colectivo. Sucede casi como con las actrices; hay actrices, a veces malas actrices, que fueron bellas en su época y que nos siguen pareciendo bellas, actrices -buenas o malas- que ahora no entendemos cómo pudieron llegar a gustarnos.

Dejo premeditadamente en un discreto último término lo que, probablemente, cuando se habla de la cincuentena, es lo primero que viene al pensamiento de la gente, trátese de hombres o de mujeres: el sexo. ¿La razón? El declive sexual es algo que a los 50 tiene poco de nuevo, si tenemos en cuenta que ese declive empieza en el hombre alrededor de los 25 años, y de nada sirve consolarse hablando de la experiencia ganada y todo eso. En la mujer, el declive es tal vez más tardío y más brusco, y por tanto, más dramático. Pero en el hombre, desdramatizado por lo paulatino y prolongado, ese declive me parece menos importante que la degradación que eventualmente puede afectar a otras funciones de un organismo castigado, desde unos bronquios o un hígado que no van como debieran hasta una -siempre más patética- esclerosis mental prematura, mucho más frecuente de lo que a primera vista parece. De hecho, lo que cuenta es el tono vital de cada uno considerado en su conjunto. Y la mejor manifestación de que el tono es bueno es la de que uno no acabe de creerse esas bodas de oro consigo mismo.

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