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La política en el urbanismo

Desde hace algún tiempo se va infiltrando subrepticiamente en nuestra conciencia el convencimiento de que las decisiones de carácter colectivo en determinados campos específicos no tienen por qué venir condicionadas por una toma de posición política. Que no importa ser de derechas o ser de izquierdas para decidir la solución de un problema que parece planteable en sus estrictos términos técnicos, científicos o artísticos.El urbanismo es uno de los temas más afectados por esa pretensión apolítica. Durante el franquismo, detrás de cada protesta contra algún episodio puntual de la degradación del medio urbano había la voluntad de afirmar unos criterios políticos para el urbanismo. Todos sabíamos que la ciudad de la dictadura y la ciudad de la democracia no podían ser iguales y que en el futuro las diferencias estarían en proyectarla desde la derecha o desde la izquierda. Pero ahora parece que estas distinciones quedan menos claras y todo el mundo -sobre todo el mundo de la derecha- se empeña en despolitizar el problema y reducirlo a sus términos profesionales más asépticos.

Hay que reconocer que algunas circunstancias avalan esta apoliticidad del urbanismo. Por un lado, la democracia aceleró el interés hacia los temas urbanos y puso sobre el tapete muchos problemas que hoy parecen incuestionables desde cualquier punto de vista. Son tan perentorios, primarios y evidentes que su solución no parece requerir una matizada discusión política entre las derechas y las izquierdas democráticas.

Por otro lado ha podido influir la nueva cultura urbanística, que tiende a actuar con proyectos puntuales y formalizados más que con planes de gran alcance, en los cuales las afirmaciones programáticas de carácter muy general parecían tomar un primer protagonismo. Era más fácil encontrar el hilo conductor de una ideología política en aquellas afirmaciones que en una serie de proyectos puntuales donde el contenido se expresa en términos más técnicos y donde el detalle episódico es el que aglutina con mayor facilidad la discusión.

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Han sido los mismos políticos quienes a menudo han enfatizado los episodios puramente locales y los problemas estilísticos para no tener que soportar en la ideología del partido las razones fundamentales de una decisión urbanística, como temerosos de comprometerse y de concretar de una manera demasiado precisa los presupuestos políticos del programa concreto de realizaciones.

Pero por mucho que esas bases políticas se hayan disimulado, cualquier observador sagaz las habrá descubierto detrás de las polémicas provocadas por los planes de mejora urbana. Buceando en ellas con cierta atención se comprueba que en cada pueblo, en cada ciudad, en cada región, la izquierda y la derecha han dado soporte a dos actitudes contrarias en temas tan diversos como la rehabilitación de la ciudad antigua y la reurbanización de la periferia, la expresión monumental del ámbito colectivo, el encauzamiento de los contenidos reales de la participación popular, la consideración del barrio como realidad autónoma generativa o de la ciudad como ente sistemático y absoluto, el papel de la obra pública en la nueva manera de entender los proyectos, la reconversión de las autopistas urbanas, etcétera.

El ejemplo más decisivo es la diferencia de criterio ante la programación del suelo urbanizable (es decir, el control de la expansión de la ciudad) y ante el uso del suelo urbanizado (es decir, el control de la transformación de la ciudad existente).

Ante el primer problema las dos posiciones son radicalmente contrarias. Por un lado hay un claro argumento para la limitación del suelo urbanizable: evitar el descontrol de una expansión potencialmente desmesurada que deja las manos libres a los intereses oportunistas -especulativos- de la promoción inmobiliaria sin tener en cuenta los valores prioritarios de la comunidad en términos económicos, funcionales y culturales. Por el otro lado, hay el argumento contrario, en favor de la máxima generosidad en la calificación de suelo urbanizable: lograr mantener con el exceso de oferta un precio equilibrado del terreno y evitar los sobrevalores especulativos aunque sea a costa de una expansión irracional e incontrolada.

Los dos argumentos parecen dirigirse al mismo objetivo con recursos técnicos distintos. Pero la diferencia es fundamentalmente política. Son dos maneras distintas de hacer intervenir la promoción inmobiliaria en el desarrollo de la ciudad y corresponden a dos sistemas de valores contradictorios. En el primer caso el objetivo prioritario es la imposición de una mínima racionalidad en el uso, y en el segundo es la incitación a una dinámica de producción. Ambos objetivos sólo se justifican por una postura política de mayor alcance.

El segundo problema es la instrumentación del suelo urbanizado. También aquí los objetivos son contradictorios. Para unos la ciudad construida debe reutilizarse para dar respuesta a unas deficiencias de uso. Para otros el suelo urbanizado debe ser un instrumento mercantil que incite a un proceso de producción. No es, por tanto, ninguna casualidad ni ningún capricho cultural -ni siquiera una oportunidad electoralista- que unos sean partidarios de las plazas, los monumentos y los equipos sociales y los otros lo sean de las autopistas y las concentraciones residenciales desurbanizadas.

Que unos crean que la rehabilitación de los barrios históricos se hace con la interpretación de la estructura existente y otros se empeñen en proclamar las excelencias del sventramento, aunque sea en sus fórmulas más novedosas y tecnificadas.

Si queremos enfocar seriamente los problemas de la ordenación del territorio no podemos seguir disfrazando las bases políticas del urbanismo. No podemos seguir argumentando en favor o en contra de una plaza, un monumento o una autopista sólo con los datos técnicos o con las preferencias culturales.

Hay que hacerlo a partir de un concepto político de la ciudad, que cada partido ha de explicitar claramente en su propio programa y que ha de ser asumido por encima de las opciones puramente episódicas -puramente técnicas- de cada proyecto.

No hay que engañarse: la ciudad es ante todo un tema político.

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