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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La trágica aventura de viajar

LA CATÁSTROFE aérea ocurrida ayer en las inmediaciones de Bilbao arroja el trágico saldo de 148 muertos. Nadie pudo salir con vida después de que el Boeing 727 de Iberia chocara con la antena de Euskal Telebista. Pero, si la terrible colisión hubiese dejado supervivientes, las críticas dirigidas contra la lentitud en la marcha, la falta de coordinación y la confusión de funciones de las expediciones de socorro cobrarían ahora un sentido plenamente dramático. Según testigos presenciales, las dificultades de acceso y las malas condiciones climatológicas no disculpan por entero la desastrosa organización -agravada por extemporáneos e irresponsables conflictos de competencias entre las fuerzas de seguridad- de las operaciones de rescate.Las primeras informaciones invitan a suponer que el Alhambra de Granada, que volaba fuera del sendero aéreo marcado por la carta de aproximación a Sondica, en medio de una espesa niebla y 300 metros por debajo de la altura mínima de seguridad, ignoraba su situación real en el momento de intentar sobrepasar el obstáculo montañoso. Sólo una comisión de encuesta permitirá averiguar el origen de ese trágico error y verificar cuál de las hipótesis explicativas queda refrendada por los hechos. Es preciso, sin embargo, asegurarse de que las partes llamadas a supervisar esa investigación -la comisión de las Cortes Generales, el Ministerio de Transportes y la dirección de Iberia- acepten como única y exclusiva directriz la resuelta voluntad de aclarar los orígenes de la nueva catástrofe y de exigir eventualmente las responsabilidades correspondientes. Aunque sólo fuera por aprecio hacia la propia dignidad, las conveniencias políticas o los prestigios profesionales deben desaparecer a la hora de afrontar un drama de esa magnitud.

La catástrofe del monte Oitz reabre las heridas -cicatrizadas en falso- de los accidentes ocurridos a finales de 1983, y replantea con mayor vigor las preguntas todavía no contestadas acerca de la seguridad de nuestros aeropuertos y de las condiciones en que se desenvuelve nuestra navegación aérea. Las acusaciones formuladas desde algunas instancias oficiales cointra el supuesto amarillismo de los medios de comunicación al informar sobre las colisiones producidas hace 14 meses sirvieron tan sólo para desviar la atención del centro del problema y aplazar las respuestas. Cuando los accidentes aéreos -y, dicho sea de paso, las colisiones de trenes y los accidentes de autobuses de viajeros- superan ampliamente las medias estadísticas de los países de nuestro mismo nivel tecnológico, las responsabilidades de un ministerio encargado del transporte no pueden ser endosadas sistemáticamente a los fallos humanos, al clima o al destino sin que la opinión pública desborde su irritación sobre su dolor.

Aunque la posibilidad de un accidente es desde: luego algo siempre obvio, el transporte aéreo es una empresa demasiado llena de peligros para la vida de los tripulantes y los pasajeros como para no exigir una vigilancia obsesiva y escrupulosa de las autoridades, orientada a privar a la improvisación de cualquier espacio posible y a dotar de ayudas técnicas y de instalaciones seguras a los sistemas de control que dirigen, desde los aeropuertos, el aterrizaje y el despegue de las aeronaves. Algunos políticos quieren poner de moda la vaciedad retórica de que los comportamientos de los administradores estarían protegidos por una presunción de legitimidad, capaz de ponerles a salvo del deber de contestar a las preguntas, de dar cuenta de su labor a los ciudadanos o de someter a contraste objetivo sus versiones de los hechos.

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En el caso del accidente de Bilbao merece la pena plantearse lo sucedido en torno a las pugnas provinciales o locales por mantener aeropuertos pequeños, con pocas condiciones de seguridad, por el prurito que mantienen las fuerzas vivas del lugar de tener el avión a la puerta de casa. Un aeropuerto como el de Foronda, en Vitoria, con buenas comunicaciones con el resto de Euskadi, permanece subutilizado, mientras que aterrizar en otros de la misma comunidad autónoma sigue siendo una verdadera aventura. Ignorar las dificultades de operación que en otros aeropuertos de la cornisa cantábrica se experimentan y el caos organizativo del transporte aéreo en este país no conduce a nada, ni siquiera a tranquilizar las conciencias. Desconocer que el pésimo sistema de comunicaciones por tierra, mar y aire que mantiene España afecta directamente lo mismo a la seguridad de los ciudadanos que al desarrollo turístico y comercial de España es además una ignorancia culpable. Cerrar los ojos a la pasividad de los ministros socialistas encargados de estas áreas es cegarse ante la evidencia. Las catástrofes aéreas (de las que el accidente del monte Oitz es la más reciente y dolorosa muestra), los conflictos entre el Ministerio de Transportes y los pilotos de Iberia y las deficiencias -nunca confesadas y reparadas sólo a medias y de manera clandestina- de nuestros aeropuertos obligan a rechazar cualquier explicación basada sobre la creencia en el capricho de los hados. Los consabidos fallos humanos -¿quién ignora que las máquinas son siempre fabricadas y manejadas por hombres?- no cierran, antes bien abren, las graves interrogantes suscitadas por la anormal frecuencia de los siniestros aéreos en España y por el detestable funcionamiento del transporte en nuestro país.

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