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Tribuna:ANÁLISIS
Tribuna
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La crisis del área cojunta

El punto de partida para analizar la crisis de los comunistas podría ser una doble consideración: por una parte, la escisión prosoviética es parte importante de la crisis en cuanto crisis de identidad, por otra parte, la incidencia electoral del sector prosoviético parece demasiado reducida para explicar tanto la caída del voto del PCE como su pérdida de influencia social.

Dicho de otra forma: la escisión prosoviética priva al PCE de una de sus señas de identidad fundamentales, y al hacerlo perjudica notablemente la credibilidad y el arraigo de este partido. ¿Significa eso que la escisión prosoviética explicaría el catastrófico bajón del voto comunista el 28 de octubre de 1982? La respuesta, a mi juicio, es evidentemente negativa.En primer lugar, y aunque el argumento haya quedado muy malparado por exceso de uso ad hoc, lo cierto es que la opción por el voto útil perjudicó al área comunista muy seriamente en las elecciones de 1982. Ahora bien, este argumento ha sido muy utilizado precisamente porque exculpa de responsabilidades políticas a la dirección del PCE; pero para no falsearlo es preciso situarlo en el contexto de la crisis que había abierto la expulsión de los llamados renovadores, y muy en especial el indecoroso espectáculo ofrecido por la dirección al intentar purgar el Ayuntamiento de Madrid de concejales renovadores.

El PCE que surge de la clandestinidad tiene una militancia -y una base- relativamente dual, correspondiendo a lo que el propio partido pretendía teorizar al hablar de una alianza entre fuerzas del trabajo y de la cultura. Por una parte, habría habido una cultura comunista tradicional, de raíz básicamente obrera; por otra parte, el PCE habría logrado una fuerte influencia e implantación entre intelectuales y profesionales, poseedores de una cultura política más próxima a las corrientes de la nueva izquierda de los años sesenta.

Podemos incluso prescindir del supuesto de que la cultura política más tradicional va asociada con la clase obrera: lo importante es la idea de una doble cultura política, tradicional y renovada, coexistiendo en el seno del PCE tal y como éste aparece públicamente en 1976-1977. Esa doble cultura política implicaría una doble identidad del partido, una doble visión de sí mismo. La cuestión sería que la salida de los renovadores habría dañado irremisiblemente una de estas identidades, mientras que la escisión prosoviética habría destruido la otra.

Ahora bien, ¿en qué medida eran inevitables la llamada crisis de los renovadores o la escisión prosoviética? ¿Qué posibilidades existen de que se superen los efectos de ambas crisis? La respuesta a la primera pregunta suele limitarse a subrayar las responsabilidades de la dirección histórica. La marginación de la generación más joven de dirigentes del interior tras el desembarco de la dirección de París y la incapacidad de Carrillo para compartir la máxima responsabilidad política fueron, sin duda, factores cruciales en la crisis de los renovadores, mientras que las posibles actividades antiestatutarias sólo fueron la anécdota desencadenante.

En el caso de la escisión prosoviética tampoco Carrillo estuvo limpio de culpa: sus presiones sobre la dirección del PSUC salida del V Congreso fueron interpretadas por los prosoviéticos no sólo como una violación de la autonomía del PSUC, sino como manifestación de un autoritarismo eurocomunista firmemente opuesto a reconocer terreno de juego en el PCE a los sectores ideológicamente más tradicionales y reacios a aceptar la nueva estrategia (o etiqueta).

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No creo que se pueda soslayar en ninguna explicación seria de, la crisis de los comunistas este factor del autoritarismo de la dirección carrillista. Pero limitarse a subrayar este factor sería seguramente insuficiente: el autoritarismo ofrece a veces buenos resultados, por una parte, y por otra, no deja de ser notable que la dirección consiguiera quedar aislada, a la vez, de los sectores de ideología más tradicional y de los más renovadores. Un hecho tan excepcional exige, aunque se acepte que la dinámica central de la crisis fue una lucha por el poder (como es inevitable en estos casos), un estudio más en serio de las propuestas ideológicas enfrentadas.

