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Un sucedáneo de la teología

Así se atreve a llamar a la ciencia el filósofo de la ciencia Paul Feyerabend. Según él, la excelencia de la ciencia se presupone, como el valor al soldado. Los científicos y los filósofos de la ciencia actúan aquí como lo hicieran con anterioridad los defensores de la primera y única Iglesia romana: la doctrina de la Iglesia es verdadera; todo lo demás es pagano o carece de sentido. De hecho, ciertos métodos de discusión y sugestión que antaño fueran el tesoro de la retórica teológica han encontrado ahora en la ciencia su nuevo hogar.El supuesto de la superioridad intrínseca de la ciencia no es ya una institución especial; forma ahora parte de la estructura básica de la democracia, de la misma manera que la Iglesia constituyera en su tiempo la estructura básica de la sociedad. Naturalmente, la Iglesia y el Estado están cuidadosamente separados en la actualidad. El Estado y la ciencia, sin embargo, funcionan en estrecha asociación. Se gastan inmensas sumas en el desarrollo de las ideas científicas. Disciplinas bastardas como la filosofía de la ciencia, que no tiene que ver con la ciencia más allá que el nombre, se aprovechan de la popularidad de la ciencia.

Las relaciones humanas se someten a un tratamiento científico, tal y como ponen de manifiesto los programas educativos, los proyectos de reforma penitenciaria, el adiestramiento militar, etcétera. El poder ejercido por la profesión médica sobre cada etapa de nuestras vidas supera ya el poder que antaño detentara la Iglesia.

Casi todas las asignaturas científicas son obligatorias en nuestras escuelas. Mientras que los padres de un niño de seis años pueden decidir instruirle en los rudimentos del protestantismo o de la fe judía, no tienen esta misma libertad en el caso de las ciencias. La fisica, la astronomía y la historia deben aprenderse; no pueden ser reemplazadas por la magia, la astrología o el estudio de las leyendas.

Hasta los pensadores audaces y revolucionarios se someten al juicio de la ciencia. Kropotkin quiere acabar con todas las instituciones existentes, pero a la ciencia ni siquiera la toca. Marx y Engels estaban convencidos de que la ciencia ayudaría a los trabajadores en su búsqueda de la emancipación mental y social.

Esta actitud tenía un sentido en los siglos XVII y XVIII, donde había que disipar la prepotencia de muchas ideologías. Las ciencias tuvieron un papel crítico saludable; pero al cabo del tiempo han caído en el mismo bache que criticaban.

En efecto, como muy bien subraya Karl Popper, toda ciencia tiene un alto porcentaje de relatividad y de conjeturalidad. Es imposible hacer de la ciencia un final absolutamente absoluto de la búsqueda humana. La ciencia va avanzando y se va corrigiendo a sí misma.

Por aquí no se sigue que el compromiso tenga un efecto liberador. Nada hay en la ciencia ni en cualquier otra ideología que las haga intrínsecamente liberadoras. Las ideologías pueden deteriorarse y convertirse en religiones dogmáticas (ejemplo: el marxismo). Empiezan a deteriorarse en el momento en que al canzan el éxito; se convierten en dogmas cuando la oposición es aniquilada: su triunfo es su ruina. La evolución de la ciencia en los siglos XIX y XX, y en especial tras la II Guerra Mundial, es un buen ejemplo. La misma empresa que una vez dotara al hombre de la idea y de la fuerza para liberarse de los temores y los prejuicios de una religión tiránica lo convierte ahora en un esclavo de sus intereses.

Feyerabend termina preguntándose si un miembro de la American Medical Association permitiría que hubiera curanderos dentro de los hospitales estatales, y pronto veríamos lo reducidos que son en realidad los límites de esta tolerancia. Y hay que tener en cuenta que estos límites no son el resultado de la investigación, sino que se imponen de forma completamente arbitraria.

¿Sería mucho desear que la ciencia cuanto antes se secularice y se separe del Estado?

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