De los exámenes en la Universidad española
El carácter conflictivo de la Universidad moderna obedece a la doble condición que la define institucionalmente: la dedicación al estudio y la investigación, al amparo de la lucha política de intereses, y su función económica y política. El estudio remite necesariamente a una dimensión humana y filosófica: por ejemplo, el sentido humanista y emancipador que formularon las ciencias del Renacimiento o la Ilustración europeas, y, por ejemplo, la realización personal a través del conocimiento, es decir, a través de una experiencia ejemplar (científica) de la realidad. Pero la Uníversidad moderna tiene que conciliar esta dimensión humana con su sionificado institucional. Y administrativarnente hablando, la Universidad es su función económica, y como tal obedece a los imperativos de cualquier otra empresa; políticamente hablando, el sentido de la Universidad es, en fin, la formación de elites, la realización individual e institucional de poder.Ninguna otra actividad académica reúne tan clara y conflictivamente estas dos dimensiones de la enseñanza universitaria como el tan temido y tan trascendente imperativo de los exámenes. En ellos se expone la realización personal de aquel conocimiento ejemplar, y, por esa razón, los exámenes son un ejercicio hegemónico entre todos los ejercicios académicos de aprendizaje. Pero los exámenes son también los certificados juridicos del poder social al que este conocimiento ejemplar está ligado. Sólo por eso suponen la existencia de un tribunal, de una jurisdicción y de todos los requisitos y rituales que semejantes formas de poder llevan consigo.
En España, las tradicionales concepciones autoritarias de la enseñanza han privilegiado la dimensión jurídica muy por encima de la función científica y humanista de la vida académica. Los exámenes son, ante todo, tribunales. A su vez, y contemplándolo también desde una perspectiva histórica, el escaso desarrollo de las ciencias y la filosofia (comparado al de vecinas sociedades europeas en el siglo XVIII o incluso en nuestros días) ha impedido que esta prueba final adquiriese el carácter de una experiencia a la vez reflexiva, literaria y científica. Es por este motivo que el estudiante o el enseñante más críticos se resientan de sus burdas coacciones, mientras que el burócrata (administrativo o enseñante) o los estudiantes menos reflexivos los contemplen como centro de su actividad cotidiana.
Hoy, la Universidad española no acepta, en principio, el viejo autoritarismo de nuestro pasado, pero ha alcanzado tal grado de burocratización, de consoli
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dación corporativista y de degradación cualitativa de una enseñanza y una investigación secularmente endebles (en, los países desarrollados, el grado de doctorado español es convalidado por el de licenciatura) que en sus efectos le devuelve un semblante no muy diferente del escuálido semblante que tuvo hace poco. Contaré una anécdota sobre la Universidad Nacional a Distancia, una institución socialmente importante, de la que puede decirse que es una síntesis verdaderamente original del anquilosamiento decimonónico de la, Universidad española en general, combinada con los medios de comunicación modernos. En consonancia con ello, su asombroso sistema de exámenes despliega un aparato técnica y económicamente complejo y, al mismo tiempo, asume el más primitivo ritual. Los exámenes se cierran en sobres firmados, sellados y precintados, que cajas fuertes distribuyen por todo el territorio español. La apertura de esas cajas, cuyas claves numéricas, convenientemente cerradas y selladas, sólo se distribuyen a los cargos más altos del tribunal, es en sí misma una ceremonia. A su vez, los estudiantes se ven obligados a escribir, sobre incomodísimas mesas, en papel impreso por la institución central, sellado y fechado por la institución local y firmado, y a veces contrafirmado, por los miembros del tribunal. Cuando acaba la ceremonia, las pruebas son reunidas en otros sobres sellados, firmados y precintados, y puntillosamente devueltos a los cofres blindados. La conclusión: se presupone, con verdadero rigor de inquisitorial benedictino, que el estudiante no es tanto un aprendiz en potencia como un potencial impostor. Ni el más entrenado terrorista podría eludir este risible sistema de terror.