El fantasma eurocomunista

Si recordamos el contexto en el que surgió el eurocomunismo, no resulta difícil sugerir algunas hipótesis interpretativas. Más difícil es que estas hipótesis sean aceptables para los protagonistas de la crisis de los comunistas, pero esa es otra cuestión. La primera hipótesis es que a comienzos de los años setenta el modelo soviético de revolución Y de sociedad había perdido claramente credibilidad para las jóvenes generaciones, incluyendo a los jóvenes comunistas. La referencia a la revolución de octubre y la patria del socialismo era cada vez más un mero ritual sin mayores consecuencias prácticas.

Cinco años después de la invasión de Praga, cuando Berlinguer lanzó el fantasma eurocomunista a recorrer Europa, la necesidad de un nuevo modelo estratégico y de sociedad era evidente para todos. Por eso en muy poco tiempo los principales partidos comunistas occidentales adoptaron como doctrina oficial la existencia de una vía específica al socialismo en los países capitalistas avanzados y la creencia en que ese socialismo eurocomunista sería algo muy distinto y superior al socialismo realmente existente.

El problema es que la nueva vía necesitaba un eje estratégico. Si se descartaba la vieja noción de toma del poder, el famoso asalto al Palacio de Invierno, ¿qué quedaba? La respuesta que se ofreció pretendía huir a la vez del bolchevismo y de la socialdemocracia, identificando ambos fenómenos históricos con formas de estatalismo. Para uno y otro se habría tratado de privilegiar la acción a través del Estado, de un Estado nuevo, en el primer caso, y del Estado ya existente, considerado como neutral o al menos modificable según quien ejerciera el gobierno, en el segundo caso.

Frente al estatalismo se redescubrió a Gramsci y su noción de hegemonía, que daría prioridad a la acción en la sociedad civil y no en el Estado. Así, el nuevo objetivo prioritario no era ya tomar el poder de Estado, sino movilizar a la sociedad civil en un proyecto de transformación socialista.

¿Cuál podía ser la base social del nuevo proyecto? ¿Seguía siendo la clase obrera, con o sin el campesinado, la fuerza esencialmente única del proyecto socialista? La experiencia de los años sesenta había sembrado serias dudas sobre el potencial revolucionario de la clase obrera y, en cambio, habían aflorado unos nuevos movimientos sociales cuyos principales representantes a comienzos de los años setenta eran el feminismo y el ecologismo.

La nueva estrategia La voz de alarma la dio Touraine: sólo los movimientos sociales podían salvarnos. Pero los nuevos movimientos sociales eran interclasistas, como debieron reconocer los principales teóricos marxistas tras ciertas vacilaciones; esto tenía la ventaja de ampliar el espectro social del proyecto socialista, pero creaba el problema de saber cómo se relacionaban los nuevos movimientos con la buena y vieja clase obrera para articularse en un mismo proyecto de transformación de la sociedad.

En los últimos años setenta, en cualquier caso, existía lo que podemos llamar el consenso eurocomunista sobre la nueva estrategia: había que elaborar un proyecto que llevara al socialismo a través de un proceso gradual, de rupturas sucesivas, impulsado por la articulación de la clase obrera tradicional y los nuevos movimientos sociales: en ello habían llegado a coincidir Azcárate, Borja, Buci-Glucksmann, Carrillo, Claudín, Ingrao, Poulantzas y casi todos los autores que teorizaron sobre el tema.

Mediados los años ochenta, es ya bastante evidente que el proyecto eurocomunista no ha logrado cuajar en parte alguna como alternativa a la socialdemocracia, aunque se mantenga la incógnita no desdeñable del PCI. Debería ser fácil introducir la segunda hipótesis: el problema central del eurocomunismo era definir su contenido concreto como tal proyecto. O, en otras palabras, especificar cómo podían articularse el movimiento obrero y los nuevos movimientos sociales.

El problema es que una cosa es apelar a los movimientos sociales desde un programa electoral o desde los documentos partidarios, por el simple procedimiento de incluir las demandas de dichos movimientos, y otra hacer creíbles ese programa y esos documentos desde la práctica política cotidiana. A la hora de la verdad, la defensa de los puestos de trabajo puede ser incompatible con una política energética antinuclear o con un aumento de las posibilidades de empleo para las mujeres o los jóvenes, al menos a corto plazo.

Si entre los distintos movimientos, viejo y nuevos, se presentan contradicciones a corto plazo, hay que definir una estrategia que fije prioridades y que sea aceptada por todos. Eso no solamente no es fácil, sino que sólo puede hacerse por prueba y error a menos que se posea una notable capacidad para prever el futuro. El resultado inevitable es que hoy por hoy resulta algo ilusorio confiar en los nuevos movimientos sociales como panacea para resolver las limitaciones y retrasos de cualquier movimiento hacia el socialismo. Las relaciones entre el movimiento obrero y los movimientos sociales están destinadas a ser ambiguas y conflictivas durante un período aún dilatado.

Si se acepta tal cosa, resulta fácil comprender que el proyecto eurocomunista tenía grandes posibilidades de fallar, al no lograr ampliar la base social del comunismo tradicional y exponerse, en cambio, a perder parte sustancial de aquélla. Seguramente no es casual que el PCI sea el partido eurocomunista que mejor ha superado estos años: no sólo partía de una más profunda implantación real en la sociedad, sino que dicha implantación se había basado desde el propio Togliatti en una cierta flexibilidad para combinar culturas políticas distintas.

En cambio, el PCE no contaba con esa flexibilidad para conservar sus bases tradicionales y avanzar lentamente en las nuevas. La rigidez de la dirección de Carrillo le impidió actuar como centro conciliador de las tendencias tradicional (prosoviética) y renovadora, haciéndole enfrentarse a la vez con ambas. Es el precio del mantenimiento de una dirección ajena a la complejidad cultural de la base militante del comunismo español.

Una síntesis improbable

Ahora bien: si el proyecto eurocomunista hubiera podido avanzar más en su explicitación concreta, es muy posible que su dinámica y su potencia social hubieran superado los enfrentamientos internos y mantenido el conflicto en límites tolerables. En otros términos, la dirección histórica del PCE no habría podido provocar una crisis de las dimensiones de la actual si la tarea que se había propuesto hubiera tenido más fácil solución.

Pero eso significa que el área comunista está condenada a debatirse, hoy por hoy, entre la doble atracción del socialismo real de la Unión Soviética y la realidad de la socialdemocracia occidental, y que es improbable que a corto plazo se logre esa síntesis del viejo y los nuevos movimientos que podría ser la clave para una identidad distinta. En este contexto, sólo un partido con tan gran masa propia como el PCI puede evitar verse centrifugado hacia ambos polos de atracción.

En España, las cosas están peor. Comienzan a oírse hoy propuestas para reunir de nuevo a las componentes prosoviética y renovadora para cesar en la lucha fratricida y recomponer la vieja tradición comunista. El problema es que buena parte de los renovadores parece perdida para siempre y que, desde ese punto de vista, un partido comunista reunificado tendría un tinte demasiado tradicional. Recuperaría a buen número de militantes, pero difícilmente podría tener una dinámica de crecimiento rápido, incluso en el vacío que ahora deja en la izquierda el PSOE.

La alternativa, esa convergencia con la izquierda de la que habla Gerardo Iglesias, no parece que ofrezca tampoco muchas posibilidades. Perdida la referencia soviética, el PCE correría el riesgo de convertirse en un conglomerado de movimientos sin proyecto unitario ni estrategia coherente. Y en la medida en que su fuerte peso obrero se mantuviera predominante, difícilmente podría atraer a los nuevos movimientos, por las razones antes apuntadas, para provocar una verdadera renovación de la izquierda. Así, a corto plazo, los posibles libretos del drama dibujan un horizonte oscuro para el área comunista.

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