Estos rituales primitivos solamente son el aspecto más visible de su contenido. Más y más, los exámenes de la Universidad española se concentran en cuestiones de detalle que exigen, antes bien, la estricta obediencia de la memoria que la madurez reflexiva, la cual sólo puede florecer en un medio flexible de discusión, crítica e imaginación. También a este respecto quiero citar solamente un caso puntual y tan extremo como, por desgracia, generalizado: el examen de tipo test. El test de examen se privilegia en virtud de su operatividad: permite computar las preguntas y respuestas y racionaliza en términos económicos la tarea del corrector. Pero todo sistema de exámenes condiciona, a su vez, el sistema de aprendizaje. El test obliga a la más estricta memorización y a una concentración en los detalles. Su principio funcional, la computación, convierte de hecho al estudiante en un candidato a computadora (lo que, entre otras cosas, supone ignorar que vivimos en la era de la información científica computarizada). Al mismo tiempo, desplaza la actividad reflexiva, la creatividad, la visión de conjunto y la habilidad práctica de investigación. El corrector de semejantes pruebas se convierte, por eso mismo, en censor. Dejando incluso aparte las inútiles y humillantes astucias que este tipo de controles imponen tácitamente, su última consecuencia, además, es un nuevo analfabetismo universitario, porque por ellos se desaprende lo poco que se ha aprendido en materia de redacción literaria y en materia de imaginación investigadora.
Pero, a su vez, los sistemas de exámenes no son más que el aspecto más aparente del sistema mismo de enseñanza. Las formas todavía prevalecientes de exámenes suponen un estricto y, desde el punto de vista de la ciencia moderna, ridículo orden jerárquico. El tribunal, sólo por serlo, se erige míticamente en poseedor de un saber acabado que el estudiante tiene que acatar y reproducir. En lo didáctico, esta jerarquización se traduce en la prioridad absoluta de la memorización. La Universidad española ha preferido históricamente la enseñanza como imposición memorística: es un requisito que ya asumieron los catecismos de la Inquisición y las súmulas de los escolásticos desde el siglo español que puso fin al humanismo crítico. Por eso, un erudito como Menéndez Pelayo podía decir que en la España moderna no había mucha ciencia, pero que en cambio teníamos muy buenos abogados y aún mejores moralistas. Y esta tradición membrística subsiste hoy, ya no por motivos ideológicos -aunque pesan mucho todavía las tradiciones del pasado-, sino porque la vida académica española está más ajustada al patrón de sus imperativos burocráticos y corporativistas que a su actividad científica o creatividad literaria, tan despeinadas y escasas, por lo demás.
Esta crítica del vigente sistema de exámenes no apunta a ninguna misión metafisica de dicha institución, sino, más simplemente, a su funcionalidad. Pero, precisamente, nunca funcionará la Universidad española mientras sus sistemas de selección impongan un rigor de frustraciones, humillaciones e hipocresía. El miedo al castigo, así de simple, no es precisamente el mejor impulso para el conocimiento y la creatividad. Lo dijo nada menos que san Agustín. Sin embargo, es preciso subrayar que la crítica de este sistema penitenciario de control del conocimiento es papel mojado si no se plantea al mismo tiempo una reforma de la enseñanza. Por ella no entiendo la más o menos milagrosa intervención quirúrgica del Estado. Su jurisdicción precisamente debe detenerse allí donde comienzan las cuestiones relativas a la forma, el contenido y la difusión del conocimiento. La reforma de la enseñanza significa, en primer lugar, la reforma de los enseñantes y, naturalmente, una transformación del papel, las más veces maleado y siempre pasivo, al que institucionalmente se destrona al estudiante. Y a este respecto, tampoco me parece necesario acudir a los planteamientos en que filósofos como Fichte y Humboldt fundaron el concepto ilustrado de la moderna Universidad europea. Basta con recordar lo que con respecto a este tema escribieron en su día un Jovellanos o un Giner de los Ríos. Precisamente con respecto a sus perspectivas nos encontramos en una situación de atraso.
